miércoles, 5 de octubre de 2011

Un arqueólogo peculiar: Cayuqui, “newyorker” en Atlixco


(Foto: flickr.com)

Entrevista a Cayuqui Estage Noel, en Atlixco, arqueólogo estadunidense que ha dedicado su vida a rescatar las tradiciones de Puebla.


I. Preámbulo a una entrevista
La invitación a visitar Atlixco fue de Paty Hidalgo, para participar en algunos de los eventos de la campaña a la diputación local. La fecha, 30 de septiembre, día de San Miguel Arcángel. Dos horas de camino hacia el oriente de la ciudad de México, a través de serranías y montes que desembocan, hacia esa zona y tras una madeja de curvas, en la planicie poblana, con sus volcanes a la derecha; apenas la última luz del día para vislumbrar ese paisaje que poco a poco se iba cubriendo de noche.

Llegué a la capital poblana acompañado de Rosana Guadarrama, para seguir en automóvil hasta Atlixco, donde Paty ya esperaba con una cena de presentación y explicación de la agenda del domingo. Como primer evento, la subida a la explanada que está en el cerro Popocatica-San Miguel, acompañado por Germán Huelitl, atlixquense orgulloso y comprometido que explicaba desde la ubicación de la antigua estación de trenes y la importancia que ha cobrado la floricultura en la región, hasta el método del agua azufrosa para detectar la proximidad de una erupción del volcán Popocatépetl, ahí, apenas una centena de kilómetros adelante, abrigando la mañana fría de un día despejado, en ese valle regado de agua y de un clima envidiable.

Una vez en la cima, sin proselitismo electoral de por medio, presenciamos el festival Huey Atlixcáyotl: fiesta de un pueblo que lleva el nombre completo de Atlixco de las Flores, y que agradece los dones otorgados durante la cosecha; en el Netotilaoya, lugar de la danza, tepehuas, popolocas, mixtecos, mazatecos, entre otros –de  la región o invitados de otros estados– exhiben bailables de colores y músicas de banda, en trajes típicos, con ese ambiente festivo que reviste toda verbena mexicana. Sentados entre el público, la candidata Hidalgo y su equipo presenciábamos la exhibición, que incluía faldas adornadas y botargas de dos metros, cestas de mimbre con frutos que eran arrojadas al público, campesinos de machete al cinto y botella de mezcal en mano que compartían, con aquellos que alcanzaban, la bebida transparente y de vapores fuertes. 

Poco antes de iniciar la fiesta, el gobernador de la entidad, el presidente municipal de Atlixco, esposas y respectivas comitivas, secretarios de turismo y de cultura, ocuparon el palco de honor. Mientras compartían saludos y protocolos habituales, un hombre de unos setenta años, de barba cana, guayabera y pantalón blancos, se abría paso entre una multitud que se cerraba a su paso y buscaba un saludo, una fotografía, compartir algún comentario o encontrar un apretón de manos. El hombre se detuvo frente a nosotros; “Cayuqui”, espetó alguien, ante lo que el arqueólogo extendió la mano y continuó su paso, hacia el palco donde la gobernanza de la región terminaba de acomodarse.

El Atlixcáyotl comenzó con los primeros pasos y los primeros compases. Perdí de vista al misterioso personaje, de quien Germán alcanzó a decir, entre acto y acto, que era quien había rescatado la tradición del festival que presenciábamos, que detestaba a los políticos y que su interés estaba mucho más allá de lo electoral: para él, mantener vivas tradiciones ancestrales de la cultura poblana, en particular de la atlixquense, era un prioridad y casi un deber, asumido por gusto, “por puro amor a la causa”.

–Consigue una entrevista para Bien Común–, le pedí a Germán Huelitl. Regresé a la ciudad de México ese día por la noche y casi un mes después viajaba de vuelta, poco antes del día de muertos, para reunirme en Huaquechula –a media hora de Puebla, quince minutos de camino rural– con aquel personaje entrevisto apenas, de origen estadunidense pero de nombre maya, fincado en el México rural desde los años cincuenta.

II. Cayuco, balsa de árbol 
Llegamos cerca de las 11 de la mañana. Caminamos hacia el centro del pueblo, ahí donde la plaza principal –como tantas en Puebla, en México o en América– se encuentra flanqueada por iglesia, palacio municipal, parque y centro de atención social. Entramos a lo que parecía la nave en desuso de una iglesia; ahí donde el piso se elevaba, otrora lugar del altar, admiramos la ofrenda de muertos que llegaba hasta el techo, ataviada de fotografías y nombres, panes de azúcar y “huesos”, flores blancas o pétalos naranja dispersos por el suelo. El lugar relucía, iluminado por los ventanales abiertos que dejaban pasar la luz de un sol radiante a esa hora.

Cayuqui estaba junto a la pared, con su inmensa figura, robusta y erguida. Saludó a un par de mujeres y apuntó en voz alta que las flores blancas no eran parte de la tradición, mientras volteó a donde Germán y yo aguardábamos ocasión para acercarnos. Tras las presentaciones de rigor anduvimos hacia algún establecimiento propicio para la entrevista.

A unos doscientos metros de la plaza, un local de cuatro mesas, café de olla, pan fresco y un murmullo de bosque cercano nos alojó durante la siguiente charla en la que Cayuqui Estage Noel, de nombre original Raymond Harvey-Stage Noel, platicó con el autor de la siguiente crónica que, en honor y memoria del recientemente fallecido escritor Norman Mailer, toma la figura de un hombre irreverente, autoridad extranjera en materia de tradición nacional, llegado a México hace 53 años, para explicar por su propia vida –experiencia– el contacto con una cultura diferente, con todo lo que el otro, la otredad, puede ser y hacernos ser, entregarnos o poner frente a nosotros para revelar así la maravilla de lo diverso, de la pluralidad.

“Salí de los Estados Unidos en busca de la libertad, de aventura. Llegué de aventón hasta Guatemala y tuve que atravesar la selva del Petén y de Cobá hasta un pueblo en el Río de la Pasión, y con mis últimos dólares compré un cayuco, una embarcación hecha de un tronco ahuecado, labrado”.

Con ese artilugio recorrió el río hasta que descubrió la conveniencia de hacer el camino a pie.  Saltó a tierra e intentó vender la embarcación, con los rudimentos de un español que mezclaba con el francés bajo la premisa de que las lenguas romances tienen raíces similares; sabía que “yo” era la primera persona del singular y que vendre, en francés, significa vender, por lo que la frase en la boca del recién llegado sonaba a algo así como Yo vant cayuqui, que los indígenas de la zona interpretaban como Yo soy cayuqui.

“Cayuki, así aparece en mi pasaporte y en mi FM2, y ya cuando me den la ciudadanía voy a quitar los primeros nombres. Yo llegué a Puebla el 10 de marzo de 1954, a Atlixco, y estuve 20 minutos. Lo primero era salir de EEUU, buscar la aventura porque ahí no hay aventura, sólo hay riesgos. Yo siempre he sido un romántico, y la vida es muy aburrida ahí: se trabaja para sobrevivir y juntar dinero, y el dinero es importante pero yo creo que hay otras cosas que lo son más; una de ellas, la  más importante para mí, es la libertad, y en México he tenido esa libertad, que a veces me deja morir de hambre, pero libremente”.

“Siempre me atrajo la selva, vine a Tikal, a Petén. En mi pueblo natal había una maqueta del Tical antiguo y las estructuras mayas, la mezcla, la armonía, me impresionaban. Yo me decía que algún día iría a ese lugar, y estuve dos años, volví a Nueva York pero me convencí de que no iba a conquistar Nueva York porque ella me estaba conquistando a mi. Leí un libro llamado La vuelta al mundo con 80 dólares y a fines de febrero del 54 salí con mi backpack, cuando todavía no estaba de moda, y vine de aventón.

Regresé, estudié Artes, en 1957 estudié Arqueología en Columbia, con la maestra Margareth Mead. Así, desde chico tuve una tendencia hacia otras culturas, pensar como el otro, estar adentro del otro y divorciarme un poco de lo que estaba en mi entorno, que era la paranoia la segunda guerra. Desde chico tuve una inclinación por lo diferente, además, la vida en una ciudad industrial como Nueva York era ya un comienzo: me llamaban la atención los polacos, los italianos, los negros, pero yo buscaba algo más.

III. Al rescate de una tradición
Testigo del siglo XX mexicano, Cayuqui vio y vivió la injusticia y el atropello de gobernantes autoritarios, dispuestos a sacrificar todo bien común en beneficio de una minoría aferrada al poder como pocas en Latinoamérica. Se considera, en palabras propias, actor parcial de esa lucha contra la ignominia y el mal gobierno, desde la trinchera que puede ocupar como extranjero.

“En Puebla me gustaba desafiar de alguna forma a la autoridad, en tiempos cuando eso no era común. Los caciques de Atlixco nos hacían la vida imposible, sobre todo Eleazar Camarillo; y bueno, con tres copitas de mezcal y valor mexicano entraba a cada tienda y levantaba el puño izquierdo mientras decía ¡Viva Atlixco libre, muera Eleazar Camarillo!, y mucha gente me aplaudía pero otros me sacaban porque no querían problemas. Pero yo hacía esas cosas y no me hacían nada, y la gente veía aquello, empezaba a subir el PAN, y luego vino el cambio”.

Actualmente es Director Municipal de Turismo en Huaquechula, Puebla, pero se ha desempeñado como Jefe del Departamento de Investigación de Teatro Indígena en la Universidad de Oaxaca, por 15 años, como asesor de arte indígena de ese estado y como productor de televisión en Jalapa. Fue en 1996 cuando su trabajo mereció el reconocimiento más notorio, con el nombramiento de la Fiesta Atlixcáyotl como Patrimonio Cultural del estado de Puebla.

Sin embargo, la primera celebración de la que podría llamarse “era Cayuqui” fue en abril 1966; en aquella fecha, comenta, rescataron otra fiesta en la que cada barrio o colonia de la zona de Atlixco presentaba las costumbres coreográficas e indumentarias de su comunidad. “Eso implicaba que la gente tenía que hacer investigación, por lo que trabajamos a través de las escuelas“. 

Muestra su actual nombramiento, y añade: “Aquí dicen que yo rescaté el Atlixcáyotl, y que soy extranjero; a veces me llaman de turismo tres o cuatro meses antes del festival, para hacer en ese tiempo lo que ellos no hicieron todo el año, pero terminado el compromiso se acaba el contrato. Tengo suerte que me hicieran un lugar en Huaquechula”.

Rescatar lo olvidado en las comunidades de Atlixco incluye al pasado lejano y al reciente, las fiestas prehispánicas o las de principio de siglo por igual. No se agota la cultura siempre y cuando haya un mapa adecuado para explorarla, y Cayuqui lo traza, en un biombo, a la sombra de los patios del palacio municipal.

“La gente pobre hacía su fiesta del 3 de mayo, el día de la cruz, y empezamos a escenificarla, con obreros de la época bailando danzón sobre cuatro ladrillos, y el tlacualero, que era un personaje popular importante que llevaba la comida a los obreros: recogía las canastas en sus casas y las colocaba en un palo que cargaba desde Atlixco hasta Metepec; cada canasta llevaba una servilleta bordada por la mujer y el marido reconocía así su canasta.

“Conseguimos también que un viejo obrero de Metepec enseñara a bailar el danzón al estilo del Atlixco de entonces, y así hay muchas cosas que yo viví aquí y que ya son parte del pasado. Antes todo era muy distinto, Atlixco tenía magia, las calles eran de tierra y la gente barría, pero ahora si no barre el municipio no se limpia la calle. Tengo muchas razones para dejar Atlixco. Los planes de urbanización están transformando el sitio que encontré; yo busco rescatar en primer lugar lo que somos, ese México que queda debajo de las obras y que se está perdiendo”.

IV. Sincretismo religioso: preservar o modernizar
Para equilibrar aquello que somos, nuestra raíz, con lo que queremos ser, nuestro lugar en un mundo global, no hay fórmulas específicas, simplemente una lucha diaria, un acostumbrarse, un sobrevivir. Sólo conservaremos esa raíz, añade el arqueólogo, “haciendo conciencia, y eso debe venir de la educación, del gobierno, y el gobierno actual no tiene interés en rescatar esas cosas, había más interés incluso en tiempos de Echeverría”.

Pero hay siempre un hilo conductor por donde transitan las creencias, las costumbres, la religión y, en palabras de Cayuqui, “todo está relacionado con la religión, o con la política, que es otra forma de religión. En el momento en que el indígena deje de ser religioso, dejará de ser indígena y mexicano.

“Por eso hicimos el Atlixcáyotl sobre la base de la romería de San Miguel, pues Miguel es una continuación de Quetzalcóatl; se dice que en ese lugar donde se encuentra la actual capilla había un altar dedicado a Ehécatl-Quetzalcóatl, dios del viento que, al igual que San Miguel, es un ser alado, del aire; Miguel es el vencedor de la idolatría y del demonio, está encima de Quetzalcóatl pero se vuelve Quetzalcóatl; esto se da en el centro de México y en todo el país”.

Y por qué uno encima de otro y no a lado del otro. “Porque fue una conquista, la conquista sigue. Recuerdo que de joven habité en algunos pueblos indígenas de Hidalgo, vivía y vestía como ellos, guarache, pantalón, ayate. Yo vi en las escuelas cómo molestaban a los alumnos por hablar su idioma o vestir sus trajes. Tuve una amiga que fue la última en vestir el huipil de la zona, blanco con flores en la punta y las sedas colgando, ella era maestra e iba vestida de ese modo, y qué maravilla tener una maestra así; otra mujer, en Oaxaca, daba clases con el traje de tehuana, pero la directora le decía que no podía ir vestida así, tenía que ir con ropa “decente”, y pues eso da por implícito que lo indígena no es decente. Eso es la continuación de la conquista”.

Comenta sus planes sobre ir a vivir al Istmo de Tehuantepec, a la usanza indígena, en casa de adobe y con apenas lo indispensable: un banco, una hamaca y un petate. Es entre los zapotecos donde, confiesa Cayuqui, quisiera pasar los últimos años de su vida, que conforme envejece avanzan más de prisa, con una pila de libros escritos pero incompletos por falta de tiempo y presupuesto para dedicarse a la investigación y documentación.

Prosigue con firmeza, orgulloso de una memoria que mira muy atrás: “El sincretismo en México podía decirse que es negativo porque sacrifica una parte. El primer sitio verdaderamente indígena que yo conocí fue San Pablito de Pahuatlán, en la sierra de Puebla, pueblo otomí donde hacen papel amate. Yo propuse que este papel se propagara en todo el país, porque antes lo hacían chiquito y yo mandé hacer instrumental más grande para hacer pliegos mayores, y lo fuimos a vender. Así se empezó a usar el papel amate y la demanda era tal que todo el pueblo se puso a hacer papel, mujeres, hombres y niños, y el pueblo entero se volvió una fábrica.

“Ahora hay muchos otomíes que hablan su lengua y el inglés, pero no español, y una tradición se mantiene viva por vía oral, por el prestigio que tenga en la sociedad, la importancia que se le dé. Eso, en un sentido, implica conservar, no avanzar, insisto, hay que encontrar el equilibrio. El indígena es bombardeado por cosas modernas, por cosas que por su condición social no puede adquirir, y entonces se va a EEUU a buscar el dinero para tener esas cosas.

“Ante un ‘choque de civilizaciones’ ganan los dos si del choque surge un acoplamiento. Se ganó mucho de la conquista pero cobró un precio que aún se está pagando. La cultura indígena estaba en su infancia y en esto la religión de los españoles tuvo mucho que ver; si nos hubieran conquistado los holandeses o los ingleses habría sido como en la India, una explotación solamente económica. En EUUU no había una civilización útil, y la exterminaron. Lo que pasó en la India fue una explotación, una forma de esclavitud, sacar fibras baratas, mandarlas a Manchester a hacerlas telas y venderlas en la India más caras. Pero ahí hubo un Gandhi.

“Debemos entendernos, con base en lo bueno, incluso la cultura gringa tiene buenas cosas qué rescatar, hay un gran cambio tecnológico. A mi me tocó de la máquina de escribir que corregías con goma y el paso al monitor y a la computadora, que permiten casi todo; también conocí a un señor zapoteco, vestido con su traje tradicional y con portafolios, y la gente lo criticaba, y ante estas cosas debe haber más tolerancia”.

La voz de “erres” forzadas y español impecable se detiene, bebe los últimos sorbos de una taza que ya para estas alturas fue rellenada tres o cuatro veces. Continúa, en respuesta a mi solicitud de agregar un comentario final. “Una mezcla de culturas fracasa cuando una cultura aniquila a la otra, que no es algo de un día a otro, y yo desde hace 20 años digo que en México habrá, en tres años, un movimiento especial: en primer lugar, porque los mexicanos son místicos y cíclicos, antiguamente el mundo se acababa cada 52 años y con los españoles se extendió a 100, y si ves la historia del inicio de cada siglo, los últimos 200 años ha sido así. Será un movimiento, como dice un amigo, pacífico, de conciencia”.  

Publicado en la revista Bien Común, en el año 2007

7 comentarios:

  1. Escuchar estas historias de viva voz del maestro Cayuki es un verdadero honor!!!! lo considero mi a migo y a mi corta edad es un ejemplo a seguir!!!! Atte: Regina

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    1. Fue un gusto también para mi conocerlo, gestionar la entrevista que fue posible gracias a Germán Huelitl, ir hasta su casa a platicar con él y compartir la historia para los lectores de la revista "Bien Común" hace ya algunos años... Gracias por tu comentario!!!

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  2. Cayuqui te saludo desde Oaxaca, experiencia inolvidable los talleres de teatro indigena en la U.A.B.J.O te saluda Rafael Hernandez

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  3. Estimado Carlos he vuelto a leer tu artículo hoy en 2021 y agradezco tu estancia en Atlixco de las Flores, gracias ...saludos.....sigo viendo a Cayuqu hay te lo saludo.

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  4. Hola, Carlos, solamente para saludarte y a ver cuando nos ponemos a charlar otra vez.

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  5. Hola, Rafael. Sí, las Muestras Nacionales de Teatro Indígena fueron únicas y no repetibles. ¡Un abrazote! cayuqui4@yahoo.com

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  6. Enhorabuena. Gracias por su legado, Cayuqui.

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