sábado, 7 de enero de 2012

Sombras y murmullos: la fotografía de Juan Rulfo





… tocad para el espíritu músicas silenciosas. 

John Keats 


Decir fotografía es decir retrato, reproducción de la realidad, espacios, rostros y figuras capturados en un instante que la cámara captura para asomarse cuando sea necesario a ese fragmento de ayer detenido, que habla con la voz de lo que ya no es pero de uno u otro modo sigue siendo, perdura en papel. 

Hablar entonces de fotografía es hablar de atemporalidad. La foto habla desde el pasado, mira y arroja toda suerte de posibilidades a resguardo en su impresión de sombra y luz. 

La luz se posa tenue o total sobre el objeto y el fotógrafo atrapa esa luminosidad que revela las cosas, el entorno que surge de su nada –oscuridad– gracias al brillo, al resplandor; sin embargo, ese acto de atrapar incluye asimismo la sombra, la penumbra que es también materia prima, angular y fundamental de la fotografía. 

No hay foto sin luz, tampoco la hay sin sombra, y sombra es tal vez el punto de partida de una de las obras fotográficas menos exploradas y quizá más reveladoras de la escena artística mexicana: el trabajo gráfico del escritor Juan Rulfo. 

Sombra que aparece y se oculta por doquier, en un parpadeo; sombra que aun en las imágenes que retratan los días soleados de alguna llanura, iglesia o poblado, pareciera rondar en los rincones, dispuesta a oscurecer un poco hasta los paisajes más brillantes.

Sombra de voces porque de ahí podría surgir el susurro de algo que la foto no capta pero está presente, se intuye o se presiente cercano, y cualquier elemento podría reflejarlo: un rostro de mirada perdida en un horizonte que pertenece a otro tiempo y lugar, una esquina donde dobla el camino y todo lo que puede surgir de ese ángulo invisible pero certero, un muro en ruinas que arroja la gloria de otro tiempo, pendiente todavía de entregar sus frutos a los pobladores ausentes de un presente donde esa barda ya sólo lega cuentas pendientes de la historia. 


Si el hacer literario de Rulfo se distingue por sugerir y no por entregar datos, descripciones o diálogos completos, sino más bien llevar a cabo un esbozo que el lector debe completar por cuenta propia, su aventura fotográfica también posee ese atributo: sólo sugiere, jamás revela la totalidad del retrato. 

Al respecto, Susan Sontag menciona[1]: “Como todos están muertos, no tiene nada que expresar sino su esencia”. Y tal vez ésa sea la condición universal tan señalada en la obra de Rulfo: más allá del naturalismo o el regionalismo descrito o retratado, existe un aspecto misterioso –llámese sombra, silencio o cualquier gesto de lo desconocido– que pareciera común a todos los hombres, partir de lo individual para llegar a lo universal por una ruta que si bien no se puede esclarecer o definir con precisión, consigue ahondar en confines donde, más allá de las diferencias individuales y colectivas de los pueblos, todos los hombres se dan cita para obtener una equidad de sensaciones.

Se puede llamar angustia, impotencia, indignación y ese modo de aceptar lo indecible que es la resignación, estoica y en ocasiones brutal, contraria a la voluntad pero indispensable para aceptar lo imposible, lo que ya ni los dioses –también muertos o ausentes– podrían cambiar. 

La obra de cada creador, cualquiera que sea su especialidad, es una revelación y quizá, en un plano sólo aprehensible luego de ahondar los aspectos biográficos, también sea una proyección interior, una idea, toma o trazo que proviene no solamente del limbo creativo sino de un subconsciente que aprovecha ese instante de revelación para aflorar y plasmar una interioridad de la que el mismo artista podría no tener plena conciencia. 

El caso de Juan Rulfo ronda esta descripción en lo literario, por principio, y luego a través de formas que retrató a lo largo de varias empresas que lo llevaron a recorrer parajes inhóspitos y también comunes del territorio mexicano[2], particularmente aquél ubicado en la zona del Bajío, donde extensas llanuras separan serranías de aspecto desolador, arisco e incluso agresivo; la tierra que se extiende hasta donde la línea del horizonte es interrumpida por la vertical de las sierra Madre, testigos silenciosos de los pasos que los pobladores o nómadas mexicanos y prehispánicos recorrieron desde tiempos cuando la magia era causa y efecto, razón que justificaba los fenómenos y misterios que poco a poco la ciencia se encarga de revelar con la prisa de quien teme a los enigmas que conforman la realidad. 


Mundo presente y mundo pasado es otro de los temas que elige Rulfo para detener el tiempo en imágenes. 

Esplendor anterior a la conquista reunido en pirámides, estelas, bustos y esculturas de dioses, escenas de la vida diaria que en algunas zonas de México pareciera ser la misma desde siempre, repitiéndose en un laberinto cuyo centro se aleja del hoy para mantener el ayer vivo, aunque sea en trozos, ruinas, maleza que crece sobre edificios donde las grecas, los rostros de muecas rotas y lo religioso, aunado a la vida diaria, parecieran no querer desaparecer por completo, en un combate milenario contra el tiempo y sus manifestaciones físicas. 

De igual modo, pero en un extremo opuesto, los rascacielos de la ciudad de México en la década del cincuenta aparecen como espejo de una modernidad que por ese entonces comenzaba a poblar el espacio de avenidas y calles, elevándose como símbolo de una sociedad que buscaba más altura que la de pirámides y altares para esta vez sí prevalecer.

Las fotografías de la capital mexicana, no obstante, contrastan lo que fue y lo que es –hablando de ese presente fotográfico, que es una extensión del pasado– con las raíces de una civilización empeñada en surgir desde su milenarismo para hacerse presente, más allá de lo que se mira, latente y a punto de aparecer de donde menos lo esperaría el espectador-testigo. 

Asimismo, la época colonial es quizá la preferida por el fotógrafo, que realizó más de ochenta estudios monográficos de los templos ubicados en poblados aledaños de la ciudad de México.[3] 



Estas tomas, más allá de mostrar el esplendor imperial europeo que la Conquista imprimió en la geografía nacional, se abocan al detalle, a lo que se pierde en la mole del edificio y es sin embargo aquello que destaca el fotógrafo, una cruz que en su intersección lleva labrado el rostro de Cristo, un atrio donde lo divino que guarda la naturaleza se muestra más allá de las piedras sobre piedras de la iglesia o el convento, una barda a lo largo de una senda que reza como epígrafe: “El camino sube o baja dependiendo de si usted viene o va”, condición de ida y vuelta característica de cualquier puente. 

Un murmullo se levanta suave sobre el suelo raso, quebrado de sol y sequía, de una lluvia que se espera como para alterar el orden de esos días cálidos, lentos a fuerza de algo que no llega y que cuando llegue pasará como todo acaba por pasar. 

El paisaje es casi siempre el mismo: imagen y fotógrafo logran coincidir a un tiempo en los retratos, que parecieran surgir de esos murmullos, de la espera, de un páramo árido y frágil, a punto de hacerse polvo a la más leve ráfaga de aire tibio. 

A veces una fumarola da visos de esa vida siniestra por bella e impredecible que habita el subsuelo y se manifiesta en erupción de volcán; otras, las máscaras que adornan los rostros previos a algún festejo anuncian las escasas rupturas que el hombre impone al orden natural establecido. Pero siempre ese llamado, ese hablar encriptado que sólo el fotógrafo diestro y el escritor avezado logran traducir… 

Una voz se extiende y se hace constante en el murmullo, en la repetición, en saber que no importa si se espera o no, si se intenta acallar; el polvo ciega los ojos y entorpece la descripción, los lugares adquieren un matiz que podría ser el de cualquier pueblo, cualquier región donde la lluvia se celebra y se mira pasar con la misma costumbre, un eco que no cesa de repetirse, una espera que ha visto la paciencia de los viejos transcurrir entre los años, desgastarse para sumirlos más en un letargo que llena los ojos ya no de lo que se espera sino de aquello que se sabe inminente, una muerte que de pronto cobra formas y se postra de frente, opacando también la vista y el actuar. 


La geografía de Rulfo, los peñascos, los llanos que se extienden hasta un monte que se levanta igual, seco y resquebrajado, la sucesión de casas entre calles principales o rincones donde ninguna puerta se abre al paso, pero todo se sabe y se observa con la paciencia de la eternidad, el camino perdido en la línea de horizonte y un poco más abajo, las nubes en aquelarre alrededor de un ocaso que dibuja la silueta de esa despedida, un recodo de sombra que se vislumbra a lo lejos, muy lejos todavía. 

Este mapa de infancia, estas ciudades perdidas y aquellos caminos polvorientos se pueblan de mujeres y hombres que nacen y mueren rodeados de un espectro: la desgracia, que pareciera intrínseca y ya adoptada sin mayor peso, un entorno raído que poco a poco rasga la pupila y hace ver las cosas como a punto de quebrarse, cuando no rotas, pero siempre en riesgo. 

Gobernantes que quizá sólo busquen el modo de permanecer lo más lejos posible de ese espectro, dando promesas de bienestar y ayuda pronta luego de que esa tierra decide contribuir desde la entraña para arrojar un temblor y demostrar que tal vez no es ajena a lo que pasa en la superficie; una venganza, algo que queda pendiente, una búsqueda sin hallazgo, una esperanza resignada, impuesta pero en fin de cuentas aceptada, como el hábito que nace a fuerza de costumbre. 

La geografía como espejo del hacer, del sentir; los confines que parecen no terminarse de andar. 

La literatura crea mundos, conjunta fragmentos de lo visto, olido y escuchado. Da como resultado un amasijo que quizá ya no se parezca a nada de lo pensado –imaginado– en un principio. 


Mario Vargas Llosa lo expresa como “La verdad de las mentiras”[4], y es precisamente eso: creer en lo ficticio hasta el punto de habitarlo un poco, con un pie allá y otro aquí, manteniendo un hilo de vuelta porque también se corre el riesgo de dejarse ir, de adentrarse con los dos pies firmes en la imaginación sin la posibilidad de hallar el camino de regreso –porque entonces todo lo que salga al paso será parte de la fantasía, salida dentro de la salida que conduce a la misma salida–. 

En la presentación de sus Obras, Juan Rulfo afirma que “el estarse sentado y quieto le llena a uno la cabeza de pensamientos. Y esos pensamientos viven y toman formas extrañas y se enredan de tal modo que, al cabo del tiempo, a la gente que eso le ocurre se vuelve loca. 

Aquí tienes un ejemplo: Yo”. 

En El llano en llamas y en Pedro Páramo quedaron repartidos los afluentes narrativos de Juan Rulfo, que luego de aquellos cuentos que parecieran verse a través de un velamen de tolvanera y de una novela donde la muerte viene a instalarse desde el primer diálogo, dejó a un lado la escritura donde quedaron vertidos los murmullos que rondarían noches y días de una existencia más bien sombría, de internados, trabajo de oficina y algún recorrido para hacer fotografías de esas zonas que la memoria conserva difusas, en una infancia víctima de la tragedia revolucionaria –que no se documenta sino por los índices de mortandad ajenos a la afrenta bélica– y tal vez semilla de la voz que se repetía en su propio eco, frente a una pared que era la tierra extendida y el horizonte seco. 

Dos libros que albergan, que contagian aquel sonido turbio, aquella maya –con “y”– de polvo y viento que desdibuja la realidad y arroja un espectro, una fantasía que refleja el paisaje, las vistas de los años aplazados de recuerdos, la voz que habla desde otra parte y exige un lenguaje de fantasmas y parajes inciertos, la prosa de frases breves y palabras certeras, exactas, que nombran y describen esa amalgama presente en el mundo rulfiano. 


Mundo formado de todo lo que converge en el autor y arranca al lector y al observador de la pasividad de su acto para llevarlos al fondo, a donde ya no se mira la calma de la orilla sino una profundidad incierta, ya sin el vértigo que anticipa la caída y desaparece al dar el paso, cuando queda sólo levantar los ojos llenos de imágenes y texto, pensar que todo aquello habita en alguna parte, quizá sólo imaginaria pero de alguna forma muy próxima a la realidad, un murmullo que habla desde el silencio sin dejarse ver del todo. 

La muerte hace de Comala una incertidumbre que a su vez se inserta en la eternidad, en los ciclos del tiempo que se repiten y de los que la fotografía rulfiana captura un instante; la muerte acrecienta la permanencia de aquel poblado y a la vez hace cíclica su estancia a través de la lectura que renueva la vida del texto. 

Esta eternidad trágica[5] también habita en las imágenes, repitiendo las vidas –muertes– de esos hombres resignados, esa soledad mexicana de mirada y paisaje que hicieron afirmar a Octavio Paz: “El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo”; distancia de la que emerge un murmullo que trasciende lo temporal y llega hasta el hoy, en la letra, en la foto, como lo hacen los “clásicos” auténticos, anulando espacio y tiempo pero a cambio del precio que se paga por tales empresas: el precio de la genialidad. 





[1] Campbell, Federico, comp., La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica, Editorial Era, México, 2002; en particular el texto “Pedro Páramo”, a cargo Sontag. 
[2] Hay que recordar, empero, que la obra literaria y la fotográfica aparecen en Rulfo casi al mismo tiempo: sus primeras narraciones se publicaron en revistas entre 1945 y 1951, y sus primeras tomas a partir de 1949. 
[3] Rulfo, Juan, Letras e imágenes, Editorial RM, México, 2002. 
[4] Vargas Llosa, Mario, La verdad de las mentiras, Alfaguara, 2002. 
[5] Sobre la “impresión estética de la eternidad” en la obra de arte, ver “La urna griega en la poesía de John Keats”, en Cortázar, Julio, Obra crítica/2, Alfaguara, 1994. “La belleza de la imagen como visión poética surge de esa petrificada duración en la que la capacidad de sentir no ha sido abolida, en donde el pueblecito padece su eternidad”.