martes, 30 de octubre de 2012

Los mapas tortuosos de Michel Houellebecq



El mercado del arte es en la actualidad un reducto donde confluyen la aristocracia de los grandes capitales, los coleccionistas extravagantes de las potencias viejas y emergentes, así como especialistas que más allá de la calidad de la obra, determinan lo que merece considerarse de calidad o no, y que a la postre podrían ser quienes, incluso más allá de la crítica, aseguren la posteridad o la caducidad de un artista.

La llamada sociedad de consumo, cuyas consecuencias vaticinara ya desde hace décadas Gilles Lipovetsky (en títulos como El imperio de lo efímero y La era del vacío), terminó por devorar a la creación y marcar la pauta de sus patrocinios, de su fracaso o de su éxito, reservando la fama a quienes puedan adaptar la imaginación a la exigencias del consumidor.

Y es esta travesía comercial y económica del siglo XXI la que el escritor francés Michel Houellebecq traza en su más reciente novela, El mapa y el territorio (Anagrama, 2011), una historia donde, además, y con la crudeza que ha distinguido al autor en su trabajo anterior, se hace un recorrido por los grandes conflictos humanos que determinan nuestro tiempo, como la eutanasia, el crimen como indignación de unos y placer de otros, el lugar de las generaciones anteriores en la vida diaria, el ambientalismo en boga y la oposición de la existencia rural y la urbana que persiste en la Francia de la actualidad.

 La trama relata los avatares de un artista que, de la marginalidad y el anonimato, pasa a través de la fotografía de mapas al prestigio de los grandes salones, de las galerías repletas de mercaderes posmodernos y de los patrocinios de las empresas trasnacionales, que a través de internet promueven y ofrecen su trabajo al postor capaz de cubrir sumas que poco a poco van en aumento hasta llegar a las centenas de miles de euros. Luego de una etapa de ausentismo, y tras el éxito de las grandes revistas y los reportajes en la prensa especializada, el creador vuelve a encumbrarse con retratos en lienzo de aquellos “oficios” o paisajes que considera representativos del siglo XX.

No escapan a su pincel Bill Gates o Steve Jobs, por mencionar a los más renombrados, así como, en un giro soberbio del texto, el propio autor de la novela, Michel Houellebecq, que abre las puertas de su estudio y de su biblioteca para mostrar cómo una vida mitificada por extravagante puede estar en realidad sumida en un letargo donde conviven la rutina, la banalidad, la soledad y el tedio. Este autorretrato logrado a través de las visitas del pintor al estudio del escritor es una de las cimas de El mapa y el territorio, y a su vez desencadena el conflicto principal de la novela: su propio asesinato a manos de un personaje oscuro, coleccionista de insectos tropicales que termina en el sótano de un laboratorio donde se realizan experimentos que mezclan lo humano con lo animal.

Y es el propio protagonista quien, tras meses de pesquisas infructuosas de las autoridades, otorga las pistas necesarias para resolver un caso que considera una atrocidad mayúscula y del que, con crudeza contagiosa por su indignación y realismo, señala: “El mundo es mediocre… Y el que ha cometido este crimen ha aumentado la mediocridad del mundo”. Sólo el dinero y el amor propician masacres como la que ocasionó la muerte ficticia de Houellebecq, afirma el decano de la policía asignado al caso, sentencia que queda reafirmada tras revelarse el móvil del criminal.   

La vida, sin embargo, prosigue. El retiro del pintor a la paz de la campiña francesa, ya con los frutos millonarios de sus trabajos anteriores, lo llevan de vuelta a una especie de “origen natural” que capta en imágenes de video, postrada la cámara durante días en un mismo punto y que son su obra final. En esa vuelta a la naturaleza es donde termina la existencia de Jed Martin, aislado, rutinario, enfermo y convencido de que la vida humana es sólo ese camino que conduce de regreso a la tierra primigenia, donde todo se mezcla, de la que sólo sobrevive un puñado de cenizas y el propio arte, la obra condenada a pesar de sí misma a ser posteridad pero elevada al punto de ser el único espacio para la propia salvación. 


viernes, 26 de octubre de 2012

Esos días raros: confesiones de otoño y unos libros

Escritorio de Carlos Castillo Peraza en Humanismo, Desarrollo y Democracia.


Hay días demasiado súbitos, repletos de cosas que ocurren de manera tan rápida que apenas pueden digerirse en el instante y hay que esperar a un remanso de calma, ese rato en el que uno puede encontrarse con sus propios pensamientos, escucharse, dejarse invadir por los sentimientos que se fueron acumulando durante la jornada y que afloran uno tras otro para poner cada cosa en su lugar.

La mañana sabía al gusto de la charla entre amigos de la noche anterior: confesiones, risas, literatura, una cátedra de cine, política y libros viejos de la biblioteca de mi padre que fueron obsequio del pintor Alberto Gironella y que guardo con el gusto que sólo percibo cuando los extraigo, recorro sus páginas y hallo esas notas anárquicas, los subrayados de colores, el sello "Esto es gallo" y el placer de mostrarlos a ojos que estén dispuestos a contemplar y acariciar las páginas con la precaución y el cariño de quien tiene en sus manos un tesoro compartido.    

Siguió la prisa de oficina: galeras para revisar, correcciones, cambio de imágenes, marcas en rojo sobre el papel que debían pasar a la pantalla para luego ser papel en el futuro. Luego, visita a la Fundación Preciado Hernández, donde siempre hay caras amigas para encontrar y reencontrar: Bernardo Ávalos salió mientras yo hacía ante sala con ese porte de viejo sabio que sólo él sabe llevar con una sonrisa franca y plena. "Hablábamos de un Carlos Castillo", comentó. "Un homónimo", respondí entre saludos, abrazos y despedidas de pasillo. 

La espera fue larga, suficiente para saludar a Gerardo Ceballos, a María Elena de la Rosa y a Armando Reyes, colegas y amigos de la trinchera editorial; un cigarro para consumir más minutos y de nuevo a la sala de espera del que otrora fuera CEN del PAN. Ese espacio está lleno de recuerdo y añoranza: ahí donde ahora hay un cuadro se encontraba otrora la vitrina de publicaciones del PAN; donde se erige el edificio que resguarda el archivo del Cedispan se encontraba la casa de Marcelo y Maura, él chofer, ella su esposa, encargada de preparar los bocadillos para los grandes eventos de mediados de los años noventa. 

El recorrido de la memoria pasa por cada lugar: donde ahora se ubican las oficinas administrativas estuvo la sala de juntas donde conocí a Alonso Lujambio, con ocasión de algún consejo editorial de la revista Bien Común; donde es el actual salón de eventos se reunió el Consejo Nacional para elegir a mi padre como presidente del CEN en 1993; en las escaleras que llevan a la segunda planta, donde puede verse un enorme vidrio biselado con el logotipo de la Fundación, estaba una fotografía gigantesca de Francisco I. Madero; la oficina hoy invadida por la humedad era la sala de transmisión de onda corta en la época en la que no existían ni los "bippers" ni los celulares. 

En ese paseo estaba cuando Jesús Garulo, bibliotecario dedicado del Cedispan, me arrancó de la silla para mostrarme el espacio del archivo que ocupa actualmente la biblioteca de mi padre, donada en resguardo por mi familia hace apenas unas semanas y a la que él ha dedicado horas largas de clasificación y acomodo. Me invitó a observar los avances y la sorpresa fue una suma de sentimientos encontrados: los libros en un orden momentáneo, algunas colecciones aún dispersas pero cada uno en su orden numérico: el 0 para la consulta, el 100 para la filosofía, el 800 para la literatura y otras taxonomías de la biblioteconomía que incluyen religión, ciencia, política, economía, arte, sociología, psicología, historia y una variedad de temas que son tan amplios como fue su curiosidad y su sed de saber.

Carlos Castillo Peraza, en Roma, 1970; al fondo, las obras
de Charles Moeller.


Garulo hablaba, señalaba los hallazgos, acentuaba la voz cuando se refería a un tomo dañado por la humedad, celebraba ediciones viejas, pero para mi era una voz de fondo, lejana, de algún modo silenciada por la vista que se centraba en los títulos. Ahí estaban los volúmenes de historia de la literatura cristiana en el siglo XX de Charles Moeller; la Enciclopedia Britannica y su veintena de tomos; la Enciclopedia Yucatanense; los tomos de las Joyas Literarias Universales de Burguera, con sus pastas imitación piel, de colores; las obras completas de Lenin y la extensa colección de libros sobre marxismo que me sorprendieron años atrás, cuando abrí con mi padre las cajas de libros para instalarlos en su biblioteca y, ante mi pregunta por aquellos libros, me respondió: "nosotros los estudiamos a ellos y ellos jamás se interesaron por nosotros; por eso nosotros ganamos".

Estaban también los dos tomos de Alianza de "Los sonámbulos", de Koestler; la "Apologética Historia Sumaria" de Bartolomé de la Casas, en edición de lujo; las novelas completas de Morris West, algunas de Noah Gordon y de John Le Carré; el Atlas Histórico de la Británica, tomos que pertenecieron a mi abuelo materno, otros tantos en francés e italiano que mi padre traía consigo en sus viajes, en los años cuando mandarlos traer del extranjero era un suplicio de correo nacional, cambio de divisas y otros escollos hoy superados por la mundialización.     

Esos y otros miles de volúmenes acompañaron mi infancia y adolescencia. Cuando tuve mi primer trabajo en el despacho de análisis político Humanismo, Desarrollo y Democracia, que encabezaba mi padre, una de mis labores fue aprender a moverme entre esos libros, a identificarlos por los colores de sus lomos, a encontrarlos en cuestión de segundos cuando el teléfono sonaba y se escuchaba la voz que decía: "necesito uno de Guitton, cuyo nombre no recuerdo pero que tiene el lomo azul".

Tuve la fortuna de acompañar a mi padre en el plano laboral durante sus tres últimos años de vida, orgullo que ninguno de mis hermanos conoció por edad y por divergencia de gustos. Quizá por eso fue que, una ocasión, me dijo: "cuando muera los libros son para ti y los discos (una colección similar en número), para Julio; a Juan Pablo le he dado más viajes que a ninguno de ustedes". Y así fue. Cuando en 2007 decidí abandonar el hogar, cargué conmigo casi la totalidad de la voluminosa herencia, que pasó a ocupar el total de las paredes de un pequeño departamento de dos piezas. Dos años después, mi hermano Julio reclamó una parte de esos libros, que a regañadientes pero en el afán de mantener la concordia fraternal, accedí a entregar. Con crudeza, hoy comprobé que esa mitad reposa en el acervo del Cedispan. 

Salí de la Fundación Preciado con un nudo en los recuerdos y una astilla en la risa. Caminé unas 25 cuadras bajo el inusitado sol de octubre con la mente puesta en el mismo objetivo que cuando cedí aquellos libros: no vale la pena el enojo ni el reproche. Y así fue, aunque la mente combatía el asalto de sentires que iban desde un "si fuera dinero y no libros no lo habrían entregado a nadie" hasta un "accedo a repartir mi herencia y luego la entregan a alguien más"... 

El coraje desapareció, como siempre que me refiero al tema, tras charlar con Tassier y con Claudia, generosos en palabras certeras y consuelo oportuno. Y así termina el día, rodeado de los libros que guardo, con el gusto de haber conservado y llevado conmigo ese legado que tiene el valor de lo que no se tasa ni se cotiza porque puede pasar que en cualquier momento abras una página y surja una nota manuscrita, un apunte ocasional o una foto de mis padres con no más de treinta años como la que Jesús Garulo me entregó, casi borrada, a resguardo en esas páginas que nadie consultó.


viernes, 19 de octubre de 2012

Manuel Álvarez Bravo: voces complementarias




La narrativa se vive, se calza. El poema es sentir puro. En la novela habitamos el transcurrir de las páginas, entramos por una puerta y salimos por otra que si bien no siempre es la salida, sí conduce hasta ésta, tarde o temprano. El poema se calza y es vida, espejo del sentir, de la experiencia humana más íntima. La poesía, más que verse entre horizontes, es mirada pura, asomarse al paisaje que el fotógrafo veía, que nunca dejará de ver, donde un detalle llamó la atención y entonces fue detenerse, aprobar, buscar el ángulo preciso o hallarlo exacto al primer voltear, asomarse a la lente con su círculo cuadrado, imagen, disparo y obturador: pasos frágiles para dejar un instante de tiempo en suspenso, detenido. 

Julio Cortázar afirma que “la realidad, sea cual fuese, sólo se revela poéticamente”[1], premisa que resulta en particular atinada para la fotografía: si la realidad aparece ante los ojos como poema es porque el género lírico –a diferencia del cuento y la novela, que son invención– resulta experiencia pura, no narración ni fantasía, más bien un golpe seco donde la experiencia del sentir traduce la emoción en letra, verso, ritmo en fin de cuentas (En el principio fue el ritmo…). La fotografía se asemeja entonces a la poesía por su retrato íntimo de la realidad individual, del sentir ajeno que logra aprehenderse hasta identificarse con el propio, el hacer humano libre de descripciones complementarias que modifiquen su significación. En este sentido, las múltiples lecturas que ofrece cada verso del poema son comparables con las lecturas que pueden existir de una imagen; no obstante, para evitar la dispersión de significaciones existe la unidad poética, que sólo se obtiene al concluir la lectura del poema, cuando los hilos dispersos de las ideas se hacen un nudo preciso y acorde con la intención original del poeta, que puede o no anticiparse en el título. El fotógrafo, por su parte, no goza del beneficio de la palabra para atar los posibles significados implícitos en su obra, y aunque la fotografía es en sí misma unidad de imagen, la traducción de esas formas puede dispersarse en múltiples interpretaciones. 


Retrato póstumo
Para evitar esa posible confusión, la lectura incierta, el fotógrafo puede recurrir a diversos medios, ya sea evitar el exceso de distractores o centrar la toma en un punto preciso que hablé por sí mismo. De igual modo, el empleo de la palabra puede resultar un complemento que esclarezca aquello que se intenta destacar. Manuel Álvarez Bravo, quizá el fotógrafo mexicano de mayor renombre, hace uso de la palabra para no privar a la imagen de todos los componentes que pueda albergar, y logra con cada frase una armonía impresa, casi palpable en cada toma, motivos y temas que rara vez se detienen en lo que la imagen enseña y encuentran en frases cortas y precisas el puente a una realidad que existe más allá de la imagen, logrando incluso volcar la atención a otro sitio que en ocasiones se distancia de la intención que pareciera original hasta el punto de obtener significados totalmente opuestos a la impresión primera: así, el retrato tétrico de una momia que posa su cabeza sobre la mano extendida, y toda esa imagen que pareciera surgir de una penumbra bajo el título “Retrato póstumo”[2], ante lo que no queda sino decir pues sí, con una dosis de humor negro que hace burla de la muerte, la enfrenta, le da la vuelta para esbozar una sonrisa desde este lado, el de la vida. 


Tumba florecida
Esta modificación de la impresión original ante la fotografía suele repetirse a lo largo de la obra de Álvarez Bravo, y quizá obedezca no sólo a la conjunción de fotografía y frase sino a la propia realidad que se intenta retratar; fue André Breton quien señaló que las fotografías del mexicano han puesto al alcance de la mano la poética del paisaje mexicano, su ambivalencia: la cruz de un sepulcro se yergue sobre la tierra entre hojas y una extensión de flores al frente; corona de verde en blanco y negro –porque en esos tonos la realidad es más real– que se repite en su sombra, coronando también el suelo y los muertos que guarda. Al pie: “Tumba florecida”, y de nuevo con Breton: magia cotidiana, y esa es la vista del mundo que busca la lente, la de todos los días, habitada por mujeres, hombres, niños, vida y muerte. Vistas y situaciones que están a la vuelta de cualquier mirada, mundos que suceden en el acontecer diario, en lo sublime que oculta el día a día pero en donde el fotógrafo –y ahí reside el talento– se detiene el tiempo suficiente para encontrar el ángulo exacto, el que comunica con ese otro lado que a su vez se detalla en cada frase, por si alguna duda quedaba; es decir, el fotógrafo que hace un alto reflexivo ahí donde los demás pasarían de largo. 

La lente de Álvarez Bravo posee otra atributo destacable: el testimonio temporal. El fotógrafo fue testigo de prácticamente la totalidad del siglo XX, tanto en México como en los epicentros del arte mundial –París, Nueva York–, lo que de alguna forma convierte su trabajo en una crónica, testimonio vivo que observa pasible desde su marco. Así es la fotografía, un lenguaje de pasado, de instantes retenidos que abren un paréntesis: quien nos mira desde ese espacio lo hace desafiando la movilidad del tiempo, desde una vida acaecida o un respiro congelado, quien mira desde una foto estuvo vivo en el pasado y lo sigue estando en el presente, desde la pared que detiene el retrato amarillento hasta algún libro de imágenes en sepia de la Revolución: situaciones, personajes, acontecimientos ya no del hoy sino del ayer, atrapados en un enramado que los años decoloran y arrugan, pero no extinguen.

¿Cuántas historias puede haber detenidas en ese siglo?, ¿cuánta vista albergada en acontecimientos, fragmentos del paso de los hombres que salen del anonimato para volver ahí pero ya de manera distinta, con un título debajo, con un entorno plasmado que los sitúa más allá de lo temporal? Asimismo, a lado de Henri Cartier-Bresson, Álvarez Bravo fue protagonista de una suerte de renacimiento de la fotografía, en una época cuando este arte[3] perdió su solemnidad y ganó un dinamismo que antes de enfocarse en los personajes o los paisajes aborda la realidad de la calle, escenas que pueden suceder en cualquier sitio, anuncios callejeros, vitrinas, pies y manos suspendidos como cuelgan de la realidad los retratados, un maguey tajado y sangrante, un ojo que mira desde el anuncio de una óptica y es otro ojo superpuesto en el reflejo de un cristal. 

El día a día se revela a quien lo mira a través de lentes cóncavos y convexos, reflejos de sombras y luz pero también la sorpresa de lo casual, que pierde su máscara cotidiana y toma la del asombro, la de las cosas que en las manos del artista resisten el paso de los años, el carácter atemporal del arte, el verdadero arte trascendiendo la frontera más ardua y rígida de los hombres, de lo vivo: el tiempo. No obstante, Álvarez Bravo entrega la explicación más atinada para su obra, que recoge el poeta Aurelio Asiain: ante todo lo dicho, quizá él sólo asiente despacio la cabeza y diga ¡ah, qué interesante!, o te mire a los ojos como diciendo que no hace falta, que basta con mirar, observar, y concluya: No le dé vueltas: vea




[1] Cortázar, Julio, Obra crítica/2, Alfaguara, 1994, “Notas sobre la novela contemporánea”. 
[2] Las fotografías referidas en este texto fueron consultadas en el libro Manuel Álvarez Bravo, con prólogo de Susan Kismaric, The Museum of Modern Art, Nueva York, 1997. 
[3] Sobre los parámetros para aseverar que la fotografía se inserta en el campo de las artes, ver Paz, Octavio, México en la obra de Octavio Paz, FCE, 1987; en particular el ensayo “Instante y revelación”.

lunes, 8 de octubre de 2012

Homenaje a Pushkin

 
"Dos días después, su casa se convirtió en santuario para su patria y la chusma de la corte no vio una victoria más luminosa que la de él.

Toda la época (por supuesto, a pesar de sus enemigos) lentamente se iba convirtiendo en el tiempo de Pushkin. Todas las mujeres hermosas, las damas de compañía de la emperatriz, los árbitros de la opinión y la moda, los cortesanos de alcurnia, los ministros, poco a poco se transformaron simplemente en los que vivieron en la época de Pushkin. Después quedaron como meras referencias en los libros sobre Pushkin.

Se habla y escribe: la época de Pushkin, el Petersburgo de Pushkin. Pero eso ya no tiene la más mínima relación con la literatura. En los salones palaciegos donde ellos bailaban o murmuraban contra Pushkin, se ven colgados los retratos del poeta, se guardan sus libros y las pobres sombras de los cortesanos han sido expulsadas definitivamente de ahí.

Sobre los magníficos palacios, sobre las casas espléndidas de ellos, se dice solamente: aquí estuvo Pushkin, o por aquí nunca pasó Pushkin. Todo lo demás no interesa. El emperador Nicolás, solemne en su retrato, está en las paredes del Museo de Pushkin; los manuscritos, los diarios y las cartas se valoran sólo si allí aparece esa palabra mágica: Pushkin".   

Anna Ajmátova