viernes, 19 de julio de 2013

Julio Cortázar o la música del lenguaje


La aparición de la novela Rayuela del argentino Julio Cortázar marcó un hito para la literatura en castellano, en una época –principios de los años sesenta– de por sí fértil para las letras del continente, que ya contaba con los nombres de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes reunidos bajo lo que por esos años se llamó el boom latinoamericano.

Rayuela cumple en 2013 medio siglo de haber sido publicada, y la efeméride resulta óptima para recordar que es posible romper moldes establecidos, que la vida y la literatura pueden entrelazarse para dejar que la poesía irrumpa con su dosis de imaginación y realidad entremezcladas, sin otra finalidad que enriquecer la existencia de quien asume las consecuencias y las cimas del ser que aún se deja impresionar.

Hallar el asombro en lo cotidiano y dejar que el día a día se transforme por obra y magia de los sentidos despiertos, avispados, dispuestos a la sorpresa de una rutina que deja de serlo en el momento en el que se entiende que la realidad es cambiante y que basta estar dispuesto a captarla en todo su esplendor para romper con el hábito y la costumbre. Poner la razón ahí donde habita el sinsentido y dejar que el absurdo se deleite con la lógica “estricta y pulimentada”…




Cortázar fue capaz de abrir una ventana ahí donde los moldes parecían eternos e incorporar un elemento distintivo a su lenguaje: la música que prescinde de partituras y abre paso a la improvisación, no anárquica ni caótica sino por el contrario: la del intérprete dotado del conocimiento que dan horas de ensayos, pero dispuesto a hacer a un lado la teoría para que el azar establezca unas reglas donde el silencio es significado, donde una coma o una puntuación precisa generan la pausa o la continuación exactas, donde incluso el orden de las ideas puede alterar el curso natural del pensamiento para dejar pasar párrafos que en apariencia no tienen relación con el tema pero que, si se mira bien, potencian y multiplican los significados.

La suma de John Cage, de Stravisnki, de Schönberg, de Charlie Parker y de Louis Arsmtrong que toma por asalto las páginas de una obra que narra la existencia de Oliveira y la Maga por un Paris donde las calles, los puentes, los cafés o las buhardillas del Barrio Latino son escenarios de encuentros y pérdidas, de reflexión existencial y arrebato romántico (en el sentido histórico-literario del término), de amistad y complicidad o de personajes tan ideales que se corre el riesgo de caer en el abismo que da fin a Rayuela, para dejarse arrastrar a un idilio del que no se sale inmune.

Un ejemplo de esa musicalidad referida es la del péndulo, que va y viene acompasado por el ritmo de las palabras (se sugiere leer el siguiente párrafo de manera pausada, en voz alta, como se escucha un disco del que quieren extraerse las notas precisas y el sonido exacto de cada instrumento):

“Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, las cosquillas, la ética”.



Así es la obra de Cortázar: un juego que se ejerce con la seriedad de la infancia y que no permite falsedad ni simulación; por el contrario, exige la solemnidad de quien entra en lo lúdico como en un ritual o una ceremonia, dispuesto, abierto y aprehensivo para que lo que ocurra en ese terreno blando de la imaginación –pero firme del espacio del juego– se convierta en una realidad momentánea.

La tentación implícita es la de permanecer en el patio de juegos y no regresar jamás. La posibilidad abierta es la de incorporar a lo cotidiano esa dosis de absurdo y permitir su irrupción cuando el exceso de rigor intelectual lo exija. La certeza es que hay lecturas que permiten –si el lector lo desea o aún es capaz de dejarse llevar, claro está– cambiar para siempre el modo de entender la vida… A Rayuela y a la música hay que darles esa oportunidad.





jueves, 11 de julio de 2013

Defender al peatón desde el automóvil



...Y de pronto, al diputado, al asambleísta, al respresentante popular se le ocurre abrir la ventanilla del automóvil, observar el entorno que le rodea y descubrir a una subespecie de la ciudad en que habita: el peatón, ese ser que por carencia o por gusto viaja en transporte público, camina por las banquetas, cruza por las esquinas y enfrenta a diario la jungla urbana con su habitual fauna de conductores.

Lo mira con azoro, quizá sorpendido por su condición vulnerable y se angustia por los padecimientos que constata entre una parte de sus representados: la falta de educación vial de los automovilistas, la mala calidad de las banquetas, los cruces peligrosos, los semáforos descompuestos, los puentes peatonales mal ubicados, el comercio informal que obliga a caminar por el llamado "arroyo vial", los coches que invaden las banquetas y obstaculizan las rampas para discapacitados, casi siempre al amparo de alguna patrulla de policía que con estoica actitud ignora cualquier falta que impela a sus tripulantes a una persecución, una multa o simplemente a hacer cumplir la ley.

En un golpe de conciencia, y con la altura de miras que distingue a quien busca un tema con el cual destacarse entre sus congéneres legisladores, el representante iluminado por esos descubrimientos decide asumir como suya la causa de los peatones. Pide a su chofer, para realizar una auténtica actividad de campo, hacer un recorrido por las colonias y barrios de la demarcación que le eligió para defender sus intereses en la tribuna (o que le tocó por esa compleja aritmética de la representación proporcional), o quizá sea él mismo quien lo haga, a bordo de su vehículo, con ojo atento y mirada escrutadora, sensible ante la injusticia descubierta y ante la que sólo queda actuar.

Seguriá entonces la organización: sumar a su causa a otros colegas, convocar a la prensa, "subir el tema" y "calentrar el ambiente" para sensibilizar al público elector. Llegará luego una propuesta de ley, el cabildeo legisaltivo, quizá la realización de foros donde se incluya a otros actores relacionados con lo que pasa ya a llamarse "movilidad urbana" o algún epítome similar, en los que invariablemente se harán llamados a mejorar el transporte público, a considerar los derechos de los peatones; incluso puede pasar que quien encabeza estos loables y nobles esfuerzos deje por unos días el automóvil, aparezca en periódicos y noticieros jugándose la vida al cruzar una calle, eso sí, rodeado de acompañantes que mermaran la posibilidad del riesgo bajo el grito de "nos somos machos pero somos muchos". 



Al terminar el día o el ejercicio en cuestión, el asambleísta dormirá tranquilo a sabiendas de que dio voz a quienes no la tienen, de que despertó la "conciencia social" de los habitantes de la ciudad, de que independientemente de en qué termine la faramalla legal, él ya constribuyó con su grano de arena al historial de las iniciativas presentadas en su Congreso local... Descansará, pues, de largas jornada bajo el rayo del sol –la lluvia espanta a la prensa, por lo que ninguna actividad se realizará bajo sus aguas–, tras recorridos de esquina a esquina, tal vez con alguna suerte de "atlas" de cruceros peligrosos como resultado, e invariablemente, con las redes sociales plagadas de fotografías en las que aparece con el rostro adusto, marcado por la preocupación y la angustia frente a lo que día a día viven sus conciudadanos, pero con el sueño de los justos que por unas semanas abandonan su cumbre para demostrar a propios y ajenos que trabajan por su comunidad.

Mientras tanto, y seguramente por mucho tiempo, las cosas seguirán igual, tomando esa ruta en la que una buena idea se topa no sólo con los enredos propios de toda legislación, sino también con la oposición de algunos, con el desinterés de muchos y hasta con el abandono por parte del diputado que para estas alturas ya habrá encontrado un tema que le otorgue mayores réditos electorales, y como el tiempo hacia el siguiente cargo es lineal, no valdría la pena regresar al pasado. 

Por ejemplo: el cruce de Centenario y Churubusco no dejará de representar un peligro para el peatón, que puede esperar cuatro o cinco cambios de semáforo antes de que algún automovilista se apiade y le permita pasar, a él o a los que se acumulan y que ante el hartazgo se arrojan a la calle para demostrar su fuerza frente a los vehículos que dan vuelta a la izquierda; el puente de Churubusco a la altura de Gómez Farías, de igual modo, seguirá terminando –o empezando, depende de dónde venga vd.– justo antes de la entrada por la que los coches acceden a Churubusco, de tal suerte que también habrá que esperar la gentileza de los conductores par allegar hasta la banqueta.

En el mismo cruce, justo en la esquina con el panteón de Xoco, alguna vez me tocó atravesar y toparme, ocupando el área por donde andan los peatones, dos autmóviles de esos que con la intención de aventajar unos metros su camino, se quedan sin cruzar y entorpecen el paso asignado a los viandantes. Al llegar a donde se encontraba el primero –un taxista–, le solicité si era posible que retrocediera unos centímetros, para poder así seguir por donde dicta la norma; el sujeto, amable, asintió desde su puesto de piloto, ofreció una mueca de disculpa y se echó en reversa. El siguiente automóvil, de lujo, lo tripulaba una mujer joven que ante la misma solictud abrió la ventanilla, me insultó y me conminó a no meterme en sus asuntos... Por supuesto, no movió el coché ni un milímetro. 

Otro padecimiento común de los peatones son los topes, porque cualquiera que va a travesar por donde hay uno, esperaría que los coches se detuvieran o, al menos, redujeran la velocidad lo suficiente para permitir el paso libre. En cambio, esos obstáculos propios de nuestras esquinas se convierten para algunos en rampas que parecieran incentivar a que los conductores aceleren para ver si despegan del piso algunos metros y son capaces de proyectarse hacia "el infinito y más allá". Caso similar es el de quienes se estacionan en las esquinas, pegados defensa con defensa, sin permitir un espacio mínimo para que el peatón pueda acceder a la banqueta, ante lo cual, en lo personal, he optado por pasar por encima de los parachoques como si se tratara de un escalón. 



Entre esas soluciones drásticas que suelen tomarse para convivir con los automóviles (el escalón, el aventarse a atravesar cuando los coches que dan vuelta no permiten el paso, o solicitar a los automovilistas un espacio para pasar), un día se me ocurrió cargar con un altavoz, de tal suerte que cuando un conductor cometa una ilegalidad –de esas que por mínimas ningún policía castiga–, sea yo mismo quien exhiba sus tropelías al público en derredor, con el instrumento ese que de buena gana servirá para generar un escarnio público. Nunca lo he llevado a la práctica, más por el miedo a que el evidenciado esté armado o sea violento, que por ganas.

Claro está que como peatón se agradece que de vez en cuando alguien voltee a ver a quienes a diario, a todas horas, exponen su vida o su seguridad en una ciudad que hace poco por quienes caminan sus banquetas: se agradece la intención, pero es difícil en verdad creer que esta apología será constante cuando a la vuelta de la esquina o estacionado en casa, como medio de subsistencia, espera el automóvil del defensor ocasional listo para ser abordado, y que aquello fue sólo un experimento que tomó las calles como laboratorio, al peatón como bandera y a la siguiente elección como móvil principal.