miércoles, 18 de abril de 2012

De la propaganda al objeto de colección



La época electoral es ocasión para difundir propuestas, candidatos, plataformas e ideas acerca de los distintos proyectos políticos que cada partido presenta a la ciudadanía para convencerla de votar el día de los comicios. Toda esta suma de documentos serán sintetizados en frases y eslóganes que, además, buscan hacer atractiva la imagen de quien sale a la calle a convencer de que su opción política es la que más conviene al país.

Aunado a lo anterior, hay otro aspecto distintivo de las campañas políticas, y consiste en los diversos objetos propagandísticos que se entregan al votante para llamar su atención; en estas piezas se mezclan los colores distintivos de los partidos, los logotipos, las fotografías de los candidatos, los lemas de campaña y una serie de elementos gráficos que buscan ser atractivos y llamativos, impresos o estampados en una variedad de productos que, en la actualidad, van desde una memoria USB hasta las alfombrillas que sirven para deslizar el ratón de la computadora.


La propaganda política ha evolucionado a lo largo de los años y su variedad representa un auténtico recorrido por el gusto y las modas de distintas épocas. Y es con el espíritu de dar ese paseo que, en estos días, en la ciudad de México, el Museo del Objeto del Objeto (MODO) presenta la exposición De Porfirio Díaz a Vicente Fox. Propaganda Electoral en México durante el Siglo XX, que reúne más de dos mil piezas clasificadas por sexenio, distribuidas a lo largo, alto y ancho de seis salas donde se documentan 21 campañas electorales, desde 1900 hasta el año 2000.

El visitante comienza el recorrido y se topa con un maniquí del que cuelgan broches (pines) de decenas de partidos, muchos ya extintos, otros cuyos nombres han cambiado, uno que sobrevive a lo largo del siglo XX. Las vitrinas muestran pequeñas hojas con el himno nacional impreso, utilizadas por Francisco Madero, afiches comunistas y socialistas en los que se defienden los derechos de obreros y trabajadores, así como viejas publicaciones características de los primeros años del siglo pasado.

Al cambiar de sala es fundamental voltear hacia arriba, pues del techo cuelgan plásticos verdes, amarillos, azules. De esos que aún hoy se utilizan para decorar los postes de las ciudades en época electoral. El siguiente espacio presenta volantes y propaganda impresa en los que se pueden leer los nombres de Vasconcelos, Almazán, Calles o Lombardo Toledano, así como gorras, lápices y plumas con los de Diego Fernández de Cevallos, Ernesto Zedillo, Manuel Clouthier, Salinas de Gortari y otros tantos. Al fondo, en la enorme pared que adorna la esclarea hacia la planta baja –donde se exhibe un documental con imágenes históricas de campañas–, un mural tipográfico reproduce los lemas empleados  por decenas de candidatos de los distintos partidos.

En el segundo piso del MODO, los objetos se modernizan y pasan de los carteles medianos en blanco y negro a los grandes pósters a color; los mandiles, los botones, las tortilleras, los botes para leche muestran la oferta política de los años cincuenta y sesenta, se puede, además, constatar las sátiras que la oposición hacía de, por ejemplo, Díaz Ordaz, la megalomanía de la imagen con Echeverría, la uniformidad de estilos con Salinas y Zedillo, así como los esfuerzos de otros partidos por competir en el tema propagandístico, en una época en la que se deja en claro como el régimen del partido gobernante disponía de una cantidad ingente de recursos que alcanzaban para el derroche de regalos pero no para salvar al país de las crisis económicas.

En las últimas salas, el avance de la oposición se refleja también en la propaganda, que se vuelve atractiva, muy visual y llamativa; ahí está también un libro de Castillo Peraza, la mano con la “V” de la victoria de Fox, las caricaturas que el dibujante Calderón realizó de Maquío a finales de los ochenta, y una vitrina especial donde aparecen distintas ediciones de periódicos anunciando el triunfo del PAN en la contienda presidencial.

No cabe duda de que este paseo es también un despertar de la memoria, un acercamiento a la historia de una democracia que tardó mucho en serlo en la práctica pero que contó siempre con la participación animada, osada y hasta heroica de la oposición. La generosidad y el talento de Bruno Newman hacen posible que hoy, en el MODO, las generaciones presentes revivan ese esfuerzo de miles de mujeres y hombres por darle a México la libertad de elegir en igualdad de condiciones; todo ello, a través de una exposición que ahonda, por medio de la propaganda política, en la historia moderna de nuestro país. 
 

miércoles, 11 de abril de 2012

Ciencia universal de las ideas, Ramón Llull




 "Todos los conocimientos humanos pueden reducirse analíticamente de un corto número de conceptos a partir de los cuales es posible, en principio, deducir la realidad entera mediante combinaciones figuradas sujetas a regla y método.




En esta combinatoria gramatical y algorítmica, reducidos todos los conceptos a un corto número de ideas simples –designadas de modo simbólico–, de sus combinaciones posibles resultará una ciencia universal de las ideas".


 

"Aparece la enciclopedia de las ciencias, simbolizada en la figura predilecta del árbol. Cada árbol particular toma su lugar preciso en una aqruitectura orgánica común... 
Es el Árbol de la ciencia. En él aparecen ordenadas todas las maravillas del mundo. No habrá sino que recorrelas en la totalidad de sus dimensiones para poseer, en principio, la unidad de una ciencia universal.



La enciclopedia de las ciencias se despliega en 16 partes o árboles:

1. Árbol elemental: se refiere a la naturaleza... a la filosofía natural; la cosmología y la física.

2. Árbol vegetal: dominios de la botánica y sus aplicaciones a la medicina.

3. Árbol sensual: la naturaleza animal... la zoología. 

4. Árbol imaginal: animales superiores dotados de conciencia... es el tránsito entre la naturaleza animal y la humana.

5. Árbol "humanal": realiza la unión entre la realidad corporal y las realidades espirituales... psicología y antropología.

6. Árbol moral: virtudes y vicios... ética.

7. Árbol imperial: régimen social y político... ciencia política y social.

8. Árbol "apostolical": relaciones internacionales.

9. Árbol celestial: astronomía y astrología.

10. Árbol angelical: naturaleza y jerarquía de los ángeles y su intervención en el destino del hombre.

11. Árbol "evieternal": paraíso, prugatorio e infierno.

12. Árbol maternal: vida y misterios de la Virgen María.

13. Árbol "cristianal": naturaleza divina y humana de Jesucristo.

14. Árbol "divinal": teología.

15 y 16. "Ejemplifical" y "Cuestional": aplicación del contenido integral de la ciencia a las necesidades de la vida.  




Con el auxilio del arte y de los dieciséis árboles, es posible tratar todas las ciencias. En ellos están contenidos explícita o implíctamente todas las cosas. Pero sólo en compendio, en forma abreviada y potencial. 
Su desarrollo explícito queda reservado al futuro y se encuentra, en principio, garantizado, de modo infalible, por la rigurosa combinatoria inventiva implícita en la unidad metódica del arte.



...de Joaquín Xirau, Vida y obra de Ramón Llull, FCE, 2004.

lunes, 9 de abril de 2012

Los poderes de la lectura...



Un libro de Maeterlink,  
La muerte
edición de principios del siglo XX, 
hallado en la biblioteca y que ahora 
vuelve de nuevo a la vida, 
a través de la lectura... 




miércoles, 4 de abril de 2012

Música de fondo para cualquier filosofía desempolvada*


1) Deshacerse de los estereotipos, arquetipos y demás figuras que encierren a los oficios, al aprendizaje y a la educación en términos como licenciado, maestro, doctor y otras denominaciones análogas…

Ese es el primer paso para entender que un filósofo pueda deleitar el oído con música que diste de casillas igual de estrechas: de común, hay quien cree que todo aquel dedicado a los libros mira al mundo con desdén, desde un pilar marmóreo al que sólo acceden el saber sublime, elevado y apto para pocos del señor Kant, del erudito Heidegger, del sabio Aquinate, a los que el acompañamiento de Bach, Beethoven o Wagner honrarían con sinfonías, conciertos y piezas de índole similar.

Por supuesto, hay grandeza en esos representantes máximos del Barroco y del Romanticismo musical, respectivamente. La hay porque llevaron el arte a cimas insospechadas pero hay que recordar, ante todo, que esa hazaña es posible por esa osadía de romper con lo establecido y dar un paso adelante.  

2) La lección más importante de su labor es precisamente la capacidad de renunciar a lo aprendido –“el desaprendizaje”– para empezar de cero, que no es lo mismo que de la nada, porque desde que Aristóteles enumerara las leyes de la termodinámica, quedó claro que del vacío no puede producirse algo.

3) Los últimos coletazos de la vanguardia lo entendieron: Dadá dejó seco el molde y el surrealismo abrevó en el inconsciente para llenarlo de ese absurdo que surge de mezclar máquinas de coser y paraguas en una mesa de disección; de ahí, la improvisación tardaría aún algunos años en transformarse en jazz, que la usó como nadie antes. Luego el blues, que simplificó la música en escalas para dar paso al rock n’roll.

Pero no es correcto que un filósofo hable de rock si no es para enclaustrarlo en críticas a la modernidad del estilo Lipovetsky, o para extraer de su sociología las causas de la perdición del mundo.

4) Podría sin duda ser más sencillo, pero no le diga usted a un “pensador” que la cosa es simple, porque atentaría contra la inversión de tiempo y dinero que implica toda educación. Y eso pocos lo perdonan.

Hagamos el ejercicio de mezclar disciplinas: para Borges, la filosofía y la teología son dos ramas de la Literatura fantástica (alguna vez lo comenté a una maestra y guardó un silencio de esos que pueden traducirse como “no sabe usted lo que está diciendo”). Para Cortázar, el diccionario es “el gran cementerio”. Si sumamos ambas premisas, las humanidades pasan a ser parte de la muy digna, sublime y noble tradición de la imaginación.

5) Con estas armas frente a la solemnidad del filósofo-académico-intelectual tan petulante como inoperante en la sociedad contemporánea, intentaríamos dar un giro y acuñar máximas, aforismos o sentencias propias de la más alta escuela de nuestro días: la de la vida.

Es de sobra conocida la imagen del profesionista frustrado y dedicado a hacer negocios o política porque no fue capaz de triunfar en su especialidad. Y es que cada vez nos empeñamos más en reducir al mundo y estudiarlo en sus ínfimos detalles que al antiguo botánico o biólogo se impone el ingeniero en pistilos del manzano, para quien los autores alevosos preparan ediciones del tipo “La Cultura. Todo lo que hay que saber”.

Se busca compensar la ignorancia con volúmenes que le aseguran sabiduría en todo lo que el tema general del título incluya, que puede ser infinito; pero las páginas del libro no lo son, y hay que poner límites.

6) Entonces, los representantes de “la ciencia de todas las cosas”, que es por definición la Filosofía, se convierten en sabios empolvados poco aptos para sobrevivir, a menos que consigan un contrato para uno de aquellos volúmenes o una cátedra mal pagada en este mundo en desarrollo que es el Continente americano del Río Bravo hacia abajo.

La segunda lección sería entonces ni especializarse en lo ínfimo ni ser tan soberbio como para pretender abarcarlo todo.

7) Desde esta modesta posición, el nuevo filósofo cambia el sabio cognac por cerveza, la conversación elevada y pletórica de palabras como axiología o hermenéutica por sus comentarios sobre el mal arbitraje del partido anterior o la errónea decisión del técnico de convocar a tal y no a cual jugador; para el caso que nos atañe, la música llamada clásica por la nueva trova cubana, el rock de los sesenta y setenta o, ya en peligro de traicionar lo poco que le queda de dignidad intelectual, por el pop en cualquiera de sus manifestaciones.    

8) El primer paso para hacerlo es perder el miedo a la falta de solemnidad. No, por supuesto, a la convicción de que leer a Nietzsche mientras se escucha a Kiss es imposible, o que escribir un ensayo sobre la trascendencia del alma entre los griegos del siglo VI aC amenizando el espacio de estudio con Greatful Dead puede llevar a profundidades por las que nadie se interesa, pero sí dejar a un lado aquello de que por escuchar a tal o cual músico hay riesgo de bajar un peldaño en la escala cognoscitivo-evolutiva.

9) La música de fondo puede amenizar el silencio para quienes por culpa de la voracidad urbana no soportan la noche silenciosa y despoblada; si se me permite una recomendación, siempre será mejor prescindir de melodías que lleven la letra de una canción, pero si se considera que la trompeta de Miles Davis arroja al subconsciente muchas más palabras que los fragmentos de Heráclito –muy fragmentarios para entenderse sin la ayuda de una interpretación del tipo Rodolfo Mondolfo–, entonces mejor elegir algún Mozart, Brahms o Shostakovich, selectos, porque también ellos tuvieron sus creaciones que hablan como tarabillas.

10) Al finalizar, y para asentar los pies en la tierra, el grito de Help de Lennon es idóneo para regresar del limbo mental y entender que los sentidos siguen siendo nuestra forma de percibir y estar en contacto con el mundo exterior.

Si nada de esto fue suficiente y usted prefiere continuar solemne, elevado, como ausente y considerarse indigno de pláticas o textos baladíes, hágalo, está muy bien, porque el mundo plural y diverso de nuestros días requiere de usted para ser ejemplo del mal o del bien, no importa porque en la modernidad todo es relativo, y todo pasa y se olvida con mucha rapidez.

11) Para caminos alternos, se sugiere encontrar la bibliografía adecuada, hacerse de los libros y leer con voracidad, intentando, cual George Perec en su novela-instructivo para la vida, armar el puzzle de una vida a ritmo de bebop (lo cual siempre será más gratificante que cualquier camino académico pero nunca suficiente para hacerse de diploma o título –para mayor referencia, remitirse al punto número 5 de este peculiar tractatus–).




* Título sugerido por el nombre de una canción de la agrupación argentina Sui Generis.

martes, 3 de abril de 2012

El casete: costumbres y usos urbanos


La escena fue característica de quienes crecimos antes de que la llamada era digital redujera todo al mundo de bits y bytes: 1) sintonizar la estación de radio preferida con ese balance del tacto que exigía un pulso capaz de hallar el .7 entre el 104 y el 108; 2) presionar los botones rec, play y pause al mismo tiempo en espera de que la canción comenzara a sonar; 3) hacerse de la pieza que, junto a otras obtenidas de igual modo, conformaría la selección personal que llenaba casetes de 60, 90 o 120 minutos de duración. 

Han pasado casi veinte años de esa práctica que ahorraba adquirir –en pesos viejos– las cintas que, a la postre, sufrían el desgaste fruto de adelantar y retroceder la canción predilecta, lo cual era también un cálculo milimétrico para atinar el momento exacto en que los acordes iniciales marcaban el comienzo de la pieza. Veinte años en los que la tecnología redujo todo a un sencillo y útil botón que lleva al track siguiente o anterior del CD y luego del mp3. 

Los casetes quedaron como objetos de la nostalgia, arrumbados en sus cajas junto a los viejos aparatos de radio que poco a poco cedieron su manivela de sintonía a una pantalla digital que simplificó para siempre el modo de hallar una estación. Los encontré en la última mudanza. Los originales que valía la pena adquirir porque todas –o casi todas– las canciones merecían ser escuchadas y los grabados de la radio, que pasaban a ser prácticamente creaciones propias pues mezclaban el gusto particular de un grupo a otro, de una banda a la siguiente y evitaban el desgaste de las cabezas del reproductor y de la cinta de lo reproducido. 

Mi infancia estuvo llena de casetes que escuchaba mi padre y que había traído de Italia y Suiza, tras un lustro de estudios en el Viejo continente. Se completó con otros que obtuvo en Sudamérica y que me iniciaron muy joven en la llamada canción de protesta; a cierta edad, esas influencia causan daños irreversibles y, años después, la colección contestataria se enriquecía con otros tantos que yo obtuve de canciones separatistas canadienses. Así, el uruguayo José Carbajal “el Sabalero”, que cantaba candombes contra la dictadura, aparecía en la misma cinta junto a Michel Rivard o Richard Seguin, que a ritmo de country proclamaban la independencia quebecoise . 

Los cambios de casa sumaban una decena antes de cumplir los quince años; jamás tuve acetatos porque, decían, se dañaban al transportarse y era preferible optar esa otra plataforma más compacta y portátil, que después cupo en un walkman y podía llevarse a cualquier sitio. Los aparatos, al principio, eran inaccesibles. Alguien que viajaba a EEUU o algún acaudalado pariente llegaron con el primero, adquirido en esos establecimientos de productos de importación –anteriores al Tratado de Libre Comercio– que llamábamos “tiendas japonesas”, donde un chocolate Snickers o Milky Way podían costar lo que diez Tin Larines. 

Ahí estaban los primeros walkman, negros, aparatosos, del tamaño de un videocasete pero que podían tocar cintas o sintonizar la radio y colgarse del cinto o guardarse en otra novedad de la época: las “cangureras”, esas bolsas que se amarraban a la cintura y permitían cargar reproductor y uno que otro casete. También se conseguían en la llamada fayuca, en Tepito, donde se decía “te roban los calcetines sin quitarte los zapatos”. 

Tener walkman equivalía a ser la envidia de la escuela y poco a poco comenzó a proliferar la imagen del muchacho con los audífonos sostenidos a la cabeza por una diadema, el cable conectado al aparato y el siempre latente riesgo de que la cinta se enredara, precedida de una alteración del sonido que terminaba por lentificarse hasta volverse agudo, inevitable aviso de que ocurría un caos de proporciones catastróficas. 

Entonces se recurría al lápiz que, insertado en uno de los orificios del casete, se giraba para regresar la cinta a su lugar, lo cual era un éxito a menos que ésta se volteara y volviera inservible la colección de canciones. Nadie nacido entre los años setenta y ochenta del siglo XX es ajeno a estas tragedias, que podían reducir el trabajo de captura y grabación de varias semanas a una madeja inservible que, de cuando en vez, se observaba tirada por las calles, que se enredaba en los zapatos del viandante distraído y era en fin de cuentas una especie de símbolo urbano. 

Los gustos musicales personales evolucionaban y las estaciones de radio o las tiendas departamentales ya no alcanzaban para hacerse del material de grupos o cantantes “no comerciales”, conocidos a fuerza de pasar los casetes de mano en mano, de grabadora en grabadora. Llegada la adolescencia, el tianguis de El Chopo, a un lado de la entonces abandonada Estación Buenavista –hoy flamante punto de partida del Ferrocarril Suburbano–, era punto de referencia obligada para quienes buscaban música distinta, desde trova cubana de Silvio Rodríguez hasta los catalanes Raimón o Lluis Llach, imposibles de encontrar en los nacientes Mixup o en las áreas dedicadas a música de Aurrerá y De Todo. 


Los primeros discos compactos aparecieron y tardaron poco en ser tan baratos como los casetes, ya en vías de extinción pero aún disponibles en puestos de los que hoy se llaman comercio informal, y que durante esos años fueron espacio exclusivo para la música “marginal”: colocados uno a lado de otro, con sus cubiertas en blanco y negro, junto a separadores con la efigie del Che, de Zapata o del floreciente Marcos, bandas como Sekta Core, Panteón Rococó o la Tremenda Korte sonaban mucho mejor que al ser producidas, llevadas a estudios profesionales, editadas, masterizadas, remasterizadas en formato digital por productores afamados en Los Ángeles, Nueva York o Miami. 


Quizá los especialistas discutirán el punto anterior, pero aquel mercado sabatino ofrecía a los visitantes –compuestos en su mayoría por representantes de las más excéntricas tribus urbanas de la época: trisoleros con peinados en picos que se mantenían firmes por arte de algún menjurje sólo por ellos conocido; punks nostálgicos de los años ochenta; roqueros en busca de partituras que sólo ahí podían encontrarse; y los nacientes skatos, que aprovechaban cualquier planicie de concreto para hacer suertes con la patineta–, tanto a los ocasionales como a los de culto, la posibilidad de adquirir música imposible de hallar en prácticamente ninguna otra parte, generando un espacio de intercambio que acercaba a bandas lejanas con públicos nuevos (en lo personal, eran las cintas de Los Fabulosos Cadillacs, pues si bien el éxito “Matador” no tardó en asfixiar la radio comercial, había casi una decena de cintas anteriores que no estaban a la venta en ninguna otra parte). 

La irrupción masiva del disco compacto cambió todas esas prácticas pero, como pasa con la tecnología naciente, pasaron todavía algunos años antes de ser sustituidas por completo; sin duda, muchos menos de los que convivieron el acetato y el casete, destinados a la postre a caer en el desuso y que pronto fueron sometidos por el naciente imperio digital. Las ventajas del CD eran muchas pero, hasta la aparición de las primeras computadoras con “quemador”, fue imposible mezclar los diversos gustos propios en una sola pieza, lo cual generó que muchos conserváramos nuestras viejas caseteras y, a la postre, las complementáramos con un discman que, conectado al viejo modular, permitía seguir con las viejas prácticas. 

El discman, no obstante, tenía una portabilidad poco útil. Cualquier bache, tropezón o movimiento brusco hacían saltar la pista hasta un punto impredecible; un disco compacto rayado se trababa y era necesario saltar al siguiente track; su tamaño hacía indispensable otros medios de transporte y el almacenamiento de los discos, a pesar de ser más delgados, volvió inservibles las viejas torres de casetes; para la playa, siempre era preferible cargar con grabadora y casetes que hacerlo con lectores ópticos que se volvían inservibles al mínimo roce con la arena. 

Las disqueras pronto comprendieron que lo marginal podría ser comercial, y entonces fue posible adquirir los CD de grupos como Caifanes, Maldita Vecindad, El Tri o Lira N’ Roll en cualquier MixUp o tienda departamental. En caso de no tenerlos, se pedían a otra sucursal por fax o teléfono pero, lo importante, era la venta. Los acetatos ya eran cosa del pasado. Los casetes estaban en vías de extinción y plataformas de video como el Laser Disc habían demostrado que no toda nueva invención era necesariamente mejor que la anterior. Sin embargo, la música seguía: los videos y los canales especializados de televisión como MTV contribuyeron a la masificación de lo que hasta entonces era orgullo exclusivo de conocedores. 

El rock argentino, el reggae francés o africano y otros géneros poco comerciales fueron importados por la innovadora Tower Records, donde era un lujo encontrar aquella música que sólo obtenían quienes podían viajar a esos países y continentes. A pesar de todo el avance tecnológico, valía la pena conservar los casetes viejos que ya nadie tenía y era imposible conseguir, las canciones que sonaron durante unos meses y pocos recordaban, esos tesoros de cinta que mantenían a salvo la memoria de un olvido que elegía a sus sobrevivientes con base en el número de ventas; no era Soda Stereo ni Red Red Wine, eran Calamaro, Spinetta, Charly García, Fito Páez, Peter Tosh, Syd Barret y otros tantos que vencieron fronteras, llegaron a ser parte de los catálogos y, algunos, hasta de las listas de ventas. 

Poco tardó en llegar la siguiente plataforma: tras varios intentos bastantes incómodos de encerrar música en archivos digitales (los de Sony, sobre todo) Apple entró al mercado en 2001 con iTunes, que a través de la computadora permitía almacenar mil canciones en un dispositivo del tamaño de un casete. Con esta herramienta era posible ya tener toda la música que cabía en cualquier cinta o en cualquier disco, bajo ese engañoso concepto de abundancia que volvió la cantidad un asunto de competencia: se comenzaron a popularizar frases como “ya tengo nueve mil canciones en la computadora”, o “el nuevo iPod almacena 48 horas de música continua”. Este avance tecnológico terminó por desterrar por completo las cintas de todo tipo de tienda, e incluso los aparatos para reproducirlas comenzaron a convertirse en una extrañeza cada vez más difícil de encontrar. 


Los grupos que al principio se resistieron a ser ofertados en la iTunes Store cedieron uno tras otro al éxito que ésta cobró a nivel mundial: con el mismo sistema de prepago que los celulares, es posible adquirir todo tipo de material, desde aquellos cantantes contestatarios que escuché en mi infancia y adolescencia hasta adelantos de las novedades que vendrán o incluso más canciones de las que ofrecen los discos compactos. Para quienes se resisten con el argumento de que comprar un disco en línea no te ofrece el arte del cuadernillo, ya es posible incluso hacerse de éstos en formato .pdf. 

Así, los walkman se convirtieron en objetos de coleccionista, los discman terminaron de mostrar su inutilidad y los reproductores digitales se convierten poco a poco en parte del nuevo paisaje urbano, con esos audífonos diminutos que se ajustan a la entrada del oído, que casi siempre son blancos y abstraen a quien los usa de cualquier irrupción sonora que provenga del exterior. 

Veinte años tomó para que las costumbres musicales sufrieran cambios irreversibles. De la especialización a la masificación en el uso, como ocurrió con la computación, con la fotografía, con la lectura –aunque en este campo la reticencia parece ser mayor– o con la telefonía. Pocos extrañan los rollos Kodak o Fuji y algunos recuerdan la frustración de las películas veladas o quemadas; adquirir una nueva computadora ya no requiere de la contratación de un especialista que la instale y eche a andar; nadie llora la desaparición del disco de marcación de los teléfonos viejos, así como pocos deben ser los que lamenten la caída del imperio del casete, que acompañó la adolescencia y forjó las costumbres musicales con los rituales que lo rodeaban, con las prácticas que impuso y que el desarrollo tecnológico fue dejando en el olvido hasta hacerlas vetustas y anacrónicas. 


Hace unos meses, con el último cambio de casa, salieron de su escondite las cintas viejas, unas cien, empolvadas, algunas originales pero la mayoría conformadas por grabaciones de la radio. Ya no había dónde tocarlas y su silencio era como un idioma perdido que de pronto comienza a hablarse pero que ya nadie puede entender. Conseguí un viejo tocacintas gracias a mi hermano, un coleccionista patológico de cosas viejas, y escuché algunos fragmentos al azar; palpé sus cajas de plástico, sus portadas fotocopiadas e incluso me enfrenté a tener que recurrir al viejo lápiz amarillo para devolver la cinta de uno que se enredó. Recordé que para llevar walkman hacía también falta contar con las baterías alcalinas que eran la fuente energética de su motor. 

No creo que el casete vuelva a tener nunca la importancia que tuvo alguna vez. O quizá, como ocurre hoy día con los viejos acetatos, aparezcan de nuevo en algún anaquel de tienda pero ya no como objetos útiles sino más bien como alimento de la nostalgia para quienes aún saben cómo situar la aguja en el surco indicado. Mientras eso pasa, entro a la computadora, abro la iTunes Store, busco aquellas canciones que sirvieron para conquistar a alguna mujer, para acentuar alguna amistad o para amenizar desenfrenos juveniles, y pulso la tecla digital de “Comprar”. Espero a que transcurran los tres minutos que tarda en descargarse el archivo y desde alguna parte creo escuchar el reclamo de los casetes perdidos, el llamado del mercado ilegal, las voces de otros tiempos que busco rescatar y que llegan acompañadas de imágenes de tonos muy parecidos a los que se obtienen con el filtro hoy llamado “Instagram”. 

Publicado en Etcétera, marzo 2012; http://www.etcetera.com.mx/articulo.php?articulo=11971