La tradición de
la caricatura, del cartón periodístico, nace de la sátira y de la observación.
Representar a los actores políticos y sociales, criticar sus dichos o sus
acciones, así como señalar sus yerros requiere de un agudo sentido de la vista
y también de una capacidad para sintetizar en un trazo o en una frase alguna
escena de la vida pública. No es un arte fácil, y requiere de un talento
especial para lograr trasmitir en una imagen lo que un, por ejemplo,
columnista, haría en unas tres mil caracteres.
En su novela más reciente, Las
reputaciones (Alfaguara 2013), el autor colombiano Juan Gabriel Vásquez
recrea la vida del caricaturista Mallarino, afamado y reconocido monero que en
su país goza de un prestigio construido tras una larga carrera en las páginas
del periódico, de haber retratado los últimos cuarenta años de la vida pública
e, incluso, de haber puesto contra la pared a algunos políticos por sus
acciones u omisiones; un modo original de abordar la historia local desde un
mirador donde el sarcasmo, el humor negro, la creatividad y el talento de un
dibujante son las principales herramientas de la crítica y la noticia.
El personaje sirve también de escusa para retratar, en una unión
afortunada, los periplos del periodismo y la vida trasbambalinas de quien, más
allá del dibujo, también echa a andar los engranes donde convergen la historia
de una nación y la historia personal, los avatares de la prensa y del que
publica en sus páginas ante la incomodidad que genera entre los destinatarios
de sus opiniones, las consecuencias de ejercer un oficio en una Colombia donde
la amenaza, la violencia y la corrupción buscan someter la opinión libre.
Asimismo, aparecen las conquistas de Mallarino: el poder de quien sabe
que en un trazo puede hundir o elevar una reputación, los alcances de una fama
que le acompaña y facilita la existencia pero también cobra un precio alto en
la vida personal, asumido con prudencia y sabiduría, pero que poco a poco va
sumiendo al dibujante en una soledad donde quedan pocos amigos, muchos aplausos
y el vacío como reflejo del paso de los años.
Y es precisamente ese poder, aunado a la desmemoria, el que irrumpe de
pronto para traer del pasado una situación que cambiará, ya en la cúspide de su
carrera, la ruta de una vida instalada en la comodidad del prestigio y la
rutina laboral. ¿Cómo resarcir un daño hecho? ¿De qué modo intuir que lo
dibujado hace unos años en el intento de exigir justicia no sólo acabó con el
suicidio del caricaturizado sino además con la calma de una familia? El dilema
moral se revela como la conciencia que une las piezas dispersas de la historia
para darle un nuevo rostro a lo que, en su momento y a todas luces, era una
crítica válida e inclusive necesaria.
Abrir heridas antiguas, escarbar hasta dar con la verdad, indagar si los
hechos de sobra conocidos pero recordados por muy pocos fueron en verdad tal y
como todos creyeron que ocurrieron, se convierte entonces en la última línea a
franquear, la que quizá debiera dejarse de lado, la que termina por vencer a la
pluma, al pincel y al trazo para huir de esa memoria que podría derrumbar el
edificio erigido con el tiempo. Basta franquear en dintel de una puerta para
dar con la verdad, pero no siempre alcanza la voluntad ni la fuerza para dar
ese paso.
Una prosa fluida y madura, una historia que en su singularidad alcanza
los límites de la experiencia humana, un país donde el olvido otorga perdones y
licencias para quien sabe del inmenso poder de la desmemoria, un caricaturista
que en la genialidad de su trazo y la agudeza de su ingenio es incapaz de
reparar lo roto en el pasado… Las
reputaciones de Juan Gabriel Vásquez se aleja de la comodidad del thriller de nuestros días para construir
una trama donde el conflicto adquiere un carácter universal.