sábado, 26 de mayo de 2012

Carlos Fuentes, espejo mexicano




Fue la directora del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), Consuelo Sáizar, quien durante el homenaje de cuerpo presente en el Palacio de Bellas Artes, señaló que “difícilmente podríamos entendernos sin Carlos Fuentes; sus libros forman parte del paisaje cultural de México, el centro de sus inquietudes literarias e intelectuales. El afinó nuestra mirada y nos enseñó a deletrear a la nación”. 

Palabras atinadas, y sentidas; expresión que como pocas describe la obra de Carlos Fuentes. Basta asomarse no sólo a su literatura sino también a sus conferencias, a sus declaraciones, entrevistas o artículos periodísticos para comprobar cómo México estuvo presente y fue protagonista innegable de su obra. 

Desde muy temprana época, el paisaje nacional germinó en aquellas primeras páginas de Aura, donde la relación de nuestro país con la muerte, con sus misterios, su festejo y sus rituales traspasaban la realidad para instalarse en una historia donde la fantasía –“la mentira de la literatura” que diría Vargas Llosa– busca continuar una tradición encumbrada por Rulfo y que halló en Fuentes a un continuador excepcional. 

Eran los primeros años sesenta y México se alejaba del paisaje rural de Pedro Páramo para erigir a la ciudad como escenario de nuevas historias, de una visión más cosmopolita, menos regionalista y más universal. Ya no era el Llano en llamas sino La región más transparente, con sus familias nostálgicas de otros tiempos, con sus cloacas inmundas y sus grandes recepciones de lujo, todo lo que la ciudad encierra como un microcosmos donde se dan cita, se mezclan y se entrelazan estratos sociales, credos, traiciones y hazañas. 

Hay un pasado revolucionario o prehispánico, hay un ayer que no obstante late y permanece, toma por asalto y se manifiesta en piedras milenarias como el Chac Mol que cobra vida o en generales que miran su propia historia y saben que el olvido llegará con el paso el tiempo infame, que a nadie respeta, que todo se lleva y es selectivo y caprichoso con la permanencia.


Los primeros libros de Carlos Fuente son voraces en el intento de conciliar lo acaecido con lo que ocurre, buscan abrevar en los ríos subterráneos y en el sacrificio para demostrar que esa ofrenda y esa sangre siguen presentándose ante dioses nuevos, quizá con más apetito de muerte que los anteriores.

Más adelante, Los años con Laura Díaz podrían ser la cima de ese esfuerzo de síntesis, que con idéntica ambición recorre el siglo XX para explorar su intimidad, lo que ocurre detrás de las bambalinas de la opulencia pero también de la miseria que sigue reproduciéndose en los dominios de la noche, donde ni la ley ni el pudor o las “buenas costumbres” alcanzan para explicar o justificar las razones que han generado la exclusión, tan cercanas a los motivos que generan la prosperidad, extremos donde Todas las familias felices se reflejan en el espejo de los que aún esperan un México mejor.

Hay también un faceta de Carlos Fuentes que traspasa fronteras y busca capturar el mundo para traducirlo a nuestro idioma, a nuestro argot y nuestros modismos. De Salzburgo, en Austria, con El instinto de Inés a Diana o la cazadora solitaria, que retrata el mundillo artístico y cultural del México de los años setenta, hasta el terror de una Inquieta compañía, donde uno de los sentimientos humanos más universales –el terror– habita en situaciones cotidianas que podrían aparecer y transformarlo todo a la vuelta de la esquina.

Conocí a Carlos Fuentes en el año 2000, en Mérida, Yucatán, cuando acudió a inaugurar el ciclo de conferencias que celebraba la nominación de esa ciudad como Capital Americana de la Cultura. Con un texto de Ángeles Mastretta en la cabeza, lo primero que hice fue fijarme en lo meñiques, deformados por la máquina de escribir que requería la fuerza que nos ha ahorrado el teclado dócil de la computadora.

En esos huesos torcidos estaba su obra reunida, como marca en el cuerpo de una vida dedicada a la escritura, a poblar los bajos fondos y las bellas cumbres con personajes que transitan de uno a otro polo con la certeza de que el azar trastoca hasta lo más estable para convertirlo en incertidumbre. No recuerdo mucho más de aquella ocasión, que fue aliciente para acercarme a sus libros con el ánimo de quien busca mundos nuevos en los propios pasos. 

Su muerte, el pasado 15 de mayo, cierra ese Tiempo mexicano que sólo él supo describir y nombrar para llenarnos con un lenguaje nuevo, para contagiarnos su voracidad, para aturdirnos con los límites frágiles entre la fantasía y la realidad. Llegó una nueva época; ojalá también llegue pronto quien, como Fuentes con sus propios años, la sepa describir, explicar o al menos nos la enseñe a deletrear. 


martes, 22 de mayo de 2012

Al disidente en boga, con cariño




EPITAFIO
Tristan Corbière


Se mató de ardor, o murió de pereza.
Vivió, por olvido; he aquí lo que deja:
–Su única pena no haber sido su novia–.
No nació para fin alguno,
siempre lo empujó el viento,
fue las sobras del guiso,
mezcla bastarda de todo.


El no sé qué –sin saber dónde:
oro –pero sin un céntimo;
nervios –sin nervio. Vigor sin fuerza;
ímpetu –con un esguince;
alma –sin violín;
amor –y semental pésimo.
–Demasiados nombres para tener un nombre–.
Corredor del ideal –sin idea.


Rima rica, y jamás rimada;
sin haber sido, vuelto;
en todas partes se encontró perdido.


Poeta, a pesar de sus versos;
artista sin arte, y a la inversa;
filósofo, a diestra y siniestra.


Un divertido serio, sin gracia.
Actor: no se supo el papel;
pintor: tocaba la gaita;
músico: con paleta.


¡Un talento! –pero sin cabeza;
muy loco para saber ser tonto;
tomando por trazo la palabra trozo.
Sus versos malos los únicos buenos.


Pájaro raro –y de pacotilla;
muy macho –y a veces muy nena;
capaz de todo –en nada bueno;
amasando bien el mal, mal el bien.


Pródigo como fue el hijo
del Testamento –sin testamento.
Valiente, a menudo por miedo a lo fácil,
metiendo ambos pies en el plato.


Colorista rabioso –pero débil;
incomprendido –sobre todo de él mismo;
lloró, afinado cantó y desafinado;
–Fue un defecto sin defectos.


Ni fue alguien ni cosa alguna.
Su natural era la pose.
Sin ser teatral, posaba para el único;
muy ingenuo, siendo muy cínico.
–Su gusto era el disgusto.


Muy crudo –porque lo cocieron mucho;
no se parecía en nada ni siquiera a él,
se divertía con su enojo,
hasta despertándose de noche.
Vagabundo anchuroso –a la deriva;
pecio que no encuentra playa...


Muy Suyo para poder soportarse,
seco el espíritu y la cabeza ebria,
acabado, no sabiendo acabar,
murió esperándose vivir
y vivió, esperándose morir.


Aquí yace, corazón sin corazón, mal plantado,
hermoso triunfador –un fracasado.



jueves, 17 de mayo de 2012

Entrevista de Castillo Peraza a Carlos Fuentes





“EL CORPORATIVISMO DEBE ACABAR”: CARLOS FUENTES 

Entrevista con Carlos Castillo Peraza, exclusiva para La Revista Peninsular 

Nos dio la cita en la cafetería del Hospital Inglés, en la capital de la República. Iba allí a visitar a su madre, doña Berta Macías viuda de Fuentes, recién intervenida quirúrgicamente, razonablemente sana y fuerte a sus 91 años de edad. Llevaba pantalones vaqueros, camisa blanca y suéter oscuro, como los lentes. Ágil y erguido, Carlos Fuentes no aparenta ni con mucho sus 71 noviembres cumplidos. Los veinte minutos que duró la conversación parecieron segundos. 

Carlos Castillo Peraza.- Escribiste que el monasterio español de El Escorial es una “novela en piedra”. ¿Has encontrado en Yucatán novelas en piedra como la que hallaste en España, o las piedras para hacer una novela como Terra Nostra

Carlos Fuentes.- Sí. Yo creo que las piedras hablan. Voy a hacer una distinción entre el arte azteca, que es un arte que aleja al hombre porque es sagrado y en consecuencia inhumano, y el arte maya que tiene una dimensión humana que nos permite aproximarnos. Esto se debe al claro conflicto entre su aspecto horizontal humano y su aspecto vertical, selvático y profundo, como se nos muestra en Chichén Itzá o en Palenque. A partir de estas tensiones entre la geografía, la naturaleza y los hombres, se puede escribir una novela. El arte azteca aleja. Nos dice “no me toques, soy sagrado; no me parezco a nada, soy la Coatlicue”... No tenemos nada qué ver. 


C.C.P.- La cultura, el arte maya ¿no tiene Coatlicues horribles, ajenas, distantes, intangibles...? 

C.F.- No tiene Coatlicues. Tiene tiempo. El arte maya es un gran arte del tiempo. Una cultura que logró contabilizar 25 mil millones de días de su pasado, es una cultura que sabía muy bien lo que era el tiempo. 


C.C.P.- Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán nos hicieron las novelas que cuentan lo que fue la revolución mexicana en tanto que épica y gesta, sus dramas, sus triunfos, sus crueldades y sus presagios. Luego Juan Rulfo nos dijo en Pedro Páramo y El llano en llamas la tragedia de los campesinos oprimidos por el suelo y por el cielo que reclaman a los que “no nos dieron la tierra que nos prometieron y que nosotros nunca pedimos”. Con Rulfo empieza de algún modo la novela de la decepción por la revolución. Luego viene Carlos Fuentes. ¿Cómo continúa Carlos Fuentes la novela de la revolución? 

C.F.- La novela no puede dejar de ser crítica. No hay novelas celebratorias, salvo aquellas pagadas como la que Cela escribió para Marcos Pérez Jiménez, el dictador de Venezuela. Azuela es pesimista. Los de abajo es una novela profundamente pesimista que aparece en 1915 y ya contiene una crítica muy fuerte a la revolución. La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, es una novela terriblemente pesimista sobre el ejercicio del poder y la política en México. Lo que acabas de decir de Rulfo es cierto. La muerte de Artemio Cruz y La región más transparente, mías, son asimismo novelas críticas del proceso revolucionario y de la posrrevolución, de sus desviaciones. Yo ya pude hablar de la posrrevolución, sencillamente por un accidente de calendario: nací en 1928, el año en que mataron a Obregón... 


C.C.P.- Eres un hombre que nace un año antes de que naciera el PRI y que, como el PRI, vive todavía en el 2000. No vas a ser eterno tú. ¿Puede ser eterno el PRI? 

C.F.- Yo creo en los milagros. Creo que todo se puede mejorar y renovar. Ya no es lo mismo. No es lo mismo el PRI reinando en solitario, que haciéndolo junto con dos partidos importantes que le disputan el poder y gobiernan más del 50 por ciento de la población. El problema, tocayo, es la falta de cultura democrática... 


C.C.P.- ¿En qué consiste?

C.F.- Es algo que afecta a todos los partidos y a todos los ciudadanos. Lo acabamos de ver en el episodio de la UNAM. ¡Cuánto nos falta para crear una cultura de la legalidad, del respeto a los otros, de prácticas democráticas! No la tenemos... 


C.C.P.- ¿Tiene algo que ver con esa cultura democrática el afán de cada grupo social que quiere constituirse y ser tratado como excepción frente a la ley? 

C.F.- Nada. Esa pretensión tiene que ver con la cultura corporativa. Somos un país que parece inventado por Max Weber. Seguimos asociados con la política de la revolución y con la política de Lázaro Cárdenas, quien creó -para salvar al país del cacicazgo y del caudillismo- el Estado corporativo en el que seguimos viviendo. Aprendimos a ver el mundo desde el punto de vista corporativo, de los intereses de las corporaciones. Y esto tiene que acabar. Tenemos que ser un país de ciudadanos, de organizaciones que no dependen del Estado ni de los intereses “casillables”: el del empresariado, el del sindicato... 

C.C.P.- Estás en Mérida. ¿Qué significa esta ciudad, orgullosa Capital Americana de la Cultura por un año, o modesta reina por un día, para Carlos Fuentes? 


C.F.- Mérida es una parte de mi patria, una parte de mi país, una parte de América Latina. Es también una parte del Caribe, de ese punto de encuentro de las corrientes culturales que van y vienen desde el Mediterráneo hasta este mar Caribe. Mérida es un receptor y un emisor. Envía desde el Caribe la cultura mexicana al Mediterráneo, y recibe la cultura del Mediterráneo en el Caribe mexicano. Esto tiene que ver con la cultura y las diferencias culturales, tal como yo las entiendo: como encuentro y no como aislamiento, como ampliación de horizontes. 


C.C.P.- El sur de México, Carlos, parece ser la región mexicana menos moderna en todos sentidos. ¿Cómo incoporarla al progreso cultural, social, económico y político de que ya gozan otras regiones del país? 

C.F.- Creo que mientras persistan los rezagos y la pobreza que caracterizan a este segundo México, será muy difícil que florezca una cultura democrática moderna. Esto nos deja fracturados como país, en dos Méxicos. Es lo que los brasileños llaman “Belindia” -mezcla de Bélgica y la India-... Pero ¿por cuánto tiempo pueden coexistir Bélgica e India? Tenemos un norte del país que mal que bien se está desarrollando, se relaciona con los Estados Unidos, crea empleos y permite abrigar esperanzas. Tenemos un sur que padece estancamientos que sólo pueden superarse mediante cambios políticos, sociales y culturales que le den base a una sociedad moderna que no sacrifique su tradición. Yo pienso en una modernidad con tradición. Pero en tanto persistan sociedades sometidas a injusticias y caciquismos locales tan brutales, a oligarquías y ejércitos privados y matones sostenidos por el PRI, explotadoras del indígena y que, además, desperdician enormes riquezas naturales -como las de Chiapas-, esa democracia moderna es muy difícil que se pueda dar. 


C.C.P.- Eres el orador inaugural de una serie de mexicanos famosos que hablarán este año en Mérida... 

C.F.- Me siento muy honrado. Me he preparado con esmero y cuidado para estar a la altura de este honor que los meridanos me hacen y, según creo, tú tienes mucho que ver con él... Me he esforzado en prepararme para subir a la cima de la pirámide yucateca y desde allí ver la enorme riqueza de nuestras tradiciones y su vigencia. A veces, para hablar del otro lado de la moneda del atraso, nos topamos con una modernidad apresurada que olvida el pasado, que olvida la tradición y que por esto constantemente fracasa: porque se siente recién nacida, dueña de toda la sabiduría; en realidad, tiene un concepto del siglo XVIII, como de Voltaire: el mundo empieza con nosotros y todo el pasado es barbarie. Esto no es cierto... 

Lo que yo quiero decir en Mérida es que la verdadera modernidad se sostiene y sustenta en la tradición. 


C.C.P.- Has escrito que el pasado hay que imaginarlo y el futuro hay que recordarlo. Me parece que el pasado de que hablas no es tan imaginario, sino muy real... 

C.F.- Real, sí, pero que hay que imaginar. No es un pasado mostrenco. Es un pasado que, si no es objeto de nuestra imaginación, se nos vuelve pasado muerto. Esto los novelistas lo sabemos muy bien. No nos limitamos a los datos estadísticos de la llamada realidad. El novelista imagina una realidad del pasado para hacerla presente. El futuro lo recordamos porque ya se presentó en el pasado, donde están contenidos los gérmenes del futuro. No hay que hacer un gran esfuerzo para saber que lo que podemos ser es lo que ya hemos sido, pero también lo que hemos soñado, lo que hemos deseado. El deseo es un factor del pasado que nos permite adivinar el futuro. 


C.C.P.- Siento muy agustiniana tu visión del tiempo. San Agustín decía que el instante actual es presente de pasados, presente de presentes y presente de futuros... Actualizamos los pasados dignos de ser imitados, imaginamos los futuros que merecen ser soñados... 

C.F.- Coincidiría bastante con esa visión, que es también la de uno de los cuartetos de Elliot. Todo es presente. En el presente soñamos, en el presente imaginamos, en el presente deseamos, en el presente recordamos... 


C.C.P.- Los fundadores de tradiciones no miraron hacia atrás...

C.F.- Es una brillante paradoja... Tienen que mirar hacia adelante pero, aunque no lo quieran, vienen cargando el pasado. Y hay que tener cuidado con los proyectos “futurizables”: cuando se sienten autosuficientes, capaces de hacer promesas de felicidad y progreso inevitables -como los de Condorcet en el siglo XVIII, o los de Comte, que luego fueron los del XX-, ya sabemos en qué terminan: en la ceguera. En eso que decía Gide: “No creer en el demonio es darle todas las oportunidades”. Al siglo XX, fue lo que le sucedió: creyó en las promesas del progreso y la felicidad inevitables hechas en el XVIII, y acabamos en Auschwitz. Hoy, con la desaparición del enemigo totalitario comunista, el mundo capitalista se siente autorizado a monopolizar la promesa del futuro, la idea de la felicidad y la de los medios para alcanzarlos. Esto podría conducirnos al capitalismo autoritario como el que vemos en China... 


C.C.P.- ¿Al leninismo de mercado?
C.F.- Sí.


C.C.P.- Carlos, ¿dónde está el diablo ahora que lo necesitamos?

C.F.- Está sobre todo en nuestra incapacidad para reconocer al otro. Para mí, esto es lo diabólico: encerrarse en uno mismo y no reconocer la existencia de los demás. Sartre decía que “el infierno son los otros”. Yo creo que es al revés: los otros son el cielo. Los otros son el único paraíso que tenemos. 


Muchos años de amistad unían a Carlos Castillo Peraza con el entonces director y fundador de La Revista Peninsular (www.larevista.com.mx), Eduardo Menéndez, publicación de la Península yucateca. Esta entrevista, aparecida en ese semanario en el año 2000 y no recopilada en ninguna de las antologías de Castillo Peraza, motivó la llamada de Rodrigo Menéndez, hijo de Eduardo y gran amigo, quien me solicitó el archivo original para incluirla como homenaje a Carlos Fuentes en el siguiente número de La Revista. Acudí al archivo de Castillo Peraza y ahí estaba, a la espera de ojos nuevos y memoria renovada. La comparto, tal como aparece en el documento de word, en este espacio...

miércoles, 2 de mayo de 2012

The Wall, atemporal



Un par de días después y aún llegan a la memoria, como olas, acordes, imágenes, frases, todo revuelto, incapaz la razón de poner cada cosa en su sitio y entender que sí, que entre los 50 mil asistentes al espectáculo de Roger Waters, estuvo la voz propia sumándose a los coros, al estremecimiento, a la sensación de atestiguar un espectáculo mítico y fundacional de la música del mundo.

Desde su estreno, a finales de los setenta, el montaje demuestra cómo la tecnología es una herramienta que, en manos expertas y duchas, puede transportar los sentidos hasta regiones indescriptibles, en una época en la que es complejo impresionarse porque todo parece haberse escrito, dicho y visto con antelación; son muchos los medios en que The Wall ha aparecido ya: vhs, cd, dvd, blue ray, y pocos los ojos y los oídos que no conocen al menos el "main soundtrack": Another brick in the wall, parte segunda. 

No obstante, todo parecía recién hecho, innovador, soprendente incluso para quienes concíamos y coleccionamos las diversas versiones, la de Londres, la de Berlín en 1990 y otras tantas apócrifas que nos regalan aficionados que con cámara amateur a escondidas registran algún fragmento. No creí que el show de este año fuese muy distinto a cualquiera de los anteriores, pero así como un estúpdio nunca decepciona, porque siempre puede ser más estúpido, un artista tampoco lo hará, pues siempre puede aportar otro rasgo de talento a lo que ya de por sí parecía insuperable.



El escenario aparecía como ya se había visto, pero las proporciones son imperceptibles en la pantalla. Malo para el cálculo como soy, debían ser unos ochenta metros de pared blanca, casi la extensión de la base del Foro Sol, telón de fondo para que la figura de Waters pareciera diminuta incluso para los asientos más próximos al escenario. Los juegos de luces y sombras daban al hombre dimensiones desproporcionadas, transformaban la silueta, las pantallas permitían apreciar el mínimo detalle, las proyecciones, algunas conocidas, otras novedosas, con la calidad de imagen que sólo alcanza una producción que sabe su sitio histórico y quiere, inconforme y ambiciosa, seguir trascendiendo en el tiempo. 

Y así, entre pirotecnia de inicio, niños que sumaban sus voces a los coros y un sonido que desobedece las leyes de la acústica y es capaz de no perder un ápice de calidad incluso a cielo abierto, transcurrían las primeras piezas del disco, en el orden establecido en el original. Llegó Mother, y la dedicatoria del concierto llena de crítica a la violencia, a la muerte injusta, al dolor que no se evita y lastima tanto a quienes lo padecen y como a quienes lo atestiguan en la distancia con síntomas de indignación, coraje e impotencia.

Los tradicionales aviones que arrojaban bombas en la versión original cambiaron su mortífera carga por signos de las tres grandes religiones, logotipos de las principales marcas comerciales y otros grandes causantes de injusticia en la actualidad. Las flores que se transforman en una lucha mortífera recordaban que hay imágenes que ya habitan en la memoria colectiva de la música y así, hasta el intermedio, cuando la pared se llenó de "fichas" de desaparecidos en todo el mundo. A una recreación de la violencia que en un principio fue una crítica de la segunda guerra mundial, se sumaban las matanzas, los genocidios y los ultrajes a la vida posteriores, recientes, que parecieran dar razón a Hegel y su teoría de la guerra.



En lo personal, la segunda parte del espectáculo, en cuanto a los temas musicales, es mi favorita. Hey You, Nobody Home y Bring the Boys Back Home, que al sonido del tambor y los clarines, emulando una marcha militar, es un grito desgarrado que ya no pide ni exige sino que más bien ruega el regreso de quienes parten a matar y a ser asesinados, con una carga emotiva capaz de arrancar lágrimas donde se mezclan el coraje, la indignación y la esperanza. 

El tradicional globo de un cerdo rosa que ahora es jabalí negro estampado de grafitti y signos de muerte; los acordes de Confortably Numb y su letra que busca ser consuelo ante lo inevitable; la emulación del fascismo con sus símbolos, sus poses y sus atavíos, la violencia intrínseca en la música de Run like Hell, el juicio con sus personajes, ya no globos pero sí proyecciones que impresionan por igual a una cultura mucho más "digitalizada" que la que vio The Wall por primera vez; el personaje maltrecho, apesadumbrado, relegado a un rincón, condenado por maestro, madre, esposa y sociedad... Todo acorde con lo establecido, hasta el grito estridente y que llenó el estadio, exigiendo que cayera el muro, y que termina con la explosión que hace caer los ladrillos de la zona central del escenario.


Y el añadido que llegó con los años: el tema final ya con un dejo de esperanza, de consuelo, de libertad... Ni un encore, ni una imagen más, sólo la presentación de los músicos que caminaban uno por uno, en fila, hacia una escalera por la que desaparecían, llevándose la emoción del público que sólo entonces cae en la cuenta de haber sido parte de la música que acompañó la segund amitad del siglo XX, y que hasta el día de hoy sigue reclamando su lugar, insustituible, irremplazable, porque hay música que sin decirlo nos habla desde otro tiempo y perdura porque es capaz de seguir reflejando el sentir de su época. 

Y eso, al final, es The Wall, un espectáculo que perdura en el tiempo. Más sublime y soberbio de cualquiera de los que haya visto. Muy probablemente el más ambicioso que vaya a ver.  


(Fotografías: Claudia Villa)