jueves, 19 de agosto de 2010

La objetosofía, de Tassier





Prólogo del libro El objeto insólito... o solito, de Gonzalo Tassier







Vayan pues las cosas
Carlos Castillo


… durarán más allá de nuestro olvido,
no sabrán nunca que nos hemos ido.
JLB


Vayan pues las cosas, los objetos, atrapados en flagrancia, cada uno de ellos ejerciendo esa cualidad suya, tan propia, de simplemente ser.

Así reposan, en estantes, en repisas, sobre libros, entre otros objetos prestos a hacerse compañía. Conviven desde su silencio, a veces miran, y quisieran decir más.

Me gusta escucharlos por las tardes, poco antes de las cuatro, cuando parecieran prepararse para pasar la víspera ya tranquilos, porque siempre he creído que su esencia, su espacio natural, es la noche, pero no la que marcan las luces eléctricas sino la que empieza cuando ésta ya está apagada, y el día sin duda terminó.

Asomo la vista errante a los objetos de Gonzalo desde un lustro atrás. Los he visto moverse, acumularse, desplazarse, arrumbarse y ya casi en el olvido, nacer de nuevo merced las manos que los traen al frente de nuevo, un rescate pacífico y magnífico, la tentación de no dejarlos avanzar de más hacia un fondo profundo. Detengo los ojos en alguno que no había reparado, de presencia difusa, y caigo en la cuenta de que quizá quien no había reparado en mí era el propio objeto.

Y entonces los planos se interponen, las secuencias dejan de ser continuas para alternarse entre formas que podían ir variando ad infinitum, como si la vida transcurriera inmersa entre cristales de calidoscopio que tardan tanto en repetirse exactas como el tiempo que toma la luz en posarse de nuevo, en el mismo ángulo y con la misma intensidad, contra el cristal.

Los órdenes de la lógica estricta y pulimentada, se rinden. El lenguaje se torna símbolo pero no del habla sino de la vista, una mímica que transporta incluso las más estrictas categorías, la del objeto y la del sujeto, la de la causa y la del efecto. ¿Cuántas cosas puede ser una cosa además de la que ya es? Todo depende, también como calidoscopio, del cristal con que se mira.

Quizá, como en el cuento, cuando no vemos los objetos éstos cobran una insólita vida. Los objetos de Tassier entonces serían una especie de tripulantes del Arca, a salvo para poblar de nuevo el mundo cuando este sucumba frente a su propia insensibilidad. A veces no entiendo tanta disciplina, pues viven en universos donde el caos toma las formas del orden, y crea un orden nuevo.

Es decir, los objetos se trascienden a sí mismos, adquieren sabiduría por lo que escuchan en sus largas jornadas de reposo disfrazado de inmovilidad. A fuerza de verlos, de girar de manera obsesiva entre su mundo –porque sin duda es más suyo que nuestro–, aterrizan conceptos, que son los objetos de la mente.

Planeo un Manual de Objetosofía, que es el amor a los objetos, la pasión que se ejerce sobre ellos y que es lo que les imprime el alma, su parte más viva y latente. Sabiduría de las cosas, que es la ciencia de quien observa el objeto –de común llamado sujeto– pero que deja de serlo para convertirse en objeto él también. “Sea objetivo“ entonces será la voz que ordene asumir los zapatos del objeto y mirar como tal. “No objete“ sería no interponga objetos para distraer a su interlocutor.

El objeto, y he ahí su mundo abierto, sus posibilidades infinitas, no tiene arquetipo, es huérfano y anónimo muchas veces; la idea que lo precede es difusa e hija del instante cuando toma vida y se plasma, en, precisamente, su propio objeto.

Sin sujeto no hay objeto, dice alguna ciencia rígida; la Objetosofía no lo es. Flexible como ella sola, porque no parte de premisas, abre sus puertas y, en este caso, las páginas de un libro, para ser reunión de objetos sorprendidos mientras dormían, capturados un instante que, como el tiempo de los objetos, es en este momento y quizá después ya nunca vuelva a ser. O se repita cuando el observante llegue de nuevo, sacuda ideas preconcebidas y encuentre, sin buscar, aquello que lo asalta por sorpresa, para volver a ser “objetivo”, para dejarse llevar.


jueves, 5 de agosto de 2010

Lecturas urgentes



Amin Maalouf: ciudadano del mundo
Pocos autores como Amin Maalouf, condecorado este año con el Premio Príncipe de Asturias a las Letras, para recordar que hubo un tiempo, ya remoto, cuando las religiones y las culturas que habitan la cuenca norte y sur del Mar Mediterráneo supieron convivir y enriquecerse las unas a las otras; pocos autores como el libanés de nacimiento y francés por autoexilio para construir una obra en la que se respiran ambas costas del otrora llamado Mare Nostrum, un espacio que ha protagonizado grandes y devastadoras guerras pero que en un época fue el puente por el que navegaron ideas, filosofías, obras que construyeron imperios en los que la tolerancia y la libertad dieron forma a civilizaciones que lejos de chocar se mezclaron para formar una parte indiscutible de la historia común de la humanidad.
El galardón reconoce la “infatigable defensa de la cultura y la convivencia que ha logrado abordar con lucidez la complejidad de la condición humana”, el conjunto de una obra que “traza una línea hacia la tolerancia y la reconciliación”. Y basta asomarse a las primeras páginas de uno de sus libros más emblemáticos, León el Africano, para constatarlo: “Mi sabiduría ha vivido en Roma, mi pasión en El Cairo, mi angustia en Fez y en Granada vive aún mi inocencia”, dicta el primer párrafo en una confesión que toma como escenario la Andalucía dominada por los árabes desde el siglo VIII hasta el XIII, aquel imperio donde convivieron las tres grandes religiones monoteístas y que representó la llamada “edad de oro” de la civilización árabe.
Personaje cosmopolita como el propio Maalouf, que se aleja del concepto de “raíz” por ser estático, por mantener cautivo al árbol y se aproxima a la ciudadanía universal, esa que recoge los valores de la libertad, de la tolerancia, de los pasados ejemplares que apuntalan un presente en el que hay espacio para el diferente, para el otro, para el nuevo, para el que busque de manera pacífica y ordenada sumarse a una tradición universal: “No procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy el hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía”, añade León, en lo que podría ser la propia confesión del autor que, buscando en libros antiguos, dio con el Hasan Ben Muhamad Al-Wazan, en su nombre árabe, León en español, geógrafo, granadino exiliado y originario de Andalucía de que terminó sus días como consejero en una corte papal. Están en este libro de marras, además, muchas de las grandes cimas de la España morisca: la escuela de traducción toledana, los jardines de Granada, las calles compactas y con aroma a naranja de Córdoba, las mezquitas construidas bajo las cúpulas de las catedrales de ambas ciudades, sin destrucción de por medio, buscando integrar las culturas a través del mestizaje que niega la pureza de sangre y favorece la multiplicidad de identidades que cada mujer y cada hombre lleva consigo. “Se trata –comenta en entrevista con el diario español ABC (10/VI/10)– de recordar grandes momentos de referencia, que pudieran servirnos para comprender nuestra realidad, para poder imaginar otras realidades”.
Y es que el presente de la cultura musulmana dista mucho de aquellos años dorados; bajo el yugo del nacionalismo, de la cerrazón y la intolerancia que se han erguido como sus banderas más distintivas, el mundo árabe ha caído, en particular a partir de los hechos del 11 de septiembre de 2001, en un descrédito en el que una parte se confunde con el todo y los logros de antaño (documentados de manera impecable por Juan Vernet en el libro Lo que Europa debe al Islam de España, Acantilado, xxxx) quedan supeditados a una visión en la que violencia y fanatismo prevalecen de manera dolorosa, destacando un pueblo que es víctima de la ignorancia, la manipulación y los absurdos que varias generaciones de gobernantes han presidido y provocado, soterrando aquel pasado glorioso del que sin duda queda mucho aún por aprender. En este sentido, destaca otra de las grandes obras de Maalouf, La cruzadas vistas por los árabes, un recorrido que aporta la visión y la cultura del vencido como un valor que busca prevalecer sobre sus ocupantes, rescatando esa otra parte de los acontecimientos que suele quedar excluida porque, como dicta el refrán popular (y como todo refrán, también simplista), la historia la escribe el que gana; así, el autor reconcilia su propia estirpe con su pasado, para poder superar un presente y construir ese futuro donde los valores democráticos se conviertan en otra de las características distintivas del universo musulmán actual.
La solución al retroceso histórico que actualmente se vive en buena parte de las naciones árabes, afirma Maalouf en aquella entrevista, se encuentra a resguardo en el Islam europeo; hay ahí una esperanza, agrega, la posibilidad de que los musulmanes europeos “exportaran una visión modernista de su religión” hacia sus sociedades de origen, que fueran a su vez ese factor de “modernización” tan necesario como urgente; concluye con la certeza de que la humanidad, tanto en este como en otros temas, no puede desesperarse, no tiene derecho a la desesperación, “debemos creer”, y esa es la premisa de toda fe, de toda esperanza en lo que habrá de venir, no en otro mundo sino en este, donde se vive, donde se sufre, donde se construye el día a día de la historia que otros habrán de escribir. Sin duda, pocos autores como Maalouf para recordarnos por medio de su obra que otro mundo fue posible, que un nuevo día espera, que pueblos enteros aguardan la oportunidad de mostrar y demostrar que una vez fueron grandes y que esa grandeza puede y debe volver a ser.
(Publicado en La Nación, #2340)