lunes, 14 de enero de 2013

Nuevas tendencias editoriales: nostalgias librescas


En junio de 2013, la novela emblemática del escritor argentino Julio Cortázar, Rayuela, cumplirá 50 años de haber sido publicada por vez primera, un homenaje literario de esos que mueven a explorar viejas páginas de nueva cuenta para volverse a fascinar con la historia de La Maga y Horacio Oliveira, en un París donde la pasión, la música, las búsquedas accidentales y los hallazgos del azar entretejen una pieza fundamental de la narrativa latinoamericana.


La relación que cada quien guarda con aquellos libros que marcaron alguna etapa de la vida es como un lazo que puede ocultarse, empolvarse, esconderse tras nuevos libros pero al que siempre se vuelve, tarde o temprano, con la certeza de que esas páginas seguirán en el anaquel que las resguarda y, con ellas, un pasado propio para evocar y disfrutar como se hace con las fotos viejas, en las charlas con amigos de la juventud o con los fragmentos del ayer que recuperan por un instante su vigencia y nos devuelven a un tiempo propio, íntimo y digno de conservarse para el deleite propio.

El caso de Rayuela fue, en lo personal, de esos hallazgos que abren una puerta para no cerrarla nunca más. En el plano literario representó la posibilidad lograda de romper un molde –en este caso, el del estilo, el del idioma– para crear uno propio y capaz de transmitir aquello que sólo mediante la ruptura podía lograrse; en el plano de la amistad, selló para siempre un vínculo con Mérida, Yucatán, y un nombre, Addy Góngora, con quien disfruté la lectura y una amistad literaria y personal que, como los ciclos, nace, crece, se desarrolla y se calla para, meses o años después, volver a empezar. 

Rayuela representó también esa introducción a la obra de un autor que supo jugar con la realidad hasta hacerla maleable, no como muchos lo hicieron durante el boom del realismo mágico, es decir, en los entornos remotos de aldeas, selvas o poblados, sino más bien en emplazamientos urbanos, en un restaurante donde un comensal vomita un conejito, en un departamento donde un hombre muere intentando ponerse un suéter, en una carta que intenta postergar el hecho consumado de la muerte de un ser querido, en una autopista que se convierte en una sociedad para luego deshacerse en cuanto el tráfico permite avanzar, en un sueño que pasa de conducir una motocicleta a un ritual del sacrificio azteca, con la plasticidad que sólo el mundo onírico permite… Y una vez ocurrido el hallazgo de esas historias, había que seguir sobre la pista cortazariana.

Como nunca antes y como pocas veces después, rastreé la obra de Cortázar en busca de nuevos títulos con una sed que sólo se tiene a los veinte años. Sin contar aún con las ventajas de internet, caminé librerías de viejo, mercados de libros, ferias y otros lugares del detective editorial para hacerme, poco a poco, con una obra entonces difícil de hallar, reunida en antologías los principales tomos pero dispersos y literalmente enterrados muchos otros que, por su extrañeza o su falta de reimpresión, existían ocultos en manos de unos cuantos vendedores que los ofrecían por precios que desfalcaban el bolsillo de quien, ante el título tanto tiempo buscado, no podía ocultar su gusto y admiración, lo cual repercutía de manera directa e inmediata en el monto que el librero solicitaba. 

Un lustro después de iniciada la búsqueda, el resultado era positivo: una o dos primeras ediciones argentinas, varias versiones de Rayuela (la más honrosa editada por Casa de las Américas, de Cuba, prologada por Lezama Lima), algunos ejemplares que jamás he vuelto a ver y que constituyen, en su conjunto, una colección con lugar especial y exclusivo en la biblioteca. Poco a poco, no obstante, Alfaguara reeditó muchos de aquellos volúmenes extraños, reduciendo su valor en el mercado “informal” de los libros (cuya formalidad exige un respeto de excepción y de aplauso) y facilitando el acceso a sus contenidos.

Con la tecnología que hoy día ofrecen plataformas como Amazon, Barnes and Noble o la FNAC, mi sorpresa y mi frustración se mezclaron de súbito el pasado diciembre, cuando buscando algunas canciones en iTunes me topé con la sección “Libros”, donde bajo el título Biblioteca Julio Cortázar aparecían, para descargarse a un precio módico y hasta risorio, aquellas joyas que conservo y de las que me vanagloriaba como limitado y muy exclusivo poseedor. Es decir, no sólo aparecían las que por su difusión y fama era obvio hallar sino también los títulos que sólo el bibliógrafo y conocedor podían enumerar. 

A este hecho se sumó, por esos días de diciembre, la noticia de que el semanario Newsweek dejaría de aparecer, en su edición Global, en formato impreso, y se limitaría a generar sus contenidos en versión electrónica, con lo que la modernidad le asestaba otro golpe a quienes tendemos a acumular ejemplares impresos de todo aquello que, al gusto muy personal del acumulador, cumpla con las condiciones requeridas, siempre volátiles y cambiantes. 

Es una realidad innegable cómo las herramientas tecnológicas poco a poco demuestran su utilidad y su funcionalidad en temas editoriales, e incluso llega a preocupar el momento en que la primera aparición de un libro se festeje no por el libro como objeto sino por su versión electrónica. Justo hace unos meses, Armando Reyes Vigueras, Director de la revista Bien Común, escribía en esa publicación acerca del modo en que la descarga de libros electrónicos en el portal de la Fundación Rafael Preciado Hernández ha superado la venta de ejemplares impresos, y si bien este dato es digno de celebrarse, genera entre quienes hemos hecho del libro-objeto una forma de vida ese sentimiento de cómo el mundo cambia con una prisa que, al parecer, tarde o temprano alcanzará al papel para, si no reemplazarlo, sí poco a poco desplazarlo y relegarlo al sitio de lo artesanal.

Falta sin duda mucho para eso. Mientras tanto, siempre quedará espacio para un libro más.