jueves, 30 de mayo de 2013

Middleurope: la historia que fue, la que no será...

José María Pérez Gay, in memoriam

Café Central de Viena

Fue a finales del siglo XIX y principios del XX cuando Europa Central, bajo el reinado de la casa Habsburgo, tuvo un auge en el campo cultural que situó a ciudades como Viena y Praga en el centro de la producción artística, científica e intelectual de la humanidad.

Ya había pasado la época dorada del París decimonónico y su poesía simbolista, y la Inglaterra victoriana se sumía en una molicie propia de los grandes imperios, satirizada en obras como la de Oscar Wilde o de Dickens, al tiempo que el sueño romántico alemán se desvanecía en el auge de la revolución industrial. En la región central del continente, por el contrario, despertaba una inquietud que transformaría para siempre la forma de entender la realidad, un espíritu que sería breve y terminaría mutilado por el inicio de la primera guerra mundial.

Era el tiempo de las grandes discusiones intelectuales en los cafés de Viena, donde podía verse a Robert Musil, a Karl Kraus o a Joseph Roth; nacía el psicoanálisis que surgiría de los casos tratados en el diván de Freud; en las oficinas burocráticas de Praga, Kafka concebía una estampa que retrata como nunca antes se hizo la opresión del hombre bajo el yugo de la modernidad; Hermann Broch reflexionaba acerca del naciente fascismo; Ludwig Wittgenstein empezaba a concebir la imposibilidad del lenguaje para abracar los alcances de la experiencia humana; Mahler retorcía lo clásico de la música para hacerla expresar lo que hasta ese momento parecía inexpresable… En suma, un mundo donde el arte y el pensamiento anticiparon el primer conflicto bélico de escala mundial y fueron capaces de, si no anunciarlo expresamente, sí intuir el cataclismo que se avecinaba.   

Praga
La riqueza artística y científica de ese tiempo se encuentra en los propios textos de los autores, y valorarla a través de esas páginas otorga al lector un retrato fiel que no sustituye ninguna antología o historia de las ideas generales. Sin embargo, una aproximación somera pero enriquecedora puede realizarse a través de estudios propios de la época, como la Primavera de café, de Joseph Roth (Acantilado) –que describe con minucia el ambiente cosmopolita e intelectual vienés de principios del siglo XX–, o contemporáneos, como El imperio perdido (Cal y Arena), de José María Pérez Gay, quizá uno de los mayores eruditos y comentadores latinoamericanos de la literatura y la cultura de Europa Central, que a través de las biografías de cinco escritores (Broch, Krauss, Roth, Musil y Canetti) realiza un acercamiento de enorme valor histórico.

         
         De reciente aparición en español, y mucho más enfocado a los temas filosófico, pedagógico, político y social, está El Círculo de Viena, de Friedrich Stadler (Fondo de Cultura Económica), que profundiza en el ambiente académico de uno de los grupos intelectuales más afamados de la región, ahondando en sus influencias previas y posteriores, su recepción en el mundo universitario de su tiempo y en la enorme huella plasmada, que marcaría para siempre la historia del pensamiento. 

Hermann Broch

     Mucho más anecdótica, pero no por ello menos ilustrativa, es la monografía de Patrizia Runfola, Praga en tiempos que Kafka (Bruguera), que aprovecha la biografía de aquel autor para detenerse en una ciudad donde la más añeja tradición supo conjuntarse y proyectarse hacia el futuro en nombres como Max Brod o Karel Kapec, primero en utilizar y posible inventor de la palabra robot. En ese orden de ideas, el amplio libro de Josep Casals, Afinidades vienesas (Premio Anagrama de Ensayo en 2003) traza una línea paralela entre creadores que pasa por la poesía, como Hugo von Hofmannsthal, la música, como Arnold Schönberg, o la pintura, como Gustav Klimt y Egon Schiele, entre otros tantos, para conformar un mosaico de talento que vio florecer las más altas cimas de la creación artística.


         La guerra terminó de manera cruel, abrupta y absurda con ese flujo creativo y dispersó o asesinó a muchos de los protagonistas de aquella generación. Ya en la diáspora, lo que en su momento fuera una suma de fuerzas que confluían en una sola zona geográfica se dispersó para alimentar manantiales en otras latitudes. Queda para la memoria el ejemplo de ese ímpetu, de esa imaginación, de la historia de la Middleurope que rescata los libros y el lamento por lo mucho que pudo haber sido y ya nunca será.

José María Pérez Gay


miércoles, 15 de mayo de 2013

El día del maestro o cómo le perdí el respeto a la autoridad


Discplina era el mantra de la primaria a la que asistí. Antes que el estudio, la disciplina, la conducta, el temible "reporte rosa" que auguraba nota reprobatoria por el primero, suspensión semanal por el segundo y definitiva por el tercero. Antes que el aprovechamiento, la disciplina; si se juntaban ésta y el aprovechamiento, se alcanzaba la excelencia académica.

A cargo de todo, el profesor titular, docto en las ocho o nueve materias que jamás eran impartidas según los programas de la SEP y sí de acuerdo con las lecciones de otros libros que la propia escuela vendía. Los grupos de no menos de cuarenta alumnos, cercanos a los cincuenta la mayor parte de las veces. Escuelas maristas para varones que, en mi caso, fueron la de Mérida y la de la calle Amores, en la ciudad de México.

Mi primera maestra, Tere, encantadora, siempre de vestido blanco, que impartió para mi clase primero y segundo de primaria en el Yucatán de mediados de los años ochenta. Ya en el Distrito Federal, con el cambio de casa incluido, el profesor Xolalpa, estricto como pocos, legendario por mal encarado y siempre un tanto sarcástico. Para las ceremonias oficiales, pantalón y camisa de manga corta blancos, suéter reglamentario azul; para los días normales, el atuendo era libre siempre y cuando, dictaba el reglamento, fuera apropiado y se acompañara invariablemente de calzado "de vestir".

Mi primer choque con la autoridad académica, con aquel maestro, fue en la formación que daba inicio a las actividades cotidianas: todo el estudiantado reunido en el patio, formado por grupos en tercias que al unísono seguían las indicaciones de "firmes", "tomar distancia" y "en descanso" del director, Francisco Naranjo, otro afamado por estricto e inmisericorde al momento aplicar sanciones o regaños.

La moda era en ese entonces los "Top Siders", calzado juvenil que junto a los "Perestroika" de Canadá hacían titubear los conceptos de vestimenta del Insitituo México Primaria. Los míos, grises, que el maestro, en plena formación, se detuvo a observar fijamente, sin moverse, ante el desconcierto de quien se cuestionaba qué diablos le ocurría a aquel profesor a quien se le guardaba el respeto que imponen el miedo y la autoridad.

Mi reacción luego de segundos que parecieron minutos fue un "¿Qué?" seco y llano, que intentaba descubrir lo que el maestro miraba en mis pies. El problema, me enteré más tarde, era el modelo de los zapatos, precisamente, que pasó a segundo plano ante la respuesta mía. "No se dice qué. Se dice mande", fue la respuesta del profesor. Asentí. No sé si dije algo más. Años después me enteré que decir mande era considerado una muy educada y sumisa forma de servilismo.



En la secundaria las observancias del atuendo se relajaron. Eran los años noventa y la mezclilla, las playeras con grandes imágenes de Nirvana, Caifanes o Metallica, así como los tenis Nike hicieron su aparición. A los profesores el tema les dejó de importar. Entonces era ya más relevante el aprovechamiento, las buenas notas, exentar los exámenes finales y evitar los extraordinarios.

Recuerdo en particular al profesor de Historia Universal en segundo de secundaria, apodado "el pavo" por su tez blanquecina, su cara inflada y su andar que recordaba el paso armónico de esas aves. El inicio de cada clase incluía una mecánica perversa: en un bote de galletas llevaba impresos los números de lista de cada alumno, que extraía con lentitud a razón de dos o tres por día, para aplicar un examen oral sobre lo visto en la sesión anterior.

El premio por responder correctamente no existía, pues consideraba obligación del alumno estudiar todos los días. El castigo: 30% menos en la calificación mensual, lo cual generaba que aun teniendo 10 en todos los exámenes, sólo podría accederse a un 7 como máximo. Por supuesto que el nervio que acompañaba al grupo cada vez que el horario marcaba la materia era contagioso y hasta enfermizo. 

Un día, ocupando yo uno de los lugares más cercanos al pizarrón, y mientras el profesor revolvía con mano lenta los papelitos en su depósito, casi disfrutando su acción, se me ocurrió voltear hacia atrás para descubrir cómo la clase entera estaba al borde del asiento, tensa y nerviosa, a la espera de no ser perjudicada por ese azar capaz de sumir a cerca de cincuenta alumnos en la incertidumbre por unos segundos.

Mi reacción inmediata fue de incredulidad. ¿Cómo era posible que una sola persona tuviera a tantas sometidas de ese modo? La consecuencia de ese pensamiento, acompañada de una temprana lectura del mamotreto que Taibo II escribío sobre la vida del Che Guevara, el rock y otros hallazgos de esa época, me hizo concluir que jamás volvería a seguir el juego a esa práctica cruel y hasta psicópata del maestro. El resultado final, y eso sólo lo supe años después, fue mi completo desinterés por la autoridad académica.

Me dejó de interesar el aprovechamiento escolar, y si bien la conducta nunca fue un problema pues mi comprtamiento era aceptable, las notas en la tira de materias sufrieron el descenso de esa especie de liberación. Yo ya sabía que quería dedicar mi vida a escribir, y ni siquiera la materia de Literatura, con su tediosa enseñanza del Siglo de Oro español, alcanzaba a interesarme; mucho menos, por supuesto, la química, las matemáticas o la biología, impartida por el también temible profesor Astroga, quien ante mi bata de laboratorio firmada por mis compañeros (que aún conservo en el armario como casi único recuerdo físico de esa época) decidió sacarme de la clase, ante mi recién adquirida indiferencia por pasar una hora sentado en el pasillo.

Esa decisión frente a la autoridad académica no tardó en manifestarse en mi grupo Scout, al grado de que, la vez que un dirigente fue destituido de manera contraria a los estatutos, organicé con otros compañeros una huelga que incluyó pliego petitotiro, brazalete rojinegro, solictud de mesa de diálogo y la complicidad de mi padre que me ayudaba a redactar proclamas y manifiestos.



Al llegar a la preparatoria el daño era ya notable. Evitaba cualquier clase que no abonara a mis intereses, para dejar en mi horario sólo la de Ética y la de Etimologías; las demás me "las volaba" o las dedicaba a leer poesía. En una ocasión, la maestra de Anatomía, siempre presta a pasearse en minfalda por el patio de una escuela plagada de adolescentes que ardían en testosterona, me increpó por leer a Sabines en su clase: "¿Qué haces Carlos?", me dijo. "Leo, maestra", contesté. "¿Algo de Anatomía?, volvió a preguntar. "No maestra, poesía", respondí. "Dame tu libro por favor", ordenó. "No maestra, porque es mío", dije. "Es una falta de respeto que leas algo ajeno a la clase", añadió. "Más falta de respeto es que cuando usted se voltea a escribir en el pizarrón le chiflen mis compañeros, y puede estar segura que yo no lo hago. Yo leo", dije para finalizar.

Me pidió salir del salón y me alcanzó en el pasillo, donde me dijo: "Yo sé que tú ya sabes lo que quieres hacer de tu vida, pero hay mucha gente aquí que no tiene idea. No contribuyas al desoredn, por favor", y me invitó a reincorporarme a la clase y a posponer mi lectura. Lo hice, ya con el razonamiento de por medio y un inmaduro goce por el desafío del que me consideré victorioso.

El cabello largo, en esos años, era para algunos maestros todavía un motivo de alarma. El profesor del laboratorio de Biología, en la primera clase del año, me pidió abandonar del salón y no volver a entrar hasta que lo "recortara apropiadamente, como marca el reglamento". Contesté que a partir de ese año la nueva dirección había establecido que siempre y cuando estuviera limpio, era permitido, a lo que respondió: "pero no en mi clase, es una falta de educación".

El castigo fue ir a la bilblioteca a hacer un trabajo, del tema que fuera, para pasar la hora que duraba la materia, y que yo aproveché para consultar el Manual de Carreño y algún otro código de buenas formas, con el fin de demostrar que no era una falta de educación llevar el cabello largo siempre y cuando estuviera aseado. Por supuesto que el trabajo terminó en el cesto de la basura y yo no pude volver a entrar a aquel laboratorio.

Tras dos años en el CUM, fui expulsado. Recuerdo muy poco de lo aprendido y mucho de lo vivido en ese tiempo. A sugerencia de mi padre terminé la perparatoria en el sistema abierto y jamás he encontrado una carrera que me llene o que cumpla con mis expectativas. Este año empezaré a cursar la cuarta, esperando, aunque sea por pragmatismo, terminar por fin.

Sin embargo, he aprendido de manera autodidacta las lecciones que me han sido útiles en la vida: mi más docta instrucción ha sido la lectura orientada también por mi padre con el orden académico que exigen el arte, la literatura, la historia y la filosofía, y la disciplina de lo que se hace convencido y no por un título de cualquier índole; la práctica de la escritura que me ha llevado a publicar en medios que considero importantes; el trabajo como editor que he realizado desde hace cerca de nueve años y el de publicista que aprendí de Gonzalo Tassier, han sido, en conjunto, mi mejor escuela. 

A esto añado la mayor herencia que recibí de la parte "escolarizada" de mi vida: la falta de respeto por la autoridad, que ejerzo y practico siempre que algo no me parece, que me ha llevado a renunciar a trabajos, a increpar a jefes, a la indignación  vociferante ante la injusticia, al reclamo por lo que no considero aceptable y al señalamiento de lo que me resulta insoportable, y que de un tiempo a la fecha ha encontrado en las redes sociales , y en especial en este blog, espacios aptos para manifestarse.

Esos han sido mis maestros. Esa mi experiencia académica. Y este el camino que tomé, asumiendo sus beneficios y no pocas veces pagando sus consecuencias, elegidas libremente, altaneras, al fin.