martes, 7 de enero de 2014

Historias a trazos: el poder de la caricatura

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La tradición de la caricatura, del cartón periodístico, nace de la sátira y de la observación. Representar a los actores políticos y sociales, criticar sus dichos o sus acciones, así como señalar sus yerros requiere de un agudo sentido de la vista y también de una capacidad para sintetizar en un trazo o en una frase alguna escena de la vida pública. No es un arte fácil, y requiere de un talento especial para lograr trasmitir en una imagen lo que un, por ejemplo, columnista, haría en unas tres mil caracteres.


En su novela más reciente, Las reputaciones (Alfaguara 2013), el autor colombiano Juan Gabriel Vásquez recrea la vida del caricaturista Mallarino, afamado y reconocido monero que en su país goza de un prestigio construido tras una larga carrera en las páginas del periódico, de haber retratado los últimos cuarenta años de la vida pública e, incluso, de haber puesto contra la pared a algunos políticos por sus acciones u omisiones; un modo original de abordar la historia local desde un mirador donde el sarcasmo, el humor negro, la creatividad y el talento de un dibujante son las principales herramientas de la crítica y la noticia.


El personaje sirve también de escusa para retratar, en una unión afortunada, los periplos del periodismo y la vida trasbambalinas de quien, más allá del dibujo, también echa a andar los engranes donde convergen la historia de una nación y la historia personal, los avatares de la prensa y del que publica en sus páginas ante la incomodidad que genera entre los destinatarios de sus opiniones, las consecuencias de ejercer un oficio en una Colombia donde la amenaza, la violencia y la corrupción buscan someter la opinión libre.


Asimismo, aparecen las conquistas de Mallarino: el poder de quien sabe que en un trazo puede hundir o elevar una reputación, los alcances de una fama que le acompaña y facilita la existencia pero también cobra un precio alto en la vida personal, asumido con prudencia y sabiduría, pero que poco a poco va sumiendo al dibujante en una soledad donde quedan pocos amigos, muchos aplausos y el vacío como reflejo del paso de los años.


Y es precisamente ese poder, aunado a la desmemoria, el que irrumpe de pronto para traer del pasado una situación que cambiará, ya en la cúspide de su carrera, la ruta de una vida instalada en la comodidad del prestigio y la rutina laboral. ¿Cómo resarcir un daño hecho? ¿De qué modo intuir que lo dibujado hace unos años en el intento de exigir justicia no sólo acabó con el suicidio del caricaturizado sino además con la calma de una familia? El dilema moral se revela como la conciencia que une las piezas dispersas de la historia para darle un nuevo rostro a lo que, en su momento y a todas luces, era una crítica válida e inclusive necesaria.


Abrir heridas antiguas, escarbar hasta dar con la verdad, indagar si los hechos de sobra conocidos pero recordados por muy pocos fueron en verdad tal y como todos creyeron que ocurrieron, se convierte entonces en la última línea a franquear, la que quizá debiera dejarse de lado, la que termina por vencer a la pluma, al pincel y al trazo para huir de esa memoria que podría derrumbar el edificio erigido con el tiempo. Basta franquear en dintel de una puerta para dar con la verdad, pero no siempre alcanza la voluntad ni la fuerza para dar ese paso.


Una prosa fluida y madura, una historia que en su singularidad alcanza los límites de la experiencia humana, un país donde el olvido otorga perdones y licencias para quien sabe del inmenso poder de la desmemoria, un caricaturista que en la genialidad de su trazo y la agudeza de su ingenio es incapaz de reparar lo roto en el pasado… Las reputaciones de Juan Gabriel Vásquez se aleja de la comodidad del thriller de nuestros días para construir una trama donde el conflicto adquiere un carácter universal.