jueves, 7 de marzo de 2013

Jueves altanero: A Venezuela, con cariño y preocupación...

Foto: abc.es

Lo conocí a mediados del año 2012, en la ciudad de México, un poco antes de concluir la campaña presidencial de la que el PRI resultaría gran triunfador. De nombre Carlos y con unos cincuenta años encima. Ocupación: asesor en campañas políticas. País de origen: Venezuela. 

Nos recibió a Claudia y a mi en un departamento cercano al Estadio Azul, del que a la mañana siguiente saldría rumbo al aeropuerto para incorporarse a la campaña de Henrique Capriles. Hablaba de su nación con esperanza, con preocupación y con augurios que aún arrojaban un dejo de anhelo frente a una oposición que crecía y cobraba una fuerza suficiente –suponía– para sacar a Hugo Chávez del poder por la vía democrática. 

Fue reservado en sus designios respecto del futuro de Venezuela y enfático acerca de lo que podría pasar en México si López Obrador llegaba al poder: los chavistas están aquí, apoyan esa campaña y al igual que lo hicieron en Bolivia o Ecuador, invierten recursos para fortalecer los proyectos que consideran afines al bolivarismo, dijo con el primer whisky en la mano, de los tres o cuatro que compartiríamos durante la velada.

El relato de la vida cotidiana en su natal Venezuela no era nada alentador. Habló de la enorme riqueza, fruto del petróleo, que alcanzaba para enviar apoyo a Cuba y recibir a cambio "respaldo formal" a un proyecto que llama socialismo a una mezcla entre autoritarismo, ilegalidad y populismo, pero que había sumido en la pobreza a su propio país, al punto de haber épocas en que la producción local de insumos ni siquiera alcanzaba para garantizar el abasto de productos básicos (este hecho confirmaba lo dicho meses atrás por Rodrigo Iván Cortés Jiménez, secretario de Relaciones Internacionales del CEN del PAN, a quien pude entrevistar tras su viaje a ese país como observador de elecciones intermedias).

Lo entusiasmaba el auge que cobraba la campaña del que llamó "un joven que pudo unir a las fracciones de la oposición en un solo proyecto político" que apuntaba, si no a derrotar al presidente que modificó la Constitución para perpetuarse en el poder, sí a mermar ese absolutismo que de ninguna manera era representativo de la mayoría de los venezolanos, y que como nunca contribuyó a dividir a la sociedad con esos mensajes simplistas que separan irresponsablemente a buenos y malos, y que tienden a llevar la opinión pública a extremos que no pocas veces lindan en la violencia y el encono social. 

Entre las estrategias del chavismo para mantenerse en el poder, habló de métodos que juegan con la esperanza de la gente: se rifa una casa donada por el presidente, quien gana la fidelidad del ganador y mantiene, con el anhelo de un futuro sorteo, la expectativa latente entre los habitantes del barrio de ser los futuros beneficiados del azar. Ellos aguardan entonces, sumisos y resignados, a que la suerte les sea favorable. De igual modo, señaló con angustia la existencia de milicias  populares armadas y entrenadas para enfrentar al siempre latente enemigo, los Estados Unidos de América, ante la posibilidad de  una invasión para derrocar al "generoso" líder que procura el bienestar de su pueblo.

La fórmula está construida y arraigada desde hace años: una amenaza latente + un lider que se esmera por proteger a su pueblo + recursos para callar los medios de información + una oposición dividida y con poca capacidad para enfrentar el derroche de recursos en favor del proyecto chavista + una sociedad bombardeada con propaganda oficial y que erige la figura de Chávez como benefactor y salvador de "las clases oprimidas por el imperialismo".

Capriles, como era de esperarse cuando el gobierno tiene ese control que asfixia la democracia y la libertad, y a pesar del optimismo de nuestro anfitrión –no me atreví esa vez a expresar mi pesimismo–, perdió las elecciones. Poco después, la salud de Hugo Chávez decayó hasta su muerte, el pasado 5 de marzo, dejando tras de sí un régimen que no transitará con facilidad a la democracia que un día tuvo y que, por la vía democrática, también perdió.

Recordé entonces un texto de mi padre: "Venezuela: el suicidio casi perfecto de una democracia imperfecta", que advertía sobre el peligro de que un ex militar golpista se erigiera como poder absoluto en esa nación. Lo copio a continuación, como moraleja de a dónde conduce la irresponsabilidad de quienes, ciegos por un poder pasajero, se duermen en el laurel de su momentánea ilusión. 

* * *



El suicidio casi perfecto de una democracia imperfecta 
Carlos Castillo Peraza 

Cuando Irene Sáez Conde le dio a Venezuela su primer cetro universal de belleza, en 1982, tenía 21 años y seguramente no pudo imaginar que dieciséis años después sería candidata a la Presidencia de la República. Ese año, Hugo Chávez Frías ocupó su tiempo en varios cursos de adiestramiento, posgrados de la Licencia en Ciencias y Artes Militares que obtuvo en 1975, y que culminaron con el Internacional de Guerras Políticas en 1988; quizá ya formaba parte de la Sociedad Patriótica, una logia en cuyo seno se ponía en tela de juicio la democracia venezolana desde los tempranos setentas, y de cuyas filas salieron quienes, con Chávez Frías a la cabeza, intentarían un golpe de Estado en 1992. El militar tampoco soñó aquel año que sería abanderado presidencial en 1998. 

¿Cómo fue que una inocua Miss Universo y un peligroso oficial golpista llegaron a las cumbres políticas donde ahora están en la nación que, desde el Pacto de Punto Fijo que acabó con la dictadura castrense en 1958 y la Constitución plebiscitada en 1961, fue puesta como ejemplo de sistema democrático a los demás países latinoamericanos, suprimió la intervención de los militares en política, fundó la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y el Grupo Contadora, dio asilo a perseguidos políticos de todo el continente y promovió decidida y generosamente las transiciones democráticas en el Cono Sur y en Centroamérica? 

-- Llevamos ocho elecciones nacionales desde que sacamos a Pérez Jiménez, recuerda Luis Herrera Campins ex presidente de Venezuela y presidente del Partido Social Cristiano-COPEI. Pertenezco a la minoría optimista que piensa que aún se puede vencer democráticamente a Chávez. El golpe de 1992 sólo cobró fama después de que el gobierno lo derrotó y Chávez se rindió. Nadie salió a la calle a defender la democracia y nadie habló del pueblo. Los golpistas estaban tan mal informados que no supieron dónde quedaba la televisión que tomarían y ocuparon las instalaciones abandonadas hacía tiempo por Radio Caracas. El secretario general de COPEI, Eduardo Fernández, llegó a la televisora y condenó el golpe, antes que el presidente Pérez. No por apoyar a Pérez, cuya corrupción ya se conocía y que, sin embargo, se comportó valientemente. Pero a Eduardo se la cobraron como si hubiera apoyado al mal gobierno, y hasta hoy nadie le reconoce que salvó a la democracia. Y luego resultó que, además, el golpe logró una enorme simpatía popular... 

En la raíz de tal aceptación, están al menos dos cosas. La primera, el deterioro gravísimo de la economía venezolana. La segunda, los errores de la clase política de Venezuela. Le tocó precisamente a Herrera Campins, en 1982, derrumbar por necesidad un mito: la fortaleza de la moneda, el Bolívar, que llevaba medio siglo sin depreciarse, sostenido por los elevadísimos ingresos derivados de las exportaciones petroleras. El mismo año en que Irene Sáez desfilaba triunfante por las pantallas de televisión del planeta entero. Acción Democrática ganó las siguientes elecciones con Jaime Lusinchi. La situación económica continuó deteriorándose. Comenzaron las medidas de ajuste. Pero a los venezolanos se les había dicho que eran ricos. Y, entre la corrupción real y la imaginada, su conclusión fue rotunda: si el país es rico y nosotros somos pobres, alguien se debe estar llevando nuestro dinero y sólo pueden ser los políticos. 

En efecto, ya desde el gobierno de Herrera Campins se habían dado signos de corrupción muy patentes. Nadie acusó al ex presidente que, por cierto, vive en una casa modesta si se le compara con la de otros políticos o empresarios venezolanos. Pero sí a miembros de su equipo de gobierno. A Lusinchi sí se le acusó personalmente. Acción Democrática fue a buscar a Carlos Andrés Pérez -que ya había sido presidente- para sacar al buey de la barranca. 

Pérez logró ganar la presidencia en 1988, el año en que Hugo Chávez Frías terminó su curso de Guerras Políticas. Su propuesta fue la de un regreso al pasado próspero, en que la clase media podía pagarse escuelas y hospitales privados, beber licores importados y viajar a Miami dos veces al año. El retorno a la Venezuela exportadora de petróleo caro, al Estado subsidiador y paternal que, empero, no había sido capaz de edificar un sistema de servicios públicos eficiente. La nostalgia hizo las veces de esperanza, y la credulidad fue el sustituto cómodo del realismo. A dos meses de tomar posesión, Pérez anunció un clásico “programa de choque”. Su opositor, el copeiano Eduardo Fernández, había dicho que tal camino era el único transitable. Pérez dijo lo contrario al electorado y ganó... pero tarde, mal e hipócritamente puso en marcha parcialmente los planes de aquél. La frustración fue gigantesca. El pueblo no se sintió traicionado por Pérez y AD, sino decepcionado de la democracia misma. El gorgojo del caudillismo político autoritario le había entrado al grano de una democracia económicamente enferma. 

El 27 de febrero de 1989, lunes, entraron en vigor la alzas al precio del transporte público, derivadas de la elevación del de los combustibles. Una fricción entre un estudiante que fue hecho bajar a la fuerza por el conductor de un microbús prendió la mecha. Caracas se inflamó. Los supermercados fueron saqueados. Las turbas no fueron sólo por comida: las imágenes teletransmitidas mostraban a personas más o menos bien vestidas y calzadas cargando ventiladores, hornos de microondas, refrigeradores pequeños, los bienes que había que comprar a plazos y que antes podían adquirirse de contado. 

-- Pérez ni siquiera estaba en la ciudad. La policía no sabía qué hacer, porque no estaba acostumbrada a reprimir ni entrenada para ello. Por la tarde se comenzó a calcular la dimensión del “caracazo”, recuerda Herrera Campins. Y fue porque el Presidente se dio cuenta de que lo llevaban del aeropuerto al centro por un camino inusitado. Le informaron que así evitarían pasar por los sitios donde había enfrentamientos. Entonces llamaron a los soldados, que no eran tropas adiestradas sino reclutas del año, bisoños, que disparaban al menor ruido. En la capital sólo había unos trescientos. 

Foto: Imagen del "caracazo": noticias24.com

Hugo Chávez Frías evoca el hecho de otra manera: 

-- Nosotros fuimos entrenados y educados para ser un ejército de paz, del pueblo, defensor de las instituciones democráticas, de la Constitución, de la democracia misma. Estábamos ya preocupados e indignados por la corrupción y la impunidad de Pérez, por el desmoronamiento del Estado democrático. Y entonces recibimos la orden más difícil y dolorosa de cumplir para un soldado formado desde su juventud en la democracia: disparen. Hubo cinco mil muertos. 

(El periodista también recuerda. Había llegado a Caracas la noche del domingo 26. La ciudad estaba tranquila y la atravesó para llegar al pueblo de San Antonio de los Altos, donde, entre coníferas, se encuentra la Universidad de los Trabajadores de América Latina –UTAL–, donde participaría en un seminario para dirigentes sindicales. A media mañana del 28, la noticia y las imágenes de la furia desatada dejaban atónitos a los participantes. El 29, el Presidente Pérez dirigiría a los venezolanos un discurso deplorable: condena al Fondo Monetario Internacional, rayos y centellas contra los líderes del mundo capitalista, sugerencia de que los responsables del “caracazo”eran extranjeros y... reconocimiento explícito de que ya se habían firmado los acuerdos con el FMI. Oratoria placera, demagógica en los linderos de lo vulgar. Para regresar a México fue necesario un salvoconducto militar. En el camino al aeropuerto de Maiquetía, de madrugada, tres días después, todavía tronaban algunos tiros. Había tropas en uniforme de combate por toda la terminal aérea). 

La protesta tomó las calles. El 7 de noviembre de 1991 se produjo una huelga general. El 4 de febrero de 1992 vino el intento de golpe. Los autores fueron las unidades de elite de las fuerzas armadas. La residencia presidencial de Miraflores, que debía tomar Hugo Chávez Frías, fue atacada pero no cayó. El jefe se quedó a 400 metros del objetivo. Un soldado que tuvo en la mira a Carlos Andrés Pérez no se atrevió tirar del gatillo. Los alzados habían tomado las ciudades más importantes del país, pero Chávez fue a la televisión y los invitó a rendirse. “Hemos perdido por ahora”, dijo ante cámaras y micrófonos, traje comando, boina guinda de los paracaidistas bien calada y voz bien templada. Fue a dar a la cárcel. Se le inició proceso. El apoyo popular se expresó en muros y paredes: “Chávez = Bolívar”. 

Controlada y sometida la intentona, sesionó el Congreso para decretar la suspensión de garantías que permitiera enfrentar la situación. Un senador vitalicio lo impidió con un discurso en el que invitó a comprender a los golpistas, aduciendo que “a un pueblo con hambre no se le puede pedir que se inmole por la democracia”. Fue Rafael Caldera, padre de la democracia venezolana junto con Rómulo Betancourt, expresidente de la República de 1969 a 1974, candidato derrotado por Lusinchi en 1983. Algunos militares demócratas hicieron saber a COPEI que, sin su apoyo, se produciría el derrocamiento de Pérez y del sistema democrático. Por temor a una nueva asonada, se pactó el respaldo, pero el 27 de noviembre de 1992 hubo otro intento golpista. También fue sofocado. El 6 de diciembre, COPEI ganó como nunca las elecciones locales. El 21 de mayo de 1993, el Senado mandó a Carlos Andrés Pérez a su casa. Ocupó entonces la presidencia, interinamente, el senador Octavio Lapage, y fue electo en la misma Cámara para terminar el período de Pérez otro senador: Ramón José Velázquez. 

Con Acción Democrática en la sima de la impopularidad y COPEI triunfador en las elecciones locales, este partido, socio del otro desde 1958, y con el que se había dividido clientela, burocracia y decisiones cupulares, parecía encaminado al triunfo en las presidenciales de 1993. La crisis económica no amainaba. El naufragio del regreso a la edad de oro era patente. COPEI organizó elecciones abiertas para escoger candidato presidencial. Fernández, a quien se imputó haber apoyado a Pérez cuando en realidad salió a defender la legitimidad democrática, fue derrotado por su compañero Oswaldo Álvarez Paz, quien estuvo detenido por los golpistas en Maracaibo –de donde era gobernador– antes que los espadones depusieran las armas. 

Caldera no quiso acatar la decisión de su partido y de los electores que participaron en el proceso de selección copeiano. Decidió lanzar su propia candidatura presidencial independiente, frustrando así la ilusión de Álvarez Paz, que pensó en el apoyo del patriarca dados los resultados de las primarias. COPEI expulsó a su fundador. El Movimiento al Socialismo –procedente de la antigua izquierda guerrillera y encabezado por Teodoro Petkoff– hizo suya la candidatura de Caldera, que atrajo a los grupos de cepa socialista ajenos a AD, a copeianos disidentes, a “adecos” en rebeldía, a la “sociedad civil” y a simpatizantes del golpismo. 

El veterano dirigente repitió el discurso de Carlos Andrés Pérez: otra vez la edad dorada y el soslayo de las realidades económicas mundiales y venezolanas. El pueblo volvió a creer: Caldera ganó la presidencia. Sin embargo, las cifras electorales resultaron inquietantes: sólo votó la mitad de los electores; el triunfador consiguió 30% de la votación –es decir 15% del total de votos posibles– y su formación política (Convergencia) no logró mayoría parlamentaria. COPEI no lo respaldó en el Congreso, en ocasiones absurdamente. A los cinco meses de gobernar, Caldera obtuvo que la causa contra Hugo Chávez Frías fuese sobreseída. No hubo ni siquiera juicio contra el golpista. Por tanto, no quedó inhabilitado para aspirar a la Presidencia. Y se puso a trabajar para conseguirla. 

Una vez más, las intenciones y promesas del vencedor se estrellaron contra las rudas realidades económicas. Caldera tuvo, primero, que suspender las garantías -crecía el rumor de otro golpe-, y luego, de nuevo tarde y mal, como Pérez, anunciar un plan de “estabilización y recuperación”. El segundo retorno a la Venezuela rica, dilapidadora e ignorante voluntaria de los rigores del mundo de la economía y las finanzas fracasó. El Bolívar siguió su marcha hacia abajo y la inflación hacia arriba. Trece bancos fueron a la quiebra. Los cinturones tuvieron que seguir apretándose. La decepción política se agravó, no sólo por las promesas incumplidas, sino porque los medios de información comenzaron a convertir en héroe a Hugo Chávez Frías y en chivos expiatorios a los partidos y a los políticos. Caldera había dado, al irse por la libre, la señal de arranque a la antipolítica. Estaba abierto el camino para el rudo Chávez y para la bella Irene. 

Foto: dipity.com

Es más que evidente la crítica de Chávez Frías a los partidos. El intento de golpe de Estado es la prueba irrefutable. Por el lado de Irene Sáez Conde, su primera batalla política la dio en Chacao –municipalidad de las varias que comprende Caracas– enarbolando la bandera antipartidos y expresando su repudio tanto por COPEI como por AD. Los copeianos, ayunos de triunfos en elecciones presidenciales desde 1978 –cuando ganó Herrera Campins– cometieron primero el error de copiar los métodos clientelares (más o menos semejantes a los del PRI mexicano) de los “adecos”. Luego, fascinados por las encuestas que ponían a la Miss Universo 82 en 46%, olvidaron la defensa de su identidad como partido y fueron tras ella a sabiendas de que la mujer no sólo era “externa”, sino que había formado su propia organización “civil”, curiosamente llamada IRENE, lo que significa “Integración, Representación, Nueva Esperanza”. 

En el pecado de la antipolítica recibió COPEI la penitencia: el desprestigio inducido de los partidos dañó a Irene, la aceptación de tal desprestigio al postularla dañó a COPEI. Hoy, la candidata no pasa de 12% en preferencias, aunque su popularidad y aceptación es alta. La quieren, pero no votarían por ella. Sin embargo, en las clases marginadas, es la única que, además de Chávez, tiene cabida. El candidato de AD, Luis Alfaro Lucero, es hombre de partido y cuenta con la todavía poderosa maquinaria provincial de éste, pero carece de eso que llaman “carisma”. Otro candidato importante es un ex copeiano –Henrique Salas Römer–, ex gobernador muy exitoso de Carabobo, sesentón, economista de Yale, que es quien sigue a Chávez en preferencia y va creciendo –el militar tiene 41%, el universitario 31%– gracias a una campaña moderna; sin embargo, no tiene partido ni presencia organizativa en el conjunto del país. 

-- Estamos, dice el respetado copeiano, presidente del Senado, Pedro Pablo Aguilar, ante una realidad compleja: candidatos sin partido y partidos sin candidato. El peligro de Chávez sólo podría conjurarse con una concentración del voto democrático, pero ésta es difícil, puesto que los abanderados son fruto de guerras intestinas y éstas son frecuentemente insolubles. Chávez puede ganar si el voto de los demócratas se pulveriza. 

Las elecciones locales serán el 8 de noviembre. Candidatos y partidos están a la espera de los resultados para ver qué estrategia seguirán con miras a las presidenciales el 6 de diciembre. Se calcula que entre AD y COPEI pueden ganar 14 o 15 de las 22 gubernaturas en cuestión, y casi una mayoría legislativa. Pero ni Irene ni Alfaro serían buenos candidatos frente a Chávez. Quedaría Salas Römer, pero no se ve cómo lo aceptarían de candidato AD y COPEI. Si el Movimiento V República (MVR), que sostiene al militar, logra triunfos importantes en los comicios locales, lo que aún no parece viable, su probabilidad de ganar la presidencial crecería. Pero es casi imposible que obtenga mayoría parlamentaria, lo que le ataría las manos para gobernar. 

Chávez Frías lo sabe. Por eso ha propuesto que, si gana la presidencia, disolverá el Congreso Nacional y los congresos locales, y convocará a una “constituyente”. Esta es su único programa y la entiende como una especie de “comité de salud pública” que, en nombre de la voluntad popular directa, no sólo le iría autorizando lo que quisiera, sino incluso podría prolongarle el mandato más allá de los cinco años previstos por la ley. “Somos una fuerza moral creciente contra la corrupción de los partidos, de los jueces y de la burocracia”, dice el oficial golpista. “Hay que cambiar la constitución”, sostiene, confiado en que el cambio de las normas modificará la realidad. 

¿Sus promesas? Las mismas de Pérez en el 73 y de Caldera en el 93. Y los venezolanos vuelven a creer que pueden proponerse su pasado de ricos ilusorios como futuro de ricos reales. Las clases medias depauperadas corren en pos de él y no es raro ver que lo sigan damas encopetadas, coronadas con boinas de paracaidistas. Critica las imperfecciones de la democracia que lo hizo militar, lo perdonó y a los demócratas que, según se ve, se suicidan políticamente casi a la perfección y le dan más y más argumentos para demoler verbal y políticamente al sistema dentro del cual y según cuyas reglas compite. 

Foto: autistici.org

Chávez Frías deja a su lado, en la mesa, una silla vacía. “Es para Bolívar”, ha llegado a decir. Juega al duro: “Voy a freír en aceite a los adecos y a los copeianos”. Pero luego asegura que la grabación de sus palabras es una falsificación. Promete escuelas, hospitales, servicios, alegría y amor, un nuevo federalismo, imitar a Tony Blair. Acusa a sus oponentes de conspirar contra él y me dice: 

-- Hay un complot para matarme, pero el que hizo lo que yo ya hice no tiene miedo a la muerte, porque ya estuvo dispuesto a dar la vida. Además, tendrían que recordar que las tres balas que acabaron a Gaytán en Colombia sumieron a ese país en decenios todavía interminables de violencia. 

Se lanza contra los “adecos” con especial virulencia. También contra el pacto de Punto Fijo que, según él, puso las bases para la complicidad entre los partidos, para la corrupción, para el desastre de Venezuela. Asegura que la Constitución de 1961 –la más duradera, la que tiene un artículo, el 250, que impide cambiarla y obliga a los venezolanos a luchar contra quien la modifique– no fue votada por el pueblo y es una imposición cupular, pese a que fue firmada entonces hasta por los comunistas. Se regocija por el apoyo que, como a Caldera hace cinco años, le da el Movimiento al Socialismo (MAS), resto final de la vieja insurgencia armada que los colegas y maestros de Chávez combatieron. Descalifica las encuestas que lo ponen a la baja. Pregona su misión salvadora. 

Tiene la voz y la mirada de quien se siente predestinado. Le ordena a sus ayudantes –todos rapados a la militar, corpulentos y armados– traerle cigarros o café. Habla por teléfono con su mujer que acaba de salir de una reunión con los masones: “Ya camina la nenita”. Se jacta del apoyo que recibe de empresarios. No reclama a los Estados Unidos la denegación de la visa –por golpista– y cuenta su encuentro con el embajador Mr. Maisto. Cita a Lincoln, a Montesquieu, a Napoleón, a Jesucristo. Anuncia que será pitcher en un inminente partido de beisbol. Luce el traje y la corbata caros con que sustituyó el pantalón, la camisa kaki y la boina de comando. Insinúa amistades o complicidades entre los altos mandos castrenses. Jura que es un demócrata. 

En tanto, directivos relevantes de AD y de COPEI hablan ya de una candidatura común para las presidenciales y los medios empiezan a medir el tamaño del monstruo que crearon. Los capitales se van, con lo que el problema sobre el que se alza Chávez Frías se hace mejor pedestal para el candidato empistolado. El miedo cabalga sobre lo que queda de un civismo que sólo funcionó en términos de ingreso petrolero. Un ex ministro del primer gobierno de Caldera, Machado, pide por televisión a su viejo amigo que, en nombre de la Constitución, solicite a a la Justicia venezolana la inhabilitación del candidato que se propone abrogarla. 

Caldera calla. Tal vez recuerda que Chávez Frías fue avalado y salvado por él. O evoca al joven rambo que repite a los venezolanos las promesas que Carlos Andrés Pérez y él mismo –tercer intento de regresar al pasado– les hicieron y no pudieron cumplir. O quizá piensa en una eventual foto históricamente devastadora y terrible: la del padre de la democracia venezolana que, sobre las ruinas de la política que fundó, entrega la banda presidencial a quien encabezó un golpe militar fraguado en típica conspiración cuartelera. 

Irene –que quiere decir “paz”–, la belleza femenina de esta tierra, poco o nada parece tener que hacer frente al paracaidista macho convencido de que bajó del cielo para salvar del mal a Venezuela. 

miércoles, 6 de marzo de 2013

Estampas de la novela colombiana

Gabriel García Márquez


 Lejos quedaron de pronto los generales gobernantes, los náufragos que relataban su sobrevivencia en tabernas de puertos olvidados, los hacendados de territorios  tan extensos como el horizonte, los poblados semi rurales donde un gallo puede dar pie a una trama intrincada en su magnífica simpleza, las familias que se multiplicaban sin respeto o pudor por las consecuencias de la genética en aquel Macondo emblemático que, durante décadas, fue símbolo de un modo de hacer literatura: el realismo mágico que insufló que nuevos aires a las letras latinoamericanas a principios de los años sesenta del siglo XX, y que tuvo en Colombia, por la pluma de Gabriel García Márquez, a uno de sus más grandes y quizá al más afamado de sus representantes.

Lejanos hoy esos paisajes que en un par de décadas fueron reemplazados por una realidad nueva, menos mágica y más cruda, que también ha encontrado lugar en la literatura. El caso no es exclusivo de Colombia y su parangón puede seguirse en el tránsito que va de Julio Cortázar a Andrés Neuman, en Argentina; en el paso de Carlos Fuentes a Daniel Sada, en México (aunque la sola y vasta obra del primero puede ser suficiente para retratarlo); en la ruta cubana que parte de Alejo Carpentier y llega a Eliseo Alberto, por solo mencionar a tres países representativos y de gran tradición. 

Seymour Menton, en su obra Caminata por la narrativa latinoamericana (Fondo de Cultura Económica), realiza ese recorrido por la novela del continente que, sin embargo, no alcanza a cubrir el cambio de siglo que dio paso a una generación mucho más urbana, que se enfrenta a nuevos retos, a nuevas tecnologías, a un entorno en el que la jungla cede su frondosidad, los poblados cambian la tierra de los caminos por supervías de asfalto y la visión universalista se limita por el propio paisaje de urbanismo urgente y en ocasiones descabellado que cambió para siempre el espacio de la vida, de la hazaña y la tragedia, de la existencia individual, de todo aquello que termina por alimentar al artista.

A medidos de los años noventa (1994) vio la luz una obra en la que puede identificarse, para el caso colombiano, esa especie de punto de quiebre entre el pasado y un futuro que todavía se escribe: La Virgen de los Sicarios (Alfaguara), de Fernando Vallejo. Una prosa apresurada, en primera persona, agria en ocasiones, cínica en otras pero siempre desencantada de un mundo que ya por esos años llevaba varias décadas de padecer los embates de una de las guerrillas más longevas de la región, así como las consecuencias del narcotráfico y el terrorismo, que terminaron por hundir sus raíces en una sociedad que de pronto vio cancelado el porvenir para sumirse en una espiral de violencia infame.

Ahí ya no cabían ni Aureliano Buendía ni Amaranta ni José Arcadio. Tampoco las viejas leyendas de barcos encallados en montañas. Más bien, su lugar lo ocuparon asesinos a sueldo, chabolas y suburbios donde la pobreza, el hambre y la necesidad empujaban a jóvenes y niños a salir adelante por el camino más rápido y eficaz o, al menos, el más cercano y posible: el del crimen organizado.

Vallejo no inventa ni hace surgir de la nada el mundo de su obra: se limita a retratar la realidad de su país con amargura y una desolación que conduce al pesimismo. El lector termina la lectura (ya sea de aquélla o de otras obras como El desbarrancadero o La rambla paralela) con un desasosiego frente al círculo vicioso de la corrupción, de la miseria, de las vidas perdidas y la indiferencia de quienes, ya habituados a esas escenas citadinas, eligen el silencio, la costumbre y el hábito antes que perder o poner en riesgo lo poco que queda.

Fernando Vallejo

“Salí por entre los muertos vivos, que seguían afuera esperando”, se lee casi al final de La Virgen de los Sicarios, sin esperanza ni mañana, solamente la literatura para dejar un testimonio que, a pesar de todo, es ventaja exclusiva de la vida y deja entrevista una luz que en las horas obscuras es capaz de marcar camino. No obstante, para Vallejo esa vía ni siquiera es transitable por ilusoria y falsa: la realidad no la permitía entonces aunque, a la postre, haya sido el empeño del pueblo colombiano el que enfrentó lo que parecía irremediable para convertir la desesperanza en una nueva ilusión, cambiar la realidad y abrir la puerta al futuro.

Esa puerta no podía negar el pasado. Conducía a un pasillo que recorrió la siguiente generación, con la vista hacia atrás pero aprendiendo a mirar también hacia adelante; dos narradores destacan en ese esfuerzo, el primero, Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer, novela en la que el gran telón de fondo de un escenario ya en ruinas, pero aún presente para recordar el ayer próximo, es la propiedad abandonada del narcotraficante Pablo Escobar en medio de la selva, que comienza a ser devorada por la maleza pero que aún arroja historias que marcaron a una sociedad en todos los niveles. Una trama que, a su vez, lleva al pasado para tratar de entender qué truncó el futuro o, al menos, lo complicó al grado de arrancar anhelos e ilusiones, para marcar como un estigma que, sin terminar en un abismo, llegó a sus bordes más frágiles.

No es ya la desesperanza de Vallejo pero sí una introspección generacional donde los desaparecidos, los asesinados, los secretos que se guardan y el pasado que se esconde terminan por vulnerar esa coraza de olvido que cede ante la necesidad de esclarecer el presente, con la certeza de que temprano o tarde, por convicción o por azar, habrá un impulso propio o ajeno que haga caer los velos para completar historias inconclusas, cerrar ciclos y abrir horizontes nuevos.

Contemporáneo de Vásquez, el segundo autor colombiano es Antonio Ungar; su obra, Tres ataúdes blancos (Anagrama), un thriller en el que el contexto de violencia y política sirve para imaginar una historia que inicia con la muerte de un político afamado, lo que lleva al protagonista, por su parecido físico, a reemplazar a quien debía ser candidato a presidir un país imaginario que, por su descripción, por el entorno social y por las situaciones descritas, podría ser cualquiera de Latinoamérica, pero que deja entrever con claridad a esa Colombia de los años setenta y ochenta donde la muerte acechaba a quienes buscaran oponerse al poder de las mafias y el narcotráfico.

Ungar aprovecha el escenario de la política para describir esos vericuetos de decisiones oscuras e influidas por el dinero, para señalar cómo los intereses de unos cuantos vulneran los de la mayoría, para describir el capricho de un grupo en el poder que aspira mantenerse en una cima donde la ambición, el egoísmo y la ilegalidad son moneda corriente de cambio para garantizar la permanencia. Quien está por gusto, buscará no salir jamás. Quien es conducido por la fuerza, como en el caso del personaje principal, sólo logrará escapar mediante la huida, la trashumancia y la clandestinidad, única estrategia para dejar atrás poder, dinero y fama, para regresar a una vida donde la felicidad y la calma puedan instalarse sin llamadas urgentes, citas sospechosas o arreglos ilegales.

Los tres autores reseñados son, en resumidas cuentas, retratistas del accidentado curso de la historia contemporánea de Colombia, protagonistas del abandono del realismo mágico y artífices de su reemplazo por la realidad a secas: el dolor de un país y la huella profunda que la injusticia y la muerte dejaron impresa en una sociedad. Hoy, el pueblo colombiano regresa poco a poco a una normalidad que ya cuenta con la paz para sentarse, mirar al pasado y registrar el testimonio de esos años, una labor que en el año 2011 mereció tres de los principales premios de las letras en castellano: el FIL de Literatura en Lenguas Romanes para Fernando Vallejo, el Anagrama para Antonio Ungar y el Alfaguara para Juan Gabriel Vásquez. No es casualidad este reconocimiento. Sí, quizá, un recordatorio sobre la importancia de la literatura contra el olvido, de la literatura como testimonio, de la literatura como tabla de salvación y ruta de escape cuando pareciera que no queda nada más.

Tres premios merecidos que marcan una nueva etapa en la literatura Latinoamericana. Una etapa que otros países, también víctimas de la violencia, de la mala política o de la injusticia, aún tienen pendiente retratar.