jueves, 30 de junio de 2011

Acción Nacional: herencia y legado


El texto que sigue fue publicado como prólogo al libro Acción Nacional. Voces de la democracia, que incluye entrevistas a distintos protagonistas de la historia moderna del PAN, a intelectuales y disidentes de este partido, entrevistados para la conformación de este ejemplar. Su título original –"Acción Nacional: 70 años de escuela ciudadana"– obedeció en un primer momento al espíritu original de la obra, que era conmemorar el séptimo aniversario de vida política panista; distintas circunstancias propias de la tarea editorial retrasaron su aparición dos años y en próximas fechas estará a la venta.


La tradición no es nada más la conservación
de algo que se hereda, sino la capacidad de traducirlo
para que pueda ser tradición otra vez en el futuro.
Sólo fundan tradiciones los que, desde su propio ayer,
son capaces de ver hacia delante.
Carlos Castillo Peraza

I. Introducción
Desde su fundación, el 15 de septiembre de 1939, el Partido Acción Nacional (PAN) estableció en su ideario participar en la vida política de México como una escuela ciudadana, que se establecía frente a un régimen democrático en lo escrito, autoritario en la práctica, portavoz de los ideales truncos de la Revolución mexicana. El “sufragio efectivo” por el que Madero se levantara en 1910 quedaba aún pendiente, junto a muchas de las exigencias no cumplidas que originaron aquellos diez años de lucha civil. Gómez Morin lo sabía; chocó con el régimen luego de abonar una trayectoria profesional como constructor de instituciones[i] en el servicio público, que abandonó para dedicarse a concebir un partido político que fuera instrumento de cambio auténtico, en medio de un entorno social que exigía sumar esfuerzos para levantar al país surgido tras el enfrentamiento armado y que demandaba enfrentar con altura de miras los retos que la historia ponía enfrente, la responsabilidad histórica que asumieron un grupo de mujeres y hombres de toda la República en el Frontón México, hace 70 años.
Nacía entonces una agrupación política que, en el marco de la ley establecida, reunió las voces de quienes deseaban participar en la vida pública nacional través de un ideal, plasmado en la primera redacción de Principios de doctrina, cuando el principal desafío era difundir una doctrina que comenzara a crear entre la ciudadanía la conciencia de que era necesario un cambio, una transformación paulatina, persistente y constante, apegada a dictados que hasta el día de hoy son la guía que conduce la participación en la vida pública del PAN. Estos Principios, no obstante, son revisados y adaptados de acuerdo con las diversas situaciones que presenta una realidad cambiante, que suele ir más de prisa que la política y exige reflexión capaz de reflejar esas transformaciones. 
Cerrarse al mundo en un dogma es casi tan peligroso como no tenerlo; en el primer caso, se cae en el radicalismo que niega la pluralidad y establece el pensamiento propio como único e irrebatible, incapaz de asumir al otro como parte indispensable del todo social; en el segundo caso –carecer de ideal–, se cae en la búsqueda del poder por el poder, sin una idea clara de para qué se quiere obtener, lo cual no tarda en convertirse en la lucha ciega por alcanzar, mediante el medio que sea necesario, la posición que será después coto por defender, espacio de privilegios, irresponsabilidad que denigra la labor pública. Contar con una doctrina, proyecciones de principios y programas de acción política claros y bien delineados fue y ha sido un sino del trabajo partidista en sus diversas áreas, desde aquellas que enfrentan las coyunturas electorales hasta las que se encargan de que el partido participe desde las ideas en la construcción de una cultura política como la que el régimen democrático requiere para funcionar, para consolidarse.
En entrevista con La Nación, órgano oficial de comunicación de Acción Nacional, Luis Carlos Ugalde, expresidente del Instituto Federal Electoral durante la elección de 2006, señalaba que el único partido que por su ideal político podía llevar a México a un cambio democrático profundo es el PAN.[ii] La razón principal: su compromiso con la construcción de una democracia genuina. Este compromiso incluye un llamado social bajo un ideario que encauza el actuar político, con la finalidad primordial de construir ciudadanía a través de los valores de la democracia; además, reclama una organización que haga posible el cambio paulatino, sin revoluciones ni movimientos abruptos que hieren a la sociedad: más bien ir sentando las bases, difundiendo el ideario demócrata puerta por puerta, establecer comités a lo largo y ancho del país; por último, la acción política directa, enfrentar al régimen, la participación a sabiendas de que la propia ley sería uno de los caminos para impedir que la voluntad popular se hiciera cumplir. El régimen heredero de los valores de la Revolución, para los años cuarenta del siglo XX –una década después de terminada ésta–, administraba el Estado de acuerdo con la premisa de conservar el poder, y en esa ambición se consumían los ideales liberales que desde el siglo XIX se intentaban instaurar en el país. 
Se coartaba la libertad que permite a las personas construir por sí mismas su propio destino, se estaba muy lejos aún de un gobierno dedicado a procurar el bien común, a defender a la persona, a estrechar los lazos entre los ciudadanos a través de la solidaridad y la subsidiariedad, valores primeros de Acción Nacional. Con ese ideario, las y los panistas de todo el país enfrentaron durante décadas a un sistema autoritario hasta la represión, padecieron la intolerancia al intentar difundir sus ideas, perdieron el empleo por militar libremente en una asociación, fueron encarcelados por realizar mítines o reuniones, pero convencieron paulatinamente a la sociedad de que esa lucha debía entablarse, sumaron poco a poco voluntades, despertaron conciencias, “sacudieron almas”, enseñaron el valor del voto, la importancia de ejercerlo… educaron desde la práctica política y desde la formación partidista en la construcción de una cultura acorde con ese México que se anhelaba: una nación plenamente democrática.
El voto fue una de muchas luchas fundamentales que entabló el Partido Acción Nacional: la conciencia de que sólo mediante su ejercicio era posible mejorar las condiciones de vida, superar la pobreza en un país abundante, crear un sistema incluyente y abierto. Al mismo tiempo, la vía pacífica como único medio para reclamar contra la injusticia, que junto con la difusión doctrinaria iba formando cuadros que durante años han dado frescura y actualidad al partido; la renovación es parte irrenunciable de la doctrina panista, establecida entre sus principios (la renovación, aparejada con una formación constante, hacen posible “la brega de eternidad”). En aquella escuela ciudadana se enseñaba cultura democrática y se construía, ayer como hoy, auténtica ciudadanía; se preparaba a la sociedad para la vida democrática al tiempo que se exigía al gobierno condiciones para participar, equidad en la competencia, respeto a resultados, organismo autónomos que organizaran elecciones, credenciales para votar, tribunales imparciales, todo lo que hoy conforma un sistema democrático en constante formación. El reto no era ni es menor. 
La cultura oficial creó sus propios esquemas, educó a la sombra de gobiernos que hicieron de la corrupción una forma de vida que se traduce incluso en el refranero popular mexicano: “el año de Hidalgo”, “el que se mueve no sale en la foto” son rezagos cotidianos que reflejan esa cultura y a su vez son sólo un ejemplo de cómo el sistema fue capaz de forjar generaciones acostumbradas a que la autoridad tiene un precio, a que la ilegalidad puede llegar a no serlo si hay suficiente qué ofrecer, a que es más rentable urdir una red óptima de relaciones que esforzarse para alcanzar lo que se busca, porque el talento cede ante los embates de “amiguismo”. Esa es también la herencia del régimen llamado “de la Revolución”, esa es parte de la cultura que hasta nuestros días prevalece y que poco a poco cede ante los avances de una democracia que aún se encuentra en proceso de construcción. Hoy contamos con un Instituto Federal Electoral y un Tribunal Electoral autónomos, con un Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Gubernamental que obliga a rendir cuentas, con un poder Judicial autónomo, con un Poder legislativo que representa buena parte de la riqueza de opiniones, intereses y necesidades que existen en el país, con una prensa que puede informar de manera libre; todo esto fue parte de las exigencias del panismo desde sus primeros años, desde los primeros programas de acción política y las plataformas legislativas que eran presentadas cuando la victoria llegaba y era, además, aceptada y legitimada por el gobierno. 
Los logros enumerados y que hoy día son parte de las instituciones que organizan la vida pública del país adolecen, no obstante, de adecuaciones que reflejen los cambios que va viviendo la sociedad, metas que a su vez abren metas nuevas, las de la actualización. Todo tránsito a la democracia requiere pasar de un sistema a otro y este paso no se da de la noche a la mañana, exige también de una cultura democrática en constante actualización; el PAN es, hasta este momento de la historia democrática nacional, el mayor constructor e impulsor de esa cultura.
En estos días en los que la reforma del Estado mexicano enlista pendientes urgentes que han retrasado el avance democrático nacional, es necesario que esa cultura política del diálogo y el acuerdo se instale entre los diversos actores políticos, para que el papel de oposición se ejerza de manera responsable, con la vista puesta en la importancia de respaldar lo necesario, lo inaplazable, lo que es escollo en la política pero entre la sociedad es miseria, frustración o decepción. La Patria ordenada y generosa que promoviera el lema del PAN requiere que aquellos que la encabezan sean antes generosos y ordenados, gobiernos responsables acompañados de oposiciones responsables, capaces de dejar de lado intereses parciales o de grupo para beneficiar el avance óptimo de la nación. Ese es, entre otros, uno de los pendientes de la construcción de ciudadanía: el valor del otro, el diálogo pero también el acuerdo, la suma en la que se beneficia al todo y se benefician también todas las partes, en lugar de convertir la operación en escollo que perjudica a la sociedad entera. 
A 70 años de vida, Acción Nacional debe asumir como propia esa tradición de formar en democracia, retomar esa voluntad demócrata y ponerla por delante, apostar por un ideario que ha conducido y debe seguir conduciendo los cambios profundos de México; no hay otro partido que lo haga, no hay en la actualidad otro instituto político con la fortaleza, las ideas y la organización suficientes para llevar a buen puerto esa empresa.

                         



 Manuel Gómez Morin, Efraín González Luna, Rafael Preciado Hernández.                                                   

  
II. Conformación de un ideal
El camino a la democracia del siglo XX mexicano fue largo y exigió trabajar en varios frentes; para Acción Nacional, la labor municipal representó el espacio primero y primario de atención por parte de los gobiernos; el municipio como “fuente y apoyo de libertad política, de eficacia en el gobierno y de limpieza en la vida pública”,[iii] donde se satisfacen las necesidades inmediatas de la comunidad. La gesta democrática y ciudadana iniciada por Acción Nacional tuvo en el municipio su frente más importante y, a la postre, más redituable. Así lo explica Alonso Lujambio y, con tino, describe cómo esa estrategia cimentó una base firme, dispuesta y capaz de resistir los fragores de una batalla contra un enemigo que no permitiría cambios rápidos, una lucha en la que lo electoral era derrota cuasi asegurada y en la que la labor más allá de los comicios resultaba indispensable: construir partido desde una serie de comités instalados y organizados también para generar una militancia instruida en la acción política. 
      Los fundadores de Acción Nacional fueron, en su mayoría, pregones de ideario panista: no cejaron en recorrer la República para fundar comités, en mantener comunicación constante con liderazgos sociales que se acercaban y buscaban la forma de involucrarse en un partido que nacía con el objetivo de transformar a México. Eran pues los hogares de la primera militancia, cocheras y patios los que funcionaron como sitios para llevar a cabo las reuniones iniciales, el préstamo posterior de alguna sede, las visitas de personajes como el propio Gómez Morin o González Luna, Estrada Iturbide o Preciado Hernández, Aquiles Elorduy, Herrera y Lasso y un largo etcétera, atentos a la organización de cursos donde se instruyera sobre el objetivo y los modos de acción, pendientes todos ellos de acudir a sentar las primeras bases.[iv] Son miles las anécdotas que nacieron durante recorridos por un país donde las distancias son largas y los caminos aún eran complejos, pero resultaba indispensable tejer esa red municipal, esa suma de partes que daba forma al partido, hacía posible su fundación, facilitaba su continuidad y exigía asimismo atención constante y rigurosa.
Las mujeres y los hombres que llegaban a Acción Nacional lo hacían de manera libre, lejos de el clientelismo sindical que comenzaba a distinguir a régimen posrevolucionario y ajenos a la violencia política y social que siguió a la lucha armada de 1910. De igual modo, concurrían a sus filas grupos ya establecidos: el almazanismo, el sinarquismo, jóvenes católicos, universitarios y otros que encontraban en el ideal liberal al que siempre permaneció fiel Gómez Morin[v] una vía para comenzar a cumplir aquello por lo que el país estuvo en guerra durante casi una década: contar con un régimen legal e institucional que hiciera valer plenamente los dictados constitucionales de una república libre y democrática. Se dan cita las partes que conforman el todo pero saben que sobre la acción individual o de grupo permanece el interés supremo del partido y, por encima de éste, el de la Nación; esto, porque hay un bien ulterior al cual servir, y la participación en la vida pública no se consume en una ambición parcial sino que apunta al beneficio de la colectividad. 
El equilibrio entre las fuerzas que componen a una agrupación es frágil cuando se tergiversa el fin que las reúne, y si bien es cierto, como también demuestra Lujambio,[vi] que la cabeza del partido influye en la manera en que se establece la relación entre los distintos grupos, el ideal de la generosidad que plasman los Principios de doctrina es a su vez un antídoto contra esa tendencia; la generosidad hacia el que, aun bajo la misma bandera, disiente o es minoría, generosidad que da un sentido positivo al término tolerancia, de sí referido a algo “que hay que soportar o resistir”.
Importaba dar fuerza a una organización que amanecía a la vida pública, que requería de pies y manos, que heredaba –sin nombramientos de por medio pero sí en la práctica y el pensamiento– lo mejor de las tradiciones de los siglos XIX y XX: el liberalismo de la época republicana y la democracia de la modernidad. Esta mancuerna apostaba por las libertades: de tránsito, de expresión, de asociación, de participación en la vida pública, de contar con una educación que apunte a mejorar la vida del individuo y, con esto, de la comunidad; negaba el capitalismo salvaje –el que provoca las crisis de mal uso de la abundancia–, abogaba por los campesinos que aún esperaban una tierra y una libertad auténticas, abrevaba en el pensamiento de Emmanuel Mournier y de Jacques Maritain, tomaba como suyas las causas de quienes “no podían pensar en votar porque antes tenían que pensar en comer”, enriquecía horizontes con el pensamiento social de la iglesia, exigía, en suma, condiciones para ejercer la libertad que cada ser humano tiene de forjar su propio destino; lo anterior, a la luz de una doctrina seria, responsable hacia el objetivo común, hacia la decisión de asumir como propia la causa de un país herido de guerras y ambición. 
Hoy, con el centenario de la revolución mexicana y el bicentenario de la independencia, es buen momento para evaluar cuánto de aquella libertad y de aquella justicia por las que se peleó en esas fechas ha conseguido plasmarse en beneficios reales para la población; al mismo tiempo, es oportuno completar aquellos fragmentos de la historia donde el régimen intervino para construir el eje nacionalista sobre el que sustentó su ejercicio público, devolver a quienes fueron excluidos –por pensar diferente, por ser minoría– su lugar en la construcción del México de nuestros días.
Así, con las ideas de aquellos dos siglos, nacidas y puestas en práctica en Europa o Estados Unidos,[vii] Acción Nacional forjó una doctrina que respondía a las necesidades del país. Los años cuarenta y cincuenta trajeron los primeros triunfos, siempre en el plano municipal, y fueron además testigos de la airada defensa de los resultados en las urnas, que eran confiscadas por el ejército, tal como lo siguieron siendo hasta los albores el siglo XXI. Se forjó pues un espíritu y una mística que fortalecían el trabajo porque en la adversidad se generan uniones que prevalecen, y aquella época –salvo contadas excepciones como los primeros resultados reconocidos en Michoacán, Oaxaca, Guerrero o Yucatán, entre otros pocos– fue adversa para el panismo: un sistema que impedía que el esfuerzo rindiera frutos justos, la decepción de comprobar cuánto faltaba aún por andar, frente a los cuales, no obstante, la obstinación y la unidad fueron mayores: se cuidaba cada voto en las casillas y se defendía en los tribunales, se jugaba a sabiendas de que perder era lo cotidiano, había un fin ulterior por encima de las diferencias que fue capaz de guiar la acción común más allá de las circunstancias.
Adaptar una doctrina que sumaba ideales y causas a la realidad nacional era entonces –y seguirá siendo– el reto del panismo: ¿cómo permanecer fiel a unos principios, a una ideología, cuando la realidad es cambiante y requiere enfoques nuevos? La historia del panismo tiene sus cimas más altas en aquellos que supieron responder a esa pregunta, en los que acudieron al llamado de la Patria a través del esfuerzo organizado en una causa común que no se dormía en sus laureles ni totemizaba su pensamiento sino que tenían claros el valor de la historia, la realidad presente y la necesidad de una permanencia que mirara al futuro: no sacrificar la historia frente al instante ni comprometer el mañana en aras de soluciones parciales.

Adolfo Christlieb Ibarrola, Efráin González Morfín, Luis H. Álvarez.

III. La escuela ciudadana
La escuela ciudadana que nació con Acción Nacional erigió una base doctrinaria y organizacional firme, bien apuntalada y con el objetivo de mantenerse como actor y testigo permanente de la historia de México moderno. Este objetivo, si bien ha sido faro durante setenta años, ha tenido importantes reafirmaciones, momentos en los que el panismo ha contado con altura de miras para pensarse a sí mismo a la luz de determinadas épocas y adaptar su ideario a las necesidades de un país en constante cambio. El primero de esos momentos lo protagonizó la generación fundadora, encabezada por Gómez Morin y González Luna, y trajo consigo las ideas y teorías políticas, económicas y sociales descritas en el apartado anterior. No obstante, el contexto mundial en el que surge Acción Nacional es el de la segunda guerra mundial, su principio, su final y las dolorosas consecuencias que revelaron los totalitarismos del signo que fuera; la tentación de la vía fácil que devino en el asesinato del disidente o el encarcelamiento del que pensara distinto estuvo presente en nuestro país, así como la vía armada para conseguir cambios radicales; no fue así en el PAN, que elaboró una doctrina contraria a todo lo que coartara las libertades fundamentales del individuo. 
      Construir ciudadanía exigía tenacidad e imaginación, talento y responsabilidad: era necesario desterrar lo que décadas más tarde Castillo Peraza denominara “cultura del mural”, la del vencedor y los vencidos, lo que significa restañar las heridas que dividen a un pueblo para tender puentes por los que pudiera transitar libremente el otro, que no es enemigo ni opuesto sino que, con Emmanuel Levinas, me hace posible y por el cual el sí mismo es capaz, precisamente, de ser, de existir. Combatir esa ruta simplista fue durante los años fundacionales (1939-1949) un reto enfrentado sin temor y con talento.
El siguiente gran renovador de Acción Nacional fue Adolfo Christlieb Ibarrola, que bajo los preceptos de una educación universitaria donde convergía la diversidad y la pluralidad de opiniones supo actualizar la doctrina panista de acuerdo con un país cambiante y multicultural. La segunda gran proyección de Principios de doctrina, en 1965, refleja la realidad de un mundo que ya conocía las consecuencias extremas de la cerrazón ideológica: el régimen ruso y su símbolo visible más doloroso, el Muro de Berlín, las luchas civiles en América Latina, Asia y África, la necesidad de crear espacios de convivencia política donde hubiera sitio para lo distinto eran indispensables, y Christlieb supo encarar ese mundo de la guerra fría con el arrojo de quien encuentra en el opositor no a un enemigo ante el cual encarnizarse sino, contrario sensu, un ciudadano que representa ideales diferentes pero que es necesario para construir una nación común. El acercamiento del entonces líder del PAN al gobierno fue inusitado pero necesario, fructífero en un principio pero a la postre frustrante porque el régimen no estaba listo para convivir con sus pares de la oposición, hecho que quedó por demás demostrado luego de la masacre de estudiantes en Tlatelolco, en 1968. Sin embargo, se abrían nuevas posibilidades, se extendían los horizontes y se reorientaban los preceptos partidistas para dar cabida a una sociedad en apertura constante, dolida por la violencia y la opresión pero donde las voces comenzaban a entender la fuerza y las dimensiones que podía alcanzar la exigencia común de libertad. 
La escuela ciudadana, una vez más, predicaba con el ejemplo y también desde la teoría, buscaba acercamientos ante los que al final sólo quedaba el silencio de los sepulcros, de la incursión militar contra la población civil, pero el paso estaba dado y un nuevo México se asomaba con una esperanza renovada, acallada por la fuerza, que en política es símbolo ineludible de la impotencia; esa misma fuerza que, manifiesta en un solo lugar y en un solo sitio –la Plaza de las Tres Culturas en la ciudad de México–, había padecido la militancia panista durante casi treinta años y seguiría padeciendo durante todavía dos largas décadas, pero que en ese instante reunía en su contra a una sociedad a la que el hartazgo todavía no le alcanzaba para entender que la lucha pacífica y ordenada era más redituable para enfrentar al régimen.
El siglo XX avanzaba con la velocidad que hoy día estudian los sociólogos y los científicos de la política. Los cambios que acaecían en diversos lugares del mundo comenzaban a hacer eco en una prensa todavía tímida y amedrentada, también repetidora de los vicios de una cultura política que ya para los años setenta impregnaba buena parte del todo social. Había, por fortuna, esas voces esparcidas que no cedían y buscaban, desde trincheras diversas, denunciar los atropellos y la nula democracia de un sistema que aún se encargaba de pregonar las supuestas virtudes del partido oficial, heredero único de la revolución; Julio Scherer desde Excélsior, José Revueltas y una izquierda desorganizada que en buena medida terminó por preferir las vías antidemocráticas de la guerrilla y la ilegalidad, Octavio Paz y la famosa renuncia al servicio exterior, una intelectualidad que se atragantaba con la defensa marxista –y sus muchos derivados– que más tarde demostraría que cualquier régimen sustentado a costa de la más mínima de las libertades termina por ceder al menor soplo de la Historia. 
Acción Nacional no fue ajeno a esas transformaciones voraces y buscó, desde su ideario, ser reflejo de ese nuevo mundo que asomaba a la vuelta de la esquina: sin Proyección de principios de por medio, pero enriqueciendo la doctrina con el pensamiento social de la Iglesia y dando al trabajo partidista un inédito perfil social, Efraín González Morfín demostró a propios y ajenos cómo el capitalismo voraz termina generando más injusticia de la que palia si no hay detrás un Estado que regule, distribuya y garantice que la riqueza sea repartida de manera tal que las brechas urbanas y rurales se cierren y se genere así un círculo virtuoso en el que tanto el campesino como el industrial se vean beneficiados de manera justa por su trabajo. El llamado “cambio democrático de estructuras” y el solidarismo comenzaban a llenar manuales, a retomar los ejemplos europeos de solidaridad que años después el Premio Nobel de Literatura mexicano destacaría como el más lejano de los valores de la modernidad, heredados de la Revolución francesa –libertad, igualdad y fraternidad–. Esta última era aún el gran pendiente de un país, de una región encerrada en un laberinto del que no podría salir a menos que se modificaran esquemas enteros de conducta y comportamiento públicos: es decir, y dejando a Paz de lado, que la escuela ciudadana que representaba el PAN era entonces el camino adecuado para una transformación que dejara de acariciar las formas para atacar el fondo, la sustancia. 
Aún faltaban años para que esas ideas fueran formuladas y ya Acción Nacional cumplía la mitad de su existencia abogando por su consecución, siempre bajo el signo de la voluntad de la mayoría, siempre por la ruta institucional, siempre consciente de que la violencia sólo generaría más violencia pero aún incapaz de incidir de manera plena en la vida política de México. Las herramientas, no obstante, estaban al día y continuaban su pregón por la República en las distintas campañas, desde las municipales hasta las que competían por la Presidencia, despertando nuevas conciencias, avanzando un tramo y retrocediendo dos pero siempre constantes. 
La democracia hacia adentro permitía exigir democracia afuera; la limpieza de los procesos propios de selección comprobaba que en el plano nacional era posible actuar con honestidad, siempre y cuando el partido oficial lo permitiera. El PAN continuaba pues tomando la voz de los olvidados, de los asesinados por motivos ideológicos, siendo el único partido que defendió desde la tribuna legislativa a los estudiantes frente a la masacre del 68, ante una pléyade intelectual que guardó un silencio que buscaba proteger privilegios o que fue comprada con embajadas y puestos de gobierno.
Fue precisamente en ese momento cuando el PAN discutía si participar o no era legitimar al régimen nacido de la opresión y el autoritarismo. El Consejo Nacional, esa conciencia del partido que hasta el día de hoy rige su conducción y su acción general, debatía durante largas jornadas los temas que sus integrantes buscaban defender. La gran oratoria de los próceres hacía vibrar auditorios que, abiertos y generosos, eran capaces de modificar su voto ante argumentos convincentes: democracia como no se veía entonces en ninguna organización política nacional. Hubo escisiones, disidencias, mujeres y hombres que elegían la salida silenciosa en vez del estruendo de disentir: antes que traicionar esta vocación democrática, el cisma de mediados de los setenta fue incapaz de elegir candidato a la Presidencia, dejando al representante oficial ir solo a la contienda electoral. 
Las generaciones de panistas nuevos y de antaño se entrecruzaban, la pluralidad exigida hacia fuera dejaba en claro ser un reto de proporciones mayores en el interior, dar cabida a las distintas tendencias y corrientes propias generaba choques álgidos en los que prevaleció la amistad, el objetivo común de trabajar por México que mantuvo firme la gesta ciudadana de Acción Nacional. Algunos se alejaron, otros permanecieron: ambos enseñaron que la congruencia doctrinaria frente al poder era la punta de un iceberg que aun el día de hoy es uno de los grandes pendientes de quien sustenta su actuar en principios y no en “la lucha encarnizada por el poder”. Tiempo de reorganización, tiempo de nuevos planteamientos, seis años más para comprobar que el régimen de nuevo despertaba esperanzas que los hechos contradecían y negaban; las expectativas, de todos modos, no eran altas: lo que en la práctica nacía del germen antidemocrático repetía esa enfermedad hasta el hartazgo.
Llegaron los años ochenta y fue en el norte de la República donde un gran movimiento ciudadano se sumó en la práctica a los preceptos que la teoría panista había pregonado por décadas. Los triunfos de Chihuahua daba aire nuevo a un panismo renovado con el brío de un hombre ejemplar: Luis H. Álvarez encabezaba a un partido que emprendía una embestida que sacudiría al régimen por siempre y a la postre lograría aquello acariciado medio siglo atrás: contar con la fuerza para sentar a la mesa al gobierno y dialogar, acordar convenir, poner en la agenda temas largamente defendidos por el PAN. Así, la campaña de 1988 fue la del despertar ciudadano, abanderado por Manuel Clouthier. Esta “nueva ola azul” fue, como gusta decir a los historiadores, un parteaguas en la trayectoria de Acción Nacional: la resistencia civil, las campañas que exigían zapato y garganta, el enfrentamiento valiente contra una autoridad intolerante, todo ello marcó para siempre el modo de hacer política del PAN y del país. 
Con un cúmulo de reformas políticas alcanzadas,[viii] así como con algunas victorias en diputaciones y municipios que demostraban que el esfuerzo no era en vano, la elección del 88 y el gran fraude que la acompañó logró lo que muchos años de lucha silenciosa habían impulsado: que el supuesto ganador negociara su legitimidad. La izquierda negó sentarse a la mesa, exigiendo lo que entonces aún era imposible, a saber, abrir el régimen de tajo; Acción Nacional, en contraparte, supo aprovechar el momento para tender puentes, para exigir pasos más significativos en la conformación del régimen democrático. Algunos llamaron a esta voluntad de diálogo “concertacesión” y la descalificaron a priori, como hoy día se sigue descalificando todo aquello que no provenga de una fuerza distinta a la propia. Para los panistas fue, no obstante, un momento complejo que requería, con humildad, valorar la importancia de lo hecho y lo alcanzado para seguir adelante. 
La fuerza ciudadana se había expresado y no era posible prestar oídos sordos a su trascendencia; las armas ya no alcanzaban, negociar se convertiría en la siguiente estrategia. Para ello era necesario un aggiornamiento del ideario panista, orientar su doctrina hacia nuevas causas y abrir el partido a una sociedad que había madurado políticamente y que, con Acción Nacional, estaba preparada ya para jugar un papel preponderante en los siguientes años. Era el momento de convertirse en oposición responsable y, al mismo tiempo, enfrentarse al reto se ser, en el plano estatal y municipal, partido en el poder.
Fue Carlos Castillo Peraza quien asumió las riendas en esa crucial etapa de la vida política de México. Lo mejor de varios años de Acción Nacional encontró en él al ideólogo, al activista político, al negociador, al amigo generoso, al líder enérgico, al tribuno que hacía vibrar mítines y convenciones. La biografía de Castillo[ix] es crucial para entender cómo la formación del dirigente nacional del PAN (1993-1996) incidiría a la postre en una etapa nueva para el panismo, años en los que tanto la agenda política en el Congreso como los candidatos panistas cosecharon éxitos nunca antes vistos, anhelados por generaciones, concretados al fin durante ese periodo. Quedó establecido un nuevo modo de hacer política que reunía la tradición heredada y sumaba los giros de un mundo al que era posible acceder por los libros, los medios de información y el contacto con partidos afines al PAN en otra latitudes. 
Era la política de la campaña que recorría hasta los últimos confines de la República para seguir difundiendo el mensaje de Acción Nacional, que enardecía a multitudes con discursos en los que la doctrina encontraba en el lenguaje común su expresión más auténtica, más cercana a la ciudadanía; la política de quien sabe que el Congreso es el espacio donde se trazan y concretan los grandes cambios de un auténtico régimen democrático; la política de las propuestas firmes que sabe apostar por lo propio; la política que sabe que negociar es dejar de lado el maniqueísmo del todo o nada para encontrar puntos de encuentro donde convergen los intereses no de grupos o partidos, sino de la nación en conjunto; la política que sabe que lo gradual y paulatino consigue mejores resultados que cualquier revolución, por justa o noble que parezca; la política que beneficia el diálogo pero no se pierde en retóricas sino que sabe alcanzar acuerdos; la política que tiene el ánimo y el brío para defender la propia doctrina porque “en lugar de sentarse a la mesa a ver qué hace se siente porque ya sabe lo que debe hacer”… La política, en suma, que demuestra que las mejores lecciones de esa escuela de ciudadanía deben aprenderse a fondo y practicarse para después, y sólo después, promoverse y defenderse de cara a la sociedad.
La escuela de ciudadanía que desde su fundación se propuso ser el PAN tuvo también en Castillo Peraza a su último gran impulsor: incluso antes de asumir la presidencia del partido, su énfasis en la formación y capacitación trajo consigo el primer Instituto de Capacitación Política, el brazo organizado bajo la técnica que tanto exigiera Gómez Morin, capaz de proveer las herramientas necesarias a la militancia para hacer frente al reto de ser partido en el poder. En esos años, empero, se construyó el partido que desde el municipio, con pasos cortos pero firmes, alcanzó, al inicio del siglo XXI, la Presidencia de la República con Vicente Fox, y que en 2006 refrendó ese triunfo con Felipe Calderón, abriendo así la puerta a nuevos desafíos tanto hacia al interior del partido como hacia la sociedad en su conjunto. Castillo Peraza pasó sus últimos días reflexionando sobre el papel que debía desempeñar el PAN en el poder, cómo empatar una doctrina sustentada en la ética y la responsabilidad con el ejercicio público, cómo no sucumbir a soluciones simplistas y hacer de la congruencia entre teoría y práctica una virtud que solucionara y no un defecto que retrasara u obstaculizara el avance del país. La muerte lo sorprendió en esa tarea, aún inconclusa y que representa buena parte de los desafíos que el Partido Acción Nacional ha enfrentado en los últimos años.




Manuel Clouthier, Maquío; Diego Fernández de Cevallos.

IV. 70 años
Por definición, un partido político busca el poder, pero no es la única condición para su existencia. El poder por el que el PAN luchó fue siempre aparejado de construir una ciudadanía apta para vivir en democracia; llegó aquél, pero ésta está en constante desarrollo, aún pendiente de una educación que forme en los valores que permitan que el régimen siembre en tierra fértil y no en surcos donde no alcance a enraizar su semilla. El Partido Acción Nacional, como instrumento ciudadano para trabajar en beneficio de México, nació hace 70 años con una clara vocación opositora: las circunstancias no podían en ese entonces ser de otro modo y, sin embargo, como partido político uno de sus fines consistió siempre en alcanzar el poder. Esto tardó varias décadas en concretarse, tiempo en que el país fue construyendo, a la sombra del régimen oficial, un sistema político a su imagen y semejanza, esto es, autoritario, corrupto, dispuesto a perpetuarse en el poder mediante el control y la invasión de todos los ámbitos de la vida pública; de este modo, los medios de información, la práctica de la política, las finanzas y la economía, los sindicatos y un largo etcétera adoptaron las tendencias antidemocráticas que hasta el día de hoy siguen siendo un obstáculo para la correcta implementación del sistema de legalidad, transparencia o rendición de cuentas que son los valores que se busca fomentar en el llamado régimen de mayorías. 
               Acción Nacional buscó romper esas inercias, de las cuales, la valoración del voto por parte de la ciudadanía fue un primer e importante paso; así, el llamado de Gómez Morin a “mover las almas” tuvo eco cada vez que la gente salió a votar, cuando la sociedad comprendió que el voto era entonces y es ahora el único medio para cambiar la realidad, cuando aquella frase de “votar no sirve para nada” dejó de ser un imperativo para caer, en nuestros días, en su opuesto, el voto nulo, que es el derecho de no ejercer un derecho conquistado. 
               La primera victoria cultural pensada, desarrollada y cultivada durante varias décadas de acción y reflexión sucedió cuando en Baja California, con la candidatura a la gubernatura de Ernesto Ruffo en 1989, se dio un giro impensable y Acción Nacional obtuvo el reconocimiento de su triunfo en las urnas. Decía Adolfo Christlieb: “Hemos escogido el camino duro que marcan los principios, la razón, la legalidad, el libre convencimiento y la adhesión voluntaria. Si dentro de la lucha política es éste un camino más largo, estamos convencidos de que, ciertamente, es el que México necesita”, y sin duda tenía razón: fue a cincuenta años de su fundación que el PAN dejó de se oposición para, en el ámbito estatal, obtener una victoria que iba aparejada de un auténtico cambio en la concepción que la gente tenía del acto de votar.
Años más tarde, en 1996, nacía el Instituto Federal Electoral, que fue la garantía de contar con un organismo autónomo para hacer valer el voto, organizar las elecciones de manera imparcial y vigilar que los conteos reflejaran de manera auténtica el sentir de la población. El PAN apostó por la ciudadanía, confió en la madurez de las y los mexicanos y cuatro años después conquistaba la Presidencia de la República de la mano de Vicente Fox. No fue el camino fácil, no se apostó por la revolución ni por la ruptura donde hay vencedores y vencidos: se caminó de manera gradual, se buscó una evolución donde cupieran todos y que permitiera de una vez por todas cambiar la cultura política del país, al menos en una primera etapa. Luego de noventa años de haberse gritado “sufragio efectivo”, el respeto al voto era al fin una realidad tanto en la teoría como en la práctica. Esto hubiera sido imposible si Acción Nacional, durante todo ese tiempo, no se hubiera comportado como una oposición responsable, comprometida con México en conjunto y no con sus partes o facciones.
Hoy, el partido ha alcanzado presencia a nivel federal y local, gobierna el país y a un alto porcentaje de mexicanos al tiempo que enfrenta a una cultura opositora centrada, por desgracia para México, en intereses que en ocasiones parecieran enfocados a obstaculizar por todos los medios el avance común como Nación, esto es, padecemos el que muchas de las fuerzas políticas nacionales sigan abrevando en la cultura oficial. Además de esto, y luego de permanecer como oposición durante más de tres cuartas partes de su historia, el partido enfrenta un reto de proporciones similares: el de ser fuerza en el poder, cuestión para la que sus grandes próceres y pensadores no dejaron escrita teoría alguna. 
El PAN ha aprendido a gobernar, con la excepción de la época de Castillo Peraza, sin un acompañamiento ideológico al cual volver para respaldar la acción en una doctrina puesta al día. Se cuenta, empero, con una Proyección de principios, la última, realizada en 2002, sin embargo, se han dejado de lado en la práctica y en ocasiones temas de gran trascendencia como formación y capacitación, así como una adaptación doctrinaria a la altura de los retos del presente. El debate se centra actualmente entre la ideología y el pragmatismo, como si de pronto aquellos principios elaborados durante una vida de labor pública resultara posible hacerlos de lado; cuando se comenta que el propio Castillo fue el “último gran ideólogo” es en lo personal un elogio pero una gran preocupación, pues último apunta a final, y a lo largo de este ensayo se ha demostrado cómo esa escuela ciudadana que ha sido Acción Nacional requiere no sólo de la acción electoral sino de un trabajo constante en el plano doctrinal, máxime hoy día, cuando a todas luces la victoria cultural del voto es ya triunfo pasado y el riesgo de dormirse en el laurel de ese triunfo es que se dejan de lado temas, precisamente como la transparencia, la legalidad, la rendición de cuentas, la responsabilidad de la oposición, entre otros muchos, establecidos ya algunos de cierto modo pero en los que aún queda mucho por avanzar, sobre todo en el ámbito local.
La relación del partido con el poder es, de igual modo, otro punto central de reflexión al interior de la propia institución: cómo conciliar una tradición opositora con una vocación de triunfo es quizá una de las grandes preguntas para las que las respuestas formuladas no alcanzan o quedan cortas, frente a una realidad cambiante y en ocasiones con prisa de soluciones que consumen en la coyuntura aquello que debería ser permanente. En este sentido quizá el camino sea el mismo, por principio: contar con espacios de diálogo y acuerdo donde sean escuchadas todas las voces que enriquecen la pluralidad del partido. Asimismo, entender que no todo son candidaturas ni espacios en el gobierno, que proseguir con la vocación de construir una cultura política a través de la escuela de ciudadanos que se propuso desde sus inicios ser el PAN es una labor aún inconclusa, parte fundamental de su ideario, elemento sine qua non de la “brega de eternidad”. 
Si bien los gobiernos panistas han derribado mucha de la carga negativa que tenía el poder en México (como que el voto no servía, que el ejército es sinónimo de represión o que cada fin de sexenio equivalía a una crisis), es decir, han logrado un cambio de paradigmas, pareciera de pronto que el esquema vertical y autoritario al que fácilmente lleva el poder aún no puede sacudirse o es una salida fácil antes que privilegiar los espacios de interlocución, la vocación de reflexión; falta aún mucha ciudadanía porque los caudillos tienen terreno fértil en una sociedad en vías de consolidación, y ahí donde hay una ciudadanía fuerte y comprometida, sobran los mesianismos o no encuentran ni eco ni cabida. La siguiente gran victoria cultural de Acción Nacional deberá ser devolver su dignidad a la acción pública y a la política, así como seguir avanzando en su labor de construir ciudadanía desde, en, por, y para la democracia.
Pareciera en ocasiones, de nuevo con Castillo Peraza, que la política tiende a convertirse “en asunto de reflector y no de reflexión”. Esto, al parecer, ocurre cuando los espacios de diálogo, de crítica o de señalamientos internos se cierran, por el motivo que sea, y sólo queda acudir a los medios para hacerse escuchar. Bajo el reflector se anula la causa común y cada cual asume sus motivos, desdibujando el mensaje que la ciudadanía recibe por parte del partido; no obstante, como agrupación de mujeres y hombres libres, es importante escuchar, valorar y atender las distintas opiniones en los espacios idóneos, bajo el signo de una agrupación que siga dando a sus militantes y dirigentes las herramientas para enfrentar, en primer lugar, las situaciones que competen a la vida pública nacional; en segundo, para poder seguir avanzando en la construcción de ciudadanos encargados de mostrar un rostro de la política afín con los avances democráticos; en tercer lugar, para preparar a la clase política que ha de cumplir con el espíritu de renovación que ha caracterizado a Acción Nacional desde su primera hora.
A 70 años de haber iniciado una gesta ciudadana, con el partido enfrentando nuevos retos, inéditos algunos, otros ya conocidos, toca a las y los panistas asumir, conocer y promover la grandeza de su legado: una herencia en la que han participado varias generaciones de mexicanas y mexicanos, algunos de los que aparecen en este libro conmemorativo, otros que dejaron la vida en la espera de un país más democrático, muchos más que siguen siendo, de manera anónima pero siempre activa, vibrante, imprescindible, la sangre de Acción Nacional. 
En nombre de éstos y aquéllos la memoria hace una pausa para mirar atrás y retomar fuerzas para, desde un presente que es fruto de un pasado generoso y de entrega, lograr que el PAN siga dando al futuro la certeza y la esperanza de que las siguientes generaciones de mexicanos seguirán encontrando en Acción Nacional a ese aliado de las causas postergadas, a ese actor fundamental en la historia del México, un partido y una doctrina que en la ética orientadora de la acción política son capaces de mirar a la cara a su electores, a sus militantes, a una nación entera, para decir aquí hemos estado, aquí seguimos y seguiremos, con nuestras ideas y nuestros valores, decididos a hacer de este país un espacio mejor de convivencia y armonía, una Patria generosa en la que más allá de las fuerzas políticas, y junto con ellas, exista una auténtica ciudadanía que asuma también su papel decisivo en el hoy. Los testimonios de esa brega de eternidad se encuentran reunidos en estas páginas: aprendamos de ellos, emulemos su ejemplo, seamos ejemplo para los que nos sucederán. 


   
Carlos Castillo Peraza, Vicente Fox, Felipe Calderón.


[i] El término, acuñado por Castillo Peraza, hace referencia al libro del mismo nombre, editado por el Fondo de Cultura Económica (FCE), donde se reúnen los textos más simbólicos que Gómez Morin dejara por escrito. El trabajo que el fundador de Acción Nacional desempeñó en el servicio público mexicano y como consultor privado ante de comenzar las actividades políticas se encuentra documentado en el libro Manuel Gómez Morin 1929-1939, de María Teresa Gómez Mont, FCE, 2009. En Caudillos culturales de la Revolución mexicana, Enrique Krauze ahonda en el papel del grupo “Los siete sabios”, jóvenes que supieron responder, cada uno dese distintos ámbitos, al llamado de su tiempo, en un México diezmado tras años de lucha fraticida.   
[ii] La Nación 2318, enero-febrero de 2009. Fundada en 1941 por Carlos Septién García, esta revista es la más antigua en su género en México y da cuenta de las labores del Comité Ejecutivo Nacional y los comités estatales, así como de diversos temas de interés para la clase política nacional. La experiencia del Dr. Luis Carlos Ugalde al frente del IFE, en una de las elecciones más complejas de la historia de México, se encuentra narrada en el libro Así lo viví, Grijalbo, 2008.
[iii] Proyección de Principios de Doctrina, 1939.
[iv] El Archivo Manuel Gómez Morin, a resguardo en el Instituto Tecnológico Autónomo de México, en el Distrito Federal, conserva entre su valioso acervo la correspondencia que el fundador de Acción Nacional entabló con cientos de interlocutores que, desde distintos estados, recibían las indicaciones, los consejos y la dirección del primer presidente del Comité Ejecutivo Nacional. Destacan, sobre todo, las epístolas intercambiadas con Efraín González Luna, que aparecerán compiladas a finales de 2010 bajo el sello del Fondo de Cultura Económica.
[v] En el libro 1939. Actas y documentos fundacionales del Partido Acción Nacional, Alonso Lujambio señala, desde el estudio introductorio de la obra, cómo Gómez Morin concibe, presenta y defiende una doctrina fundada en un liberalismo con rostro humano para conformar un partido cuyo objetivo primordial era transformar las condiciones en las que vivía México. Lo anterior, sin duda, es totalmente opuesto al mote de “conservador” atribuido a Acción Nacional, y que Jesús Silva-Hérzog Márquez, en su libro La idiotez de lo perfecto (FCE, 2007) define como aquél que busca conservar las cosas tal y como están; con base en lo anterior, los conservadores de la época fueron quienes apostaron por una permanencia y defensa del régimen establecido. Como señalara Castillo Peraza, el PAN no debe tener miedo a “apostar por él mismo”, a defender sus ideales sin pena, “sin creerse las etiquetas que le han sido atribuidas”.
[vi] Ensayos sobre la historia de Acción Nacional, El Equilibrista, 2009.
[vii] Un excelente estudio comparativo sobre ambas tradiciones, una depositada en la revolución estadunidense y otra en la francesa, se encuentra en el volumen Sobre la revolución, de Hannah Arendt, Biblioteca de Occidente, 1969.
[viii] En Voto en libertad (Porrúa, 2008), Antonio Lozano Gracia y Juan Miguel Alcántara hacen un acucioso recuento de estas reformas a lo largo del último cuarto del siglo XX, en particular la de 1991, así como de la participación del PAN en la construcción y negociación de esta última y el gran avance que significó para la democracia mexicana.
[ix] La más completa biografía de Castillo Peraza es A Trasluz, de Federico Ling Altamirano, editada por el Senado de la República y Miguel Ángel Porrúa, en 2004; al mismo tiempo, el estudio introductorio del libro El  porvenir posible (FCE, 2006) repasa la influencia que una formación nacional e internacional tuvieron en el político yucateco.

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