jueves, 27 de junio de 2013

José María Pérez Gay: novelista, traductor, intelectual


 
 Descubrí la obra de José María Pérez Gay a través de su novela Tu nombre en el silencio (Cal y Arena, 2001), un relato extenso pero ameno, con tintes autobiográficos y que retrata la Alemania de los años sesenta del siglo XX en la vida de tres estudiantes latinoamericanos que cursan los años universitarios en la ciudad de Berlín.
 
En lo personal, el libro fue un hallazgo literario de esos que no solamente se conforman con narrar una historia que mantiene atrapado al lector sino, además, le introduce a un mundo que, para el caso de esa novela, es la literatura alemana o, para ser más precisos, en lengua alemana, porque uno de esos descubrimientos fue el vasto e inmenso universo de las letras escritas en alemán, más allá de las fronteras geográficas y con aquel idioma como un aglutinante de pueblos, culturas y razas dispersas.
 
La cuestión de esa unidad ha sido compleja a lo largo de la historia y ha padecido la ambición de los hombres, entre guerras, genocidios y atrocidades que distan de ser exclusivas del siglo pasado. Sin embargo, la obra de Pérez Gay resultó ser una puerta de postigos altos y ensanchados, que abrió paso a uno de los poetas que acompaña como una presencia constante la trama de Tu nombre en el silencio: Paul Celan (el título del libro nace del verso de Rilke: “Cómo has podido dejar tu nombre en el silencio” (referencia de Arnoldo Kraus en Nexos, abril de 2001)).
 
Acceder a la obra de Celan no era sencillo. Las traducciones de la editorial Hiperión eran difíciles de hallar pero ahí estaban, en los anaqueles pequeños y cada vez más reducidos que las librerías dedican a la poesía. Fue en la Cafebrería el Péndulo (que este año cumple 20 de contar con un catálogo exquisito) donde me encontré los tomos Amapola y memoria y De umbral en umbral. Más tarde, la edición de sus obras completas publicadas por Trotta, así como la biografía del vate rumano (Paul Celan. Poeta, Superviviente, Judío, de John Felstiner) y su correspondencia con su mujer, Giséle, pasaron a formar parte de los libros de cabecera. El hallazgo de Celan fue, empero, el de una voz que se alza en medio de la barbarie. Poesía sobreviviente que debe remar contra el flujo de una existencia que ya ha sido testigo de la barbarie, del holocausto, y ante la que la palabra se convierte en una frágil tabla de salvación que se resiste a sucumbir.

Paul Celan

 De igual modo ocurre con la literatura austriaca de finales del siglo XIX y principios del XX, otra de las puertas que Pérez Gay abrió a los lectores mexicanos: su ensayo El imperio perdido (Cal y Arena) es el retrato del auge y la decadencia, en apenas un par de décadas, de una de las potencias que sucumbirían ante la primera guerra mundial, llevando al exilio a escritores como Herman Broch, Robert Musil, Karl Kraus, Joseph Rot y Elías Canetti, todos puntales en la historia de la literatura, cada uno náufrago de una patria que jamás logró una unidad cultural estable pero que por la pluma de estos autores logró construir una de las tradiciones más sólidas y perdurables de las letras universales.
 
Acercarse a la historia del siglo XX a través de la obra de José María Pérez Gay es una forma de llevar a la práctica ese llamado de Walter Benjamin que impele a retratar el mundo no desde las hazañas y las glorias de los vencedores sino, por el contrario, desde aquellos que padecieron la derrota, que sufrieron la humillación, el exilio y las trashumancia que es obligada y, al final de cuentas, resignada acción de sobrevivencia. Acercarse a la obra de Pérez Gay, fallecido el pasado 26 de mayo, es la posibilidad de asombrarse ante la riqueza de autores que transgreden y derrumban fronteras para sumarse, con esa riqueza y diversidad de voces, a la patria de la literatura universal. Es asimismo, el encuentro con un gran novelista, con traductor puntilloso, con un inmenso intelectual.
 

miércoles, 26 de junio de 2013

Gaudí: crónica de mosaicos


Barcelona es una metrópoli cuyo nombre lleva directo a otro nombre propio, el del arquitecto Antonio Gaudí. Hay ciudades universales, como la Roma de Borges o el Babel de las lenguas de todo el orbe; ciudades donde los misterios duermen en formas geométricas de antiguas pirámides, alguna donde se conjugan los silencios de la memoria, otra que lleva a su largo los puentes y las calles donde el amor tiene el nombre de todas las calles y todos los puentes. Y, en el caso del catalán, ciudades policromas, de mosaicos y torres que se elevan al cielo en espiral, columnas donde lo mudéjar, las curvas de la Alhambra y los límites verticales y horizontales del cubismo se abrazan construyendo un collage, ese superponer y acomodar espacios vacíos entre espacios llenos... Son muchas las urbes que llevan la mirada hacia el horizonte de la Historia, muchas las que envuelven el cuerpo en cualquier sitio, en una cima, en un rincón sombrío que huele a salitre y a los tonos del gris; Barcelona ha guardado entre sus contornos la obra de uno de los artistas de más renombre en el siglo XIX y XX, por innovador, por transportar bajo los símbolos del lenguaje de la arquitectura una fluidez y un movimiento asombrosos, imágenes de roca y ladrillo moldeadas con nuevos estilos constructivos, mezclados asimismo con el expresionismo, el naturalismo, el impresionismo y otros más.

Antonio Gaudí (1852-1926) vivió en una época que podría no ser la suya: anticipó concepciones, técnicas y teorías hasta deshacer o complementar las establecidas y crear nuevas, convirtiéndose así en algo similar a un genio, tan venerado en Cataluña que su beatificación ha sido llevada al Vaticano y estudiada por los doctores de la Iglesia. Se han escrito toda suerte de comentarios y anécdotas con respecto a su vida que es una serie de vacíos que las biografías aún no logran completar: Julio Cortázar, al presenciar las edificaciones del Parque Güell, mencionó que el catalán debió ser un cronopio, un extraño ser moldeable que hizo de su entorno urbanístico una flexibilidad consagrada, hecha y deshecha en curvas, trazos que se desvanecen y mosaicos policromos, equilibrados con las formas de la naturaleza para crear un armonía casi musical, en la que fluyen libres la imaginación, la alquimia y los minúsculos experimentos.

Gaudí murió antes de tiempo, en Barcelona, atropellado por un tranvía que cortó no sólo su vida sino también marcó el final de una etapa de la arquitectura española, arte que no ha vuelto ha renacer en la Península Ibérica con las dimensiones entonces alcanzadas. Dejó inconcluso uno de sus proyectos más fantásticos y ambiciosos: el templo de la Sagrada Familia. Esta compleja estructura de dimensiones asombrosas posee cuatro torres que semejan un tanto el gótico de la catedral de Colonia, en Alemania, pero impregnado de color, levantándose hacia el cielo con su estilo neogótico y dando a la ciudad un contorno irregular, que desde las faldas de monte Tibidabo termina en las costas del Mediterráneo, o se extiende hasta muy lejos y en todas direcciones... Así, también cualquier dirección es propicia en esta urbe para encontrar alguna casa, una esquina o edificios cuyas formas son inconfundibles, gaudistas, como podría serlo toda la ciudad de alguna forma: en ella convergen la historia antigua y presente al igual que la mezcla de naturaleza y mano del hombre, características en la obra de Gaudí: en las Ramblas que llevan al monumento a Colón y son el punto de encuentro matutino de corredores y caminantes, vespertino de restoranes, puestos de periódicos, juglares, malabaristas, turcos y armenios; por la noche, estos andadores son lugares de prostitución que dan cobijo a cientos de mujeres y hombres provenientes de África y América Latina, principalmente. En la antigua Capitanía de Puerto cabe imaginar el inicio de alguna hazaña naval, las despedidas de marinos que ahora son las de los mercantes; en el barrio gótico, la Catedral catalana y sus alrededores, laberintos de calles, museos, estanquillos de papel y tinta, cafés y bares, callejuelas y callejones que pueden desembocar en las vías más concurridas o en rincones donde la humedad corrompe las piedras porque el sol no ha asomado en muchos años, ni asomará.

De Miró a Dalí, de Gimferrer a Pla, entre otros tantos, Cataluña ha sido cuna de artistas y es una de las regiones más ricas de España, epicentro, entre otras cosas, de un nacionalismo obtuso y terco que ha llegado a extremos de prohibir la enseñanza de español en sus escuelas; del Nou Camp y su equipo de balompié, de la sede de los Juegos Olímpicos de 1992 y su histórico pebetero, de señales escritas en tres idiomas distintos –catalán, español e inglés-, de interiores tan sorprendentes como las texturas exteriores, de una población que es capaz de hablar en castellano siempre y cuando el cliente realice alguna compra, no cuando un favor al visitante va de por medio.             



Una de las aportaciones más importantes de Antonio Gaudí a la arquitectura es la implementación del arco parabólico o catenárico en sus edificios. Tomado del modelo de abejas que se enfilan para construir los hexágonos del panal, e invirtiéndolo, consiguió dar a sus estructuras un soporte totalmente innovador en su campo. Esta tendencia a repetir la naturaleza en su obra –naturalismo- se encuentra presente en casi todas las construcciones gaudistas, desde formas de células, flores, capullos cerrados o pasto, hasta cuevas, trabas que repiten las de una ladera de montaña en su inclinación o pilares que semejan las ramificaciones en las copas de los árboles. Todo, bajo el signo de la divinidad, que une lo natural, lo humano y lo metafísico: bosques sagrados en lugar de templos, cruces de cuatro puntas en forma de jardín, la vida en su mínima expresión asomando al otro lado de la ventana... Siguiendo los ritmos de la naturaleza, Gaudí logra de sus edificaciones una extensión de aquélla, un desarrollo lógico de principio a fin.

Sus creaciones se encuentran distribuidas en Cataluña, Montserrat, León, Mataró, Palma de Mallorca y Comillas, donde el edificio de la antigua Universidad Pontificia –de la mano de Gaudí- estuvo cerca de convertirse en un centro turístico. En Barcelona se encuentra concentrado su legado más importante: la Casa Vicens, el Palacio y el parque Güell, la casa Batló, algunas esculturas del Parque de la Ciudadela y la Casa Milá. Otro aspecto al que prestaba notoria atención era a las azoteas, de las que hizo verdaderos pasadizos, adornados por toda suerte de esculturas, columnas y columnatas con las que se adueña un poco de la vista aérea y da forma también al cielo, a todo el cielo que cubre con sus diseños la noche y los días en la vera del Mare Nostrum.      

Este año, con motivo del aniversario ciento cincuenta del nacimiento de Gaudí, el gobierno español ha decidido llevar a cabo una serie de festejos y celebraciones para celebrar el onomástico, llamado Año Internacional Gaudí 2002. Ciertamente, no hace falta visitar Barcelona con este motivo para entender que el arquitecto es uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad, pero la inversión de dos millones de euros en el evento ofrece una serie de exposiciones, actividades artísticas y culturales que suman más de mil, así como conferencias, publicaciones, congresos, reuniones académicas, promociones turísticas y visitas guiadas que ya han comenzado a ser anunciadas en las calles, en los medios de información electrónica y en la prensa escrita[1].

Antonio Gaudí fue un ejemplo de cómo la funcionalidad de lo urbano y la estética innovadora de su inventiva pudieron hallar sitio en una de las sociedades más conservadores de su tiempo; sin destruir ni alterar las formas clásicas de la ciudad fue capaz de añadirle colorido, alegría, dinamismo y un extraño aire que en cualquier esquina  puede convertirse en un lagarto de mosaicos arabescos, en una farola semejante a una flor abierta, en un mercado de matices y aromas nuevos o en un mirador tapiado de grecas, círculos y dinteles secretos. Esa sola característica merece especial atención en esta época, cuando la urgencia de llenar espacios se lleva a cabo sin atención a los patrimonios, a los legados de otros que son historia y que acaban tristemente en lo funcional, en la vista a un supermercado o en los cristales opacos y fríos de algún edificio de departamentos.


Este texto fue publicado en el año 2002 en el periódico La Crónica de Hoy.    



[1] Información detallada con respecto a los eventos del 150 aniversario del nacimiento del arquitecto se encuentra en la página www.gaudí2002.bcn.es

jueves, 20 de junio de 2013

El turista electoral



Se conoce al turismo electoral como la tendencia que en época de elecciones arrebata a diversos políticos encumbrados de su comodidad habitual de escritorio para sumarse a campañas, mítines, reuniones, volanteo y otros eventos en los que un candidato sale a buscar el voto ciudadano.

Es una práctica habitual y puede constatarse en los templetes saturados de extraños que deciden apoyar a tal o cual aspirante, en ruedas de prensa donde figuran como protagonistas, en reparto de propaganda al que se convoca previamente a los medios de información... La condición tiende a ser, precisamente, que haya reflectores, que la "fuente" esté presente, que se garantice una nota en el periódico donde se deje testimonio del paso del turista electoral por la plaza, el pueblo o la ciudad.

De acuerdo con la naturaleza mediática del turismo electoral, es muy probable que el generoso encumbrado que acude se presente solamente en las grandes urbes, es decir, las que garantizan una aparición en la prensa o la televisión; también sobran las posibilidades de que su visita vaya acompañada de una llamada "gira de medios", que consiste en visitar junto al candidato diversas sedes de periódicos, estaciones de radio, emisoras de televisión, desayunos con reporteros y otras prácticas programadas por los encargados de prensa, en perfecta sincronía y coordinación con los responsables de llevar la comunicación de la campaña.

Hay quienes de manera sincera eluden el protagonismo propio de, por ejemplo, una diputación federal, un escaño en el Senado o un puesto en la cúpula partidista, para dar prioridad a lo que el candidato local tenga que decir; pero los hay también que ejercen el turismo electoral como si fueran enviados de un Olimpo del que descienden para sumar su áurea presencia a la de los comunes mortales que aspiran a ser electos.

Un par de preguntas con sus respectivas e incómdas respuestas: ¿Cuál es la auténtica utilidad del turismo electoral? A mi parecer es hacer ruido, llamar la atención, dar razones para que los ojos volteen hacia tal o cual candidato. Es decir, ayudar al "posicionamiento" del candidato beneficado en los distintos medios de información. ¿Esta presencia redunda en votos el día de la elección? Lo más probable es que no. 

Es muy cuestionable y hasta ilusa la suposición de que al momento de votar, el elector diga en la soledad de la urna, frente a la boleta e iluminado por su memoria: "claro, a fulanito lo vino a apoyar menganito, y por eso votaré por él"; o que al momento de razonar o meditar el voto, algún otro elector le dé un valor añadido a las propuestas del candidato cacareadas y repetidas por sus encumbrados colegas.



Sin embargo, el turismo electoral es una práctica común y hasta reconocida puesto que, al parecer, insufla ánimos a los propios elementos de la campaña, y da un mensaje de fortaleza, unidad y respaldo a quienes, contrario al turista electoral, no tomarán un vuelo de regreso a su lugar de residencia, satisfechos y palmeándose la espalda, orgullosos de tanto derroche de generosidad y desprendimiento. 

Los que se quedan a seguir la campaña es muy probable que, por el contrario, deban pagar lo platos rotos de sus célebres y afamados visitantes. Porque un senador o diputado o presidente de partido no aceptará utilizar el pequeño, incómodo y destartalado Tsuru que utilizan los "humanos demasiado humanos" promotores cotidianos del voto; tampoco aceptará comer sobre la marcha en un puesto a mitad de la carretera entre una y otra ranchería, las garnachas fritas y refritas en el aceite de todo el día; mucho menos podrá mermar sus sibaríticas costumbres de sueño accediendo a ser hospedado en la casa de quien pueda desprenderse por una noche de uno de los cuartos de su propio hogar.

Los turistas tienen refinadas costumbres gastronómicas, de transporte y de alojamiento. 

Muchos exigen camionetas que les permitan atenuar las inclemencias del clima frío o caluroso, con las piernas bien estiradas y de ninguna manera tolerando que cualquiera aborde el vehículo: el turista requiere del silencio, de la concentración y de la calma necesarios para la introspección que exigen las sabias palabras que pronunciará en el mitin o en la rueda de prensa en los que, por supuesto, es incluido, puesto que nadie padece los trastornos propios del desplazamiento sin tener un lugar de primera fila en los eventos que engalanará.

El turista, qué duda cabe, tampoco viaja solo. Lo acompañan especialistas, asesores o secretarios particulares que son los encargados tanto de, previamente, organizar el tour, y ya en el lugar de paseo, cerciorarse de que todo funcione tal como fue planeado; serán estos acompañantes los que auxilien al turista cuando, por ejemplo, tiene sed, pero como son parte de una comitiva de "invitados especiales", no serán tampoco ellos los que corran a conseguir una botella de pulcra y purificada agua fría, sino más bien los que movilicen todo lo que sea necesario para que el turista no padezca jamás los inconvenientes de estar fuera de casa. 

De igual modo, los que se quedan una vez que el visitante parte son los que deben, si el caso se da, aclarar "lo que el turista quiso decir". Porque el turista no suele ser una persona que se limita a conocer y a difundir las propuestas del candidato que acude a apoyar: eso sería rebajar su condición de hombre de mundo, vaya pues, la naturaleza propia del turista. 



Así, los medios preguntarán al turista sobre los muchos temas de su muy saturado orden de intereses, situación que el turista, cuando es protagónico, aprovechará para explayarse en declaraciones que dejarán el ámbito local para situarse en la sección nacional del periódico, espacio en el que el asesor de medios del turista verá reflejada la inteligencia y sagacidad de su jefe al día siguiente o esa misma noche, incluso, cuando la nota alcanza la importancia y el horario de los noticieros de la víspera (esta posibilidad, cuando la alcurnia del turista lo permite, es cuidadosamente planeada por sus asesores).  

Las redes sociales son también la fascinación del turista, que procurará tuitear o publicar en Facebook y otras plataformas las fotografías de su visita, los abrazos, los saludos, la entrega en mano de panfletos y volantes del candidato, el servicio que presta a esa campaña que con su presencia cobra nuevos bríos y esperenza. El sol que irradia, el buen clima, las sonrisas, la solidaridad y la generosidad implícitos en el rostro del turista, el gesto adusto y meditativo cuando los medios lo interrogan, la risa franca y cordial ante el público que observa abajo del templete... Todo será captado por el turista o algún fotógrafo con la encomienda de no pasar por alto ninguno de los momentos que harán el orgullo del album fotográfico del turista. 

Y claro está que, como todo turista, el electoral detesta el enfrentamiento crudo y franco con la realidad. Porque si una vez que partió sucede algo malo en la campaña o alguna desgracia acaece a los que trabajan en ella, no será ya tema de su incumbencia: el turista cumplió con asistir, con estar ahí y manifestar su apoyo, con el bochorno de las inconveniencias de salir de su escritorio o de bajar de su Olimpo. Lo que ocurra después no deberá importunar sus múltiples actividades cotidianas, para eso están los asesores que gentilmente tomarán llamadas, perderán recados y mantendrán al turista centrado en sus importantes labores.

Por supuesto, si hay victoria, el turista se vanagloriará, hará las llamadas pertinentes para destacar su aportación, la importancia del trabajo en equipo, la trascendencia para el triunfo de haber estado todos ahí, como la gran fuerza política de la que se es parte. Será pues invitado a la toma de posesión, ocupará un lugar en el auditorio acorde con su alto rango, declarará, mirará al ganador con el gesto de quien tuvo la gentileza de "partirse la madre" en la calle y al que se le debe agradecimiento sempiterno.  

Y jamás sabrá que el mérito de esa victoria se debe a todos los que no son turistas, a cada uno de los que se fletaron durante meses todos los días, todo el día, reuniendo bases de datos, acudiendo a visitar a los votantes, organizando brigadas, pegando propaganda, cuidando casillas, desmañanándose y desvelándose, por un sueldo mísero o quizá sin emolumento alguno, de manera voluntaria, convencidos de que el turista no aporta pero guardando silencio cunado éste llega, celebrándole incluso su visita, agradeciendo con sonrisas francas pero que en el fondo se hacen la misma pregunta que inspira el presente texto: "¿y este a qué diablos vino?"
  

sábado, 8 de junio de 2013

Una charla con Tony Judt: legados del siglo XX


 La rapidez y la prisa con la que se sucedieron los cambios históricos que distinguieron al siglo XX permitieron, como nunca antes en la historia, situar en un número breve de años acontecimientos y sucesos de gran trascendencia que no esperaron el paso de generaciones o de edades, sino que, por el contrario, se dieron en espacios reducidos y delimitados, particularmente Europa y los Estados Unidos, entre aproximadamente 1914, con el inicio de la primera guerra mundial, y 1989, año de la caída del muro de Berlín.

Esta especie de compresión del tiempo histórico, aunada a la evolución tecnológica de las comunicaciones, permitió que en el lapso de una vida, un ser humano pudiera, por ejemplo, vivir dos guerras mundiales, observar el final del colonialismo, entusiasmarse con la revolución cubana, temer por el desarrollo de las armas atómicas durante la guerra fría, protestar a favor los grandes cambios culturales de los sesenta, ver por televisión el derrumbamiento del bloque soviético e indignarse por las atrocidades de la guerra de los Balcanes.

Todos estos hechos, por mencionar los más destacados entre muchos otros, transformaron el mundo y la manera de entenderlo desde los ámbitos más complejos como la geopolítica, la macroeconomía y la informática, hasta el quehacer cotidiano de la humanidad, la vida diaria, el presente y el futuro de miles de millones de mujeres y hombres que, queriéndolo o no, se vieron de pronto inmersos en una mundialización en la que, como sucede con la teoría del caos, todas las cosas está unidas y el menor cambio en un sitio puede desencadenar oscilaciones desmedidas en cualquier lugar, cercano o lejano, no importa: las distancias quedaron reducidas como nunca antes en el desarrollo del género humano.

El historiador Tony Judt fue uno de esos personajes que desde el observatorio privilegiado de las grandes universidades europeas y norteamericanas, vivió en carne propia la vorágine del siglo XX, no tanto desde los acontecimientos sino más bien desde las ideologías que, con la misma prisa que los sucesos, se fueron construyendo y sucediendo una tras otra conforme avanzaba la historia del pensamiento occidental. Su obra Pensar el siglo XX (Taurus) es precisamente ese recorrido y ese paso por las ideas que acompañaron, en ocasiones precedieron y en otras sucedieron los grandes acontecimientos de nuestra era.

Basado en una charla con el también historiador Timothy Snyder, este libro –calificado por el suplemento cultural Babelia, del periódico El País, como el mejor de no ficción del año 2012– recorre la biografía del propio Judt para, a partir no sólo de la propia vida, sino de la trashumancia de una familia judía oriunda de la Rusia zarista, ahondar en los detalles de una centuria que llevó a un pueblo a recorrer Europa huyendo de la persecución y de la intolerancia, padeciendo el asesinato y el intento de exterminio, para luego erigirse en un Estado propio, Israel, que también ha sido protagonista en la historia moderna de la humanidad.

Un diálogo inteligente, profundo, donde relucen autores, filósofos, vanguardias artísticas, críticas, apegos, ideologías que un día se abrazan y que poco a poco la realidad deforma hasta llevar al rechazo absoluto. Una charla entre dos historiadores que trasciende el esquema pregunta-repuesta habitual de la entrevista para dar paso, en ocasiones, a largas disertaciones en las que no siempre se coincide del todo –como es el caso de la política exterior estadunidense de los últimos años– y se esgrime una batalla apasionante de argumentos y desacuerdos, pero también de coincidencias o rectificaciones de quien está dispuesto a escuchar a su interlocutor y a concederle la razón cuando ésta es ya irrebatible.


No hay desperdicio en las 400 páginas que conforman Pensar el siglo XX; cada uno de los nueve capítulos en que se divide el libro pasa por alguna de las grandes corrientes del pensamiento occidental: sin el rigor académico del profesor universitario que abunda en conceptos y fastuosas teorías, con la desenvoltura de quien, en una charla, explica los cambios de todo un siglo, analiza sus errores, destaca aquellos logros que han demostrado ser aciertos perenes y proyecta un porvenir que sin duda exige capacidad, responsabilidad y altura de miras, que también sienta las bases para el siglo XXI, el que nos toca construir, por el que, cabría concluir, vale la pena luchar.