domingo, 31 de agosto de 2014

Presentación de Cartas a un joven panista / XXVII aniversario de Acción Juvenil


Palabras pronunciadas en el marco del XXVII aniversario de la Secretaría Nacional de Acción Juvenil, el pasado 21 de febrero de 2014, en las instalaciones del Comité Ejecutivo Nacional del PAN.
   
Hay muchos responsables de que un libro vea la luz.

A veces son tantos, que la labor del autor queda un poco relegada, incluso hasta opacada, por la dedicación que imprimen al esfuerzo editorial gente que normalmente queda en el anonimato, y de la que hoy quiero hablar en primer lugar.

Porque en lo personal, creo que presentar un libro es también agradecer: por principio, a la Fundación Rafael Preciado Hernández y a su director, Juan Molinar, que creyeron e impulsaron esta edición.

Para quienes nos dedicamos a hacer libros –ya sea a editarlos o a escribirlos– contar con un respaldo como el que he recibido en los últimos meses de su parte, es no sólo un aliciente sino, además, un reto que se asume con gusto, con entusiasmo y con dedicación.

No puedo dejar de mencionar a Juan Pablo Adame, quien como podrán leer en las primeras páginas, vio nacer este proyecto e impulsó hace un año su publicación: muchas veces, encontrar a quien crea en las ideas propias y además se esmere por verlas hechas libro, no es sencillo, y en Juan Pablo, además de esto, yo he encontrado algo más valioso: amistad.

Por supuesto, muchas gracias al Presidente Gustavo Madero, porque un partido político que no dedica una parte de su esfuerzo a promover y difundir la creación y generación de ideas, es un partido que tarde o temprano perderá el único elemento que trasciende derrotas y victorias, es decir, su esencia, que es también su doctrina, y espacios como los que hoy nos reúnen son, sin duda, semilleros que aseguran el presente y el futuro de este gran legado nuestro que hoy nos toca cuidar, y que es Acción Nacional.

Es un gusto, pues, estar aquí con ustedes.

Es también un honor haber sido considerado para este vigésimo séptimo aniversario de Acción Juvenil.

Porque a mi no me tocó vivir el juvenil más que de manera indirecta: conocí a grandes cuadros, a jóvenes entusiastas, a chavas y chavos de todo el país que ya fuera en campañas, en eventos, en asambleas o en convenciones a las que acudí acompañando ocasionalmente a mi padre, siempre imprimían una energía y una pasión de las que terminan haciendo que el esfuerzo se traduzca en éxitos personales y profesionales.

Así que también quiero agradecer a quienes hoy nos acompañan y que pueden vanagloriarse, con ese tono de orgullo en la voz que quizá ustedes no noten, pero que se nota, cuando dicen “hecho en Acción Juvenil”.

Por último, quiero destacar el trabajo de Everardo Padilla, que es en gran medida el responsable, culpable si ustedes quieren, de que estemos hoy aquí. Porque hay muchos modos de llegar a un aniversario, no todos necesariamente honrosos.  Así que yo celebro el trabajo de Ever porque ha logrado que ese lema tan profundo de “dar a la Patria esperanza presente”, vuelva a cobrar en nuestros días una vigencia y una actualidad que muchos extrañábamos, y que es sin duda motivo para celebrar, para celebrar en grande.

Conmemoramos pues, estimado Ever, un festejo que más allá del cumpleaños, celebra el esfuerzo cotidiano de la Secretaría que encabezas desde los últimos seis meses.

Quiero detenerme un momento en eso que mencioné líneas arriba, eso de que yo no milité en Acción Juvenil, ante lo cual cabe preguntarse porqué alguien que no fue parte de un movimiento se decida a escribir un libro como este que presentamos, “Cartas a un joven panista”, dirigido sobre a todo a jóvenes, pero en el que a mi entender también los “adultos” pueden hallar algún valor.

Yo conocí el juvenil gracias a Claudia, quien con generosidad me acercó a muchos jóvenes con los que en los últimos años he compartido sueños, logros, frustraciones y hasta corajes. Jóvenes que me relataron anécdotas, que me contaron de su paso por la SNAJ, que me confiaron sus experiencias y que me recibieron con un cariño y un aprecio entrañables.

Y escuchar todo eso me hizo sentir envidia. Envidia por la unidad y el sentido de equipo que viven y sienten incluso al no ser parte ya del juvenil.

Envidia, porque mientras ellos me relataban cómo conocieron a Fox, cómo persiguieron a Felipe para tomarse una foto, cómo pintaron bardas y repartieron volantes, cómo vivieron sus primeras experiencias en una campaña, cómo ganaron su primera elección interna o cómo organizaron alguna asamblea, yo sólo podía escuchar y asentir.

A mi me faltó ese paso por el Juvenil que ustedes tienen la gran fortuna de vivir.

Fortuna que no es simplemente resultado de un azar, sino fortuna buscada voluntariamente, abrazada con convicción, de manera libre y decidida.

Fortuna de participar en la política para servir a miles de mexicanos que esperan de ustedes altura de miras, responsabilidad, servicio, vocación y dedicación entregada y comprometida.

Fue entonces, luego de conocer a muchos de los amigos que hoy están aquí, que me animé a buscar un modo de llamar a nuevos jóvenes y, en su caso, de recordarle a otros tantos, la trascendencia que significa participar en un partido como es, ha sido y debe seguir siendo el PAN: rico en ideas, profundo en reflexiones, efectivo en la acción, abierto y generoso.

De igual modo, también aproveché para escribir sobre los defectos que fui encontrando, pero siempre animado porque esos errores se detecten, se señalen y se corrijan. Toda institución que prescinde de la autocrítica termina en una autocomplacencia que apunta al conformismo y a la mediocridad.

Y así, con esta historia y esta intención que les relato, fueron naciendo estas Cartas a un joven panista, que son, en síntesis, un recorrido por la historia del PAN, pero no un recorrido enciclopédico sino, por el contrario, un camino en el que lo que busca destacarse es el espíritu que anima cada etapa que ha vivido nuestro partido.

Por espíritu me refiero a algo que, irónicamente, entendí en su inmensa trascendencia hace unos días, luego de escuchar a un amigo venezolano hablar, impresionado, de la tenacidad panista que, a pesar de sufrir el atropello, la injusticia y el abuso por parte de un régimen durante más de 50 años, supo mantenerse en una lucha en la que la victoria o la derrota no importaban, en la que no importaba empezar cada vez de cero, una duda que ese amigo no dudó en llamar “heroica”.

Una lucha que es admirada y reconocida por muchos allende nuestras fronteras y que, al final, a nosotros nos tocó vivir, y que es el nacimiento de un México de instituciones donde la pluralidad y la diversidad son valores y no obstáculos, un México que poco a poco va caminando hacia su plenitud democrática, un México, y que esto no se nos olvide, que no puede entenderse sin el trabajo de Acción Nacional.

Ese espíritu es la línea que conduce este libro y para nosotros, me parece, lleva el nombre de mística.

Y ese amigo venezolano está por estas horas aterrizando en Caracas, dispuesto, junto a muchos otros, a enfrentarse un régimen asesino, a luchar por aquello que nosotros hoy gozamos, a alzar la voz como sólo los jóvenes sabemos alzarla, a llamar cobarde al que manda a grupos armados a masacrar a la población indefensa, a llamar corrupto al que permitió que la democracia perdiera su valor y fuera sustituida por un régimen cercano al totalitarismo, a llamar dictador y populista al que se hace del poder por medio de las elecciones y utiliza de manera ilegal ese poder para perpetrarse, a costa de lo que sea, en el gobierno.

Para soportar eso, amigas y amigos, sólo el espíritu, la mística, la certeza de que hay un fin superior en cada sacrificio, en cada riesgo asumido, en cada batalla emprendida.

Y para valorar lo que hoy tenemos en nuestro México, y bien ciertos de todo lo que aún falta por alcanzar, sólo el conocimiento de esta historia panista, sólo la certeza de que lo hecho por otros en el pasado es lo que hace posible que hoy estemos aquí.

Cartas a un joven panista, al igual que muchos otros libros editados por la Fundación Rafael Preciado Hernández, pretende recuperar ese pasado, leerlo a la luz de nuestro presente y proyectarlo a un futuro cuyo nombre es el de cada uno de ustedes. Un futuro que se llama Acción Juvenil.


Muchas gracias.

jueves, 28 de agosto de 2014

Instrucciones para recordar a Julio



No sé cuánto debo a Cortázar: sería imposible cuantificarlo y quizá una afrenta a lo que de su obra aprendí. 

Me queda claro que ahora lo encuentro sin buscarlo, a veces en muchas partes y sin cesar, otras por accidente: en lo propio, en los escritos ajenos: hace poco leí una novela donde juré que a cada tantas páginas algo había de referencia, de copia, de plagio, de préstamo de su obra.

Sus libros me asaltan como esos recuerdos que irrumpen y se instalan durante un rato, para luego volver a ese lugar de la memoria donde duermen las cosas que sólo un catalizador accidental activa.

Hace unos días cumplió 100 años. 

Lo registré por las redes sociales pero me dio pereza leer las frases, los fragmentos, los análisis sesudos o los francamente lugar común que aparecían a cada instante, en muros y otras formas de la expresión de nuestro tiempo, lejanos a las pintas callejeras y muy cerca de la fugacidad virtual.

Parecía como si todo fuera una repetición de lo que ya se ha dicho, de lo que ya he leído, de lo que durante años de entregarme a su obra registré, subrayé, anoté, compartí o guardé para mí. 

Ahí andaban los cronopios, elogiados por tantos y tantos famas que seguro él se partiría de risa. El capítulo 68, el 7, de la desesperante muerte de Rocamadour que todos saben menos su madre –y nadie se atreve a señalar.

También aparecieron los clochards, el jazz, las fotos con trompeta y con Teodoro, algún verso ocasional, lo real maravilloso, la Maga, la política inocente y crédula del hombre nuevo, los puentes, París.

Cuando se extendía el análisis, Poe y Yourcenar alcanzaban a ser referencia; lo mismo las anguilas y el observatorio de Jaipur, el romanticismo y Keats, los tres volúmenes de cartas que ahora son cinco.

Cuando el nivel bajaba, los expertos de ocasión se abanderaban en términos como "abstracto", "túneles" "laberinto" y "juego" para arrojarse al abismo de lo que creen hallazgo y es sólo muestra exponencial de la ignorancia propia.

¿Importa en verdad el juicio? 

¿Importa señalar la importancia de que el juicio resulte trascendente? 

Vale poco / nada la respuesta. 

La mejor lección después de tanto: que en el minúsculo acto de ir al quiosco de la esquina a comprar el periódico se juega uno la vida, o mejor te quedas a salvo, en "el ladrillo de cristal" de las certezas cómodas.

Y puntocom (Gil Gamés dixit).


martes, 8 de julio de 2014

El arte que salva (de la muerte y de la vida)



El juego de palabras que bautiza a Los Living (Anagrama, 2012), de Martín Caparrós, es también un reflejo claro del tono en que esta novela narra la vida, desde antes de nacer, de un joven que, como coincidencia, llega al mundo el día de la muerte de Juan Domingo Perón, en julio de 1974.

Sarcasmo, humor negro, la tendencia a hacer de la propia existencia un retrato que, desde la naturalidad de quien va tejiendo el relato, no pretende ni intenta generar sensación alguna sino, por el contrario, matiza con lo que en ocasiones cae en el tedio las andanzas particulares de Nito, huérfano desde pequeño, existencia estrangulada por una madre que busca compañía frente al televisor, en medio de un país que se convulsiona, se sacude y mira exaltado cómo sus gobernantes saquean, maladministran y huyen, reflejo idóneo de la propia sociedad.

El juego narrativo que utiliza Caparrós entremezcla el recorrido de una vida con la escena que será el clímax de la novela: la planeación de un montaje artístico con el que un creador desquiciado busca alcanzar fama, y que consiste en provocar que los muertos dejen de ser escondidos en tumbas o cremados para convertirlos en presencias constantes, embalsamados, protagonistas más allá de la vida entre sus propias familias, instalados en la sala de cada hogar; es aquí donde sale a relucir, precisamente el juego que nombra a la novela. Living, nombre común que en Argentina se usa para la estancia, y vocablo inglés que significa algo así como vivientes.

Nito será el cauce para develar el misterio que envuelve a un pueblo. La aparición durante varias semanas de cadáveres elegantemente ataviados en plazas y sitios públicos pasa de ser excepción a convertirse en cotilleo social. Las preguntas de quiénes son, quién los puso ahí, cuál es la intención del autor de tan macabra idea se formulan y no adquieren respuesta hasta que, en un evento al que son invitados los miembros más ilustres de la vida pública, aparece el muchacho que es ya una figura pública de la marginalidad.

Su fama se construye de una manera más aterradora aún. La influencia de un pastor de iglesia moderna lo lleva a convertirse en la figura más destacada de una comunidad de fieles, urdida y construida sobre el miedo a la muerte que fomentan Nito y su mentor. La estrategia consiste es enviar una misiva a la “víctima” describiendo el escenario de su agonía y su final, sembrar la duda existencial ante vidas acomodadas y complacientes, mover el suelo de quienes pareciera han decidido dormirse en la molicie de la rutina; meses después, el muchacho aparece ofreciendo la solución de la iglesia, el consuelo protector de encomendarse al Creador, la posibilidad no de revertir el destino sino, más bien, de congraciarse con lo divino para hacer del tránsito una experiencia para la que ya hay una preparación previa.

Como estrella de esa feligresía, Nito supera a su maestro y comienza a aparecer en televisión, a ser un rostro conocido y respetado, a gozar de las dádivas de su comunidad que le permiten llevar una vida que si bien debe ser discreta para guardar apariencias, está acompañada de un protagonismo que enciende las alertas de la Iglesia católica, preocupada por la pérdida de creyentes y el auge de la nueva fe. Tras un incidente trágico en el templo, Nito conoce a aquel artista que lo esconderá, lo aislará de la sociedad mientras realiza los preparativos para su vuelta, lo que a su vez será un troque de las concepciones y convencionalismos de la muerte y la vida, con esos cadáveres que comienzan a habitar los hogares a los que pertenecieron, que llevan a la quiebra a las empresas funerarias y que anuncian un tiempo nuevo para el hombre y su existencia.


La influencia de Cortázar es clara en Los Living, donde el absurdo se extiende hasta convertirse en cotidianidad, siempre anclado en la realidad pero dispuesto a extender sus límites hasta donde sólo llega la literatura. Hay también ecos de Rodrigo Fresán, de la música argentina de los años setenta y ochenta, y de esos laberintos que Borges exploró y habitó con maestría pero sin capacidad de regreso. Caparrós logra esa vuelta afortunada: el argumento fantástico se instala de manera natural, sin forzarse y como si cada detalle de la vida de sus personajes fuese un paso encaminado hacia el derrumbe de los esquemas preconcebidos, sin buscarlo ni desearlo aquéllos, pero siempre con ese aire de que el cambio, en cualquier momento, llegará.  

miércoles, 4 de junio de 2014

Este libro que leo, ¿es o no literatura?


La modernidad, distinguida por la industrialización de los procesos de producción, hizo que la literatura alcanzara una difusión que, aunada a la mayor alfabetización, llevó a que tanto el público como los autores se multiplicaran y, por ende, llegaran incluso a masificarse a través de los distintos medios que aquélla utilizó para expandirse: desde los periódicos, a través de la novela por entregas, hasta los tirajes que aprovecharon el potencial de imprentas, rotativas y todo un sistema que dio origen a la llamada “industria del libro”.

Así, una práctica que durante siglos fue considerada como elitista, reservada sólo para algunos iniciados, debió entonces adaptarse para ser más accesible a través de nuevos argumentos, de historias que retrataban la cotidianidad, la vida de las ciudades, ya no los grandes salones donde se discutían temas filosóficos y sí, por el contrario, las andanzas de la calle, de lo que podríamos llamar gente común. De este cambio dan fe autores como Honoré de Balzac, Gustave Flaubert, Fiodor Dostoievski  y, en el extremo más radical, Charles Baudelaire.

Esa tendencia que arrancó y proliferó entre el siglo XVIII y el XIX llevó a que en el XX surgieran una enorme cantidad de obras que, sin participar propiamente de lo que es llamado Literatura (en mayúscula, por ser una de las bellas artes), le compitieran a ésta en cuanto a públicos, fama y popularidad, hasta el punto de confundirse qué es y qué no es literatura. Es decir, una obra como, digamos, El código Da Vinci, de Dan Brown, o como Cincuenta sombras de Grey, de E.L. James, ¿caben en la definición de una bella arte?, o, por el contrario, ¿forman parte de un género distinto, literario, sí, pero con características diferentes?
         
Es importante, por principio, señalar pues esas diferencias entre uno y otro géneros, porque, en efecto, no son propiamente lo mismo. La razón: una novela breve de Fuentes como Aura goza de mayores atributos que, digamos, una de Paulo Coelho, por el simple echo del planteamiento del problema literario, es decir, por la estructura narrativa que el autor va tejiendo y por el modo en que los personajes aparecen en la historia. La estructura lineal, descriptiva, que nos ilustra un paisaje que podemos a su vez recrear con la imaginación, es sin duda inferior a aquella que a través de pinceladas sutiles, de claves que es necesario descifrar, de elementos dispersos que requieren un esfuerzo adicional del lector para unirse y dar vida a la obra, van componiendo una narración que, al final, o en medio, o incluso desde el principio, nos lleva a un conflicto que linda con lo universal, esto es, que es común a todos los seres humanos, que en su planteamiento y en su propia enunciación encierra, proyecta o devela un fragmento de la existencia del ser.

Esa característica es sin lugar a dudas la gran diferencia entre una y otra narración. La convivencia de ambos estilos se ha desarrollado desde, precisamente, el siglo XIX, y cabe incluir en el que llamaríamos “menor” a autores tan geniales como Julio Verne o Emilio Salgari, de entonces, y de nuestro tiempo, a otros como Arturo Pérez Reverte o a Ildefonso Falcones. Se insiste, no son libros malos, su objetivo es otro que el de, por decirlo de algún modo, provocar un choque existencial al lector, como podrían hacerlo un Albert Camus o un Michel Houellebecq, esto es, sacudir una certeza, destruir un prejuicio, sembrar una duda que asalta por la noche y lleva a poner en duda todo aquello que se daba por sentado. Se insiste, no es una superior a la otra; cumplen misiones distintas como lo hacen, por citar un ejemplo, el cine de Hollywood y el apodado “cine de arte”: ambos son cine, pero en uno la historia transcurre amena, sin otra intención que entretener o mostrar, y el otro exige un participación mucho más activa que la de mero espectador.

Kafka decía, palabras más, palabras menos, que la novela que él buscaba era aquella que destruía como un mazo en el hielo las certezas de la vida, y eso es válido, necesario para quien así lo considere, tan válido como no querer destruirse las certezas de la vida y simplemente sumergirse en una historia que nos arranque de la insoportable incomodidad de sólo tener una vida que vivir, para mostrarnos otros mundos y otras vidas posibles, parafraseando a Vargas Llosa; la diferencia entre ambos es importante pero, de todos modos, en un país como México, donde en promedio se lee medio libro al año “per cápita”, tanto una como otra son bienvenidas, necesarias, urgentes.


Siguiendo con las citas truqueadas, y modificando una del fotógrafo Manuel Álvarez Bravo: “no le de vueltas”, solamente lea.


sábado, 26 de abril de 2014

Gabriel García Márquez: el periodismo donde todo nació



La obra de García Márquez representa la cúspide más nombrada de una época, la del realismo mágico, la del llamado boom de la literatura latinoamericana, etapa célebre, quizá la mayor de las letras de un continente que supo elevar al plano de lo universal una serie de temáticas que retratan la particularidad de esta zona del planeta: un regionalismo peculiar, misterioso y ya abordado por Alejo Carpentier, aun con la carga barroca de la literatura que quiere abarcarlo y decirlo todo; una sociedad que poco a poco abandona lo rural para concentrarse en las ciudades, retratada en México por Carlos Fuentes, pero que aún mantiene un arraigo firme con sus orígenes y sus raíces; un entorno donde lo maravilloso y lo fantástico se proyectan como parte de la vida cotidiana de manera insólita, a veces perversa, tal como lo logra Cortázar en no pocos de sus cuentos…

Toda esa riqueza se da cita en cuentos, novelas y, también, crónicas y reportajes del Nobel de Literatura de 1982, con esa capacidad de conjuntar y conjugar la diversidad entera, vasta e inmensa de una región que Octavio Paz definió como una sola, encerrada en sí misma pero no limitada, capaz de mirar hacia el interior y que en los años sesenta del siglo XX ya empezaba a abrirse, sin perder su identidad y, por el contrario, enriqueciéndola en esa aspiración de llegar a ser parte activa de la cultura del mundo.

Para García Márquez y su generación (la de Vargas Llosa, la de Cabrera Infante, la de Donoso), la llegada a Europa, la salida del terruño se vuelve fundamental, y como muchos de sus contemporáneos, es el periodismo ese puente que funge como lugar de encuentro con el continente viejo; hay ya una semilla notoria en el adjetivo preciso, en la prosa musical donde no falta ni sobra una sola palabra, en los temas donde un acordeón, un estanquillo o una catedral son tratados como objetos que contienen toda la música, toda la historia y toda la magnificencia o la ruina de la humanidad, semilla que puede encontrarse en los cinco tomos de la Obra periodística, valiosa recopilación donde ya se esbozan el Relato de un náufrago, El coronel no tiene quien le escriba o la propia Cien años de soledad, libros que con su riqueza y su aspiración de trascendencia alcanzan a insertarse entre los grandes clásicos de la literatura.

Esa vena periodística también está presente en los temas históricos que aborda García Márquez, desde El otoño del patriarca y El general en su laberinto, que retoman la maldición dictatorial de América Latina, el primero, y la vida de Simón Bolívar, el segundo, hasta Noticia de un secuestro, retrato de la violencia que asoló a la sociedad colombiana durante la década de los noventa del siglo XX. Investigación, documentación, narrativa fluida y capaz de abrevar en los sucesos reales para construir una historia donde la imaginación va llenando los vacíos, da forma a la trama y delinea personajes que saltan de la realidad a la ficción pero jamás quedan insertos o atados a una u otra: capacidad para hilar sobre el pasado y dotarlo de una riqueza que sólo la literatura es capaz de recrear.

De manera paralela transcurren, por su parte, las grandes filias del colombiano, a veces injustificables, como la relación con la dictadura cubana y su apología del castrismo, a veces absurdas, como la diatriba con Vargas Llosa que, en su defensa del liberalismo, no dudó en señalar la incoherencia de un García Márquez “comprometido” con los últimos resquicios del socialismo más vetusto, a veces también enriquecedoras, como las adaptaciones cinematográficas de El amor en los tiempos de cólera y Del amor y otros demonios, esfuerzos plausibles por dar un rostro a aquellos personajes y situaciones que era terreno exclusivo de la imaginación del lector.

Polémico en ocasiones, grande por su narrativa, peculiar en su trato, anclado en México como una segunda patria, Gabriel García Márquez falleció el pasado 17 de abril en el Distrito Federal. Su partida deja un vacío en las letras latinoamericanas y su obra refleja un tiempo entrañable de la literatura del universal. Habitante de la fantasía, oriundo del periodismo. La novela como Patria, el reportaje como país natal.