Un relato sobre mis años en Acción Nacional y algunas reflexiones al respecto, incluido en el libro Diálogo entre generaciones, de Luis H. Álvarez y César Nava.
Los años azules
1) De manera oficial, con credencial y curso de por medio, ingresé al Partido Acción Nacional en 2004, animado por la contienda interna por la candidatura a la Presidencia de la República; no obstante, mi colaboración formal con el partido comenzó un año antes, a través de la Fundación Rafael Preciado Hernández, a la que fui invitado por Sigrid Artz como editor de la revista Bien Común.
2) Debo aclarar que los rostros, los nombres, las ideas, la doctrina panista circundaron mi infancia y adolescencia, nunca de manera impulsada pero sí como esas cosas que se viven en el día a día: algunos de mis recuerdos primeros tiene que ver con pancartas y calcomanías, mítines y reparto nocturno de volantes en las casas, para que no hubiera problemas con la autoridad. Parte de los volúmenes en los libreros de la casa paterna eran aquellas ediciones de Jus que guardaban las ideas de Gómez Morin, de González Luna, de Calderón Vega o de Christlieb Ibarrola, o los tomos de Epessa con los discursos de González Morfín, los números de la revista Palabra.
Durante muchos años fueron historias de heroísmo y ruindades, anécdotas proyectos, las que alumbraban la mesa de los desayunos, las comidas y las cenas, en torno al partido, a su vida interna a su lucha que en la Mérida de los años ochenta cobraba el brío que precede a los vientos de cambio. Luego sabría que ese mismo aire soplaba en otros sitios, a los que se acudía conforme el trabajo lo exigía: mítines en Veracruz, en Puebla, asambleas y convenciones partidistas a lo largo y ancho del país… Mi relación con el partido ha sido, por motivos naturales, cercana y respetuosa, temeroso de quienes exigen reconocimiento cuando sólo lo han heredado, orgulloso de poder aportar, de responder a los llamados que han llegado, un poco protagonista y un poco testigo cuando las circunstancias así lo exigen, respetuoso de lo mucho que significa y representa el poder: he visto cómo amigos de toda la vida –de esos que llenan las fotos de los álbumes infantiles– sacrifican ese valor supremo por un instante de coyuntura, del mismo modo que he presenciado muestra de solidaridad y valentía como sólo las causas sublimes imprimen al espíritu humano.
También he comprobado cómo una causa justa y bien orientada puede dejar de ser sueño para convertirse en realidad, cómo los cambios verdaderos requieren de prudencia, paciencia y esmero, inteligencia, y el modo en que esa causa se convirtió de pronto en una transición que avanzaba, ya en los noventa, por los cauces del diseño institucional, las reuniones que concluían de madrugada o que llevaban a la sala de la casa a personajes que más tarde aparecían en las pantallas de televisión, las anécdotas de encuentros con los que aceptaban la voluntad y la disposición de la oposición para sentarse, dialogar y alcanzar los primeros grandes acuerdos, reformas e instituciones que daban espacio a la sociedad y concretaban las más antiguas exigencias de Acción Nacional.
De esos primeros años guardo los recuerdos borrosos de la campaña de Pablo Emilio Madero, las andanzas de mi padre por los confines de la península yucateca promoviendo el voto mediante panfletitos –algunos siguen por ahí, entre los libros de la biblioteca– que acudían poco a lo gráfico y mucho a la explicación de las ideas, visitas y cursos en comités estatales y municipales y, una vez establecida la familia en el Distrito Federal, la campaña de Maquío, los tumultos inimaginables en esa época, el clamor de la gente en mítines, los walkie talkies para coordinarse antes de que los celulares inundaran manos y oídos, en fin, la vida de un partido donde aún todos eran conocidos de todos, como quien habita en la misma casa que, por esos años, se encontraba ubicada en la calle de Ángel Urraza.
Los años que transcurrieron entre 1993 y 1996 cambiaron no sólo la vida familiar sino además el propio desarrollo de la historia política de México. Por mi parte, aún faltaba casi una década para que esa cercanía con el panismo se concretara en una colaboración estrecha; mientras tanto, los hechos de aquellos años –las primeras grandes victorias en estados, capitales y cabeceras municipales, la campaña de Diego Fernández de Cevallos– modificaban rutinas, establecían costumbres nuevas y me sorprendían en los años de la adolescencia cayendo en la cuenta de la trascendencia de todo aquello. Ya no era simplemente acudir como invitado a eventos y actos de partido: era también el profesor de secundaria que asumía actitudes complacientes o tendenciosas, el párroco que te abordaba en la calle para decirte “su padre ha hecho mucho por este país”, los amigos que preguntaban y querían saber lo que incluso los medios ignoraban, y por supuesto, yo también. La distancia con la política cobraba mayor magnitud a medida que intentaba llevar una vida lo más similar a quienes me rodeaban, ya fuera en la escuela o en los grupos Scouts donde pasé los momentos más importantes de ese año: campamentos, excursiones y travesías donde no importaba quién fuera tu padre sino quién hacía el nudo o el amarre más rápido y preciso, donde coyunturas y elecciones quedaban al margen pues la prioridad era levantar tiendas de campaña, acudir a las actividades de manera puntual o realizar las prácticas de escalada y rapel. Mi padre disfrutaba todo esto en la medida que el tiempo le dejaba –cada vez menos– oportunidad; celebraba y se dolía de logros y fracasos de sus hijos, buscaba de todos los modos posibles reservar los domingos por la mañana a su familia, que jamás reprochó falta alguna pues siempre hubo esa conciencia de la importancia de las cosas que lo mantenían lejos, nos llevaba a larguísimas caminatas por el Ajusco o el Desierto de los Leones en las que la política jamás fue tema a menos que alguno de nosotros preguntase; a veces creo que en esos recorridos era un rescoldo para él, cada vez más asediado por los medios, cada vez con mayor presencia en periódicos, radio y televisión, al frente de un barco que, como él mismo escribió en su carta de renuncia al partido, “no heredó y al que llegó como grumete” (la cita es de memoria así que ofrezco una disculpa por la probable inexactitud de términos, mas no de sentido).
Por esas fechas comenzó el periplo de las “chingaderas”, que por primera vez me reveló cuántos escollos –hoy llamados poderes fácticos– se interponían, además del PRI, en el camino a la transición democrática. Como periodista experimentado y político responsable (pecador estándar), mi padre execraba la irresponsabilidad de los medios frente a la etapa que al país vivía, y la campaña por la Jefatura de Gobierno de la ciudad de México reveló hasta dónde la inexperiencia del partido local y la batalla con los medios podían influir en el resultado. Fue en ese año –1997– cuando las circunstancias tendieron un puente nuevo hacia las actividades partidistas. Junto a Mariana Gómez del Campo, Margarita Martínez Fischer y un grupo de jóvenes entusiastas, me involucré en algunas actividades aunque siempre de manera esporádica, lo mínimo indispensable; mi padre era estricto en ese sentido: no quería que su elección alterara más de lo que ya lo hacía –pero nunca en un sentido negativo– la vida de su familia, a menos que nosotros lo eligiéramos. Es decir, aquello que habíamos visto de cerca, palpado e incluso probado durante muchos años, al momento de tener la libertad de elegir, se convertía en un camino por el que “nadie tenía que transitar si no quería”. Recuerdo sus últimas palabras antes de partir a la Convención donde resultaría electo como candidato panista al gobierno del Distrito Federal: señaló la entrada del departamento y añadió: “de esa puerta no pasa ningún periodista”, y así fue, con la salvedad de Rodrigo Menéndez, quien más tarde sería compañero y amigo de varios andares. No obstante, era un gusto acudir a la casa de campaña y ver como aquellos rostros de toda la vida, y muchos nuevos, se reunían de nuevo en torno de la causa común: Luis Correa, Xavier Abreu, Bernardo Graue, Felipe Duarte, Germán Martínez y seguramente muchos más que ahora no recuerdo.
3) En 1998 comencé el aprendizaje del análisis político coyuntural de mediano y largo plazo, cuando mi padre me invitó a trabajar con él en el despacho Humanismo, Desarrollo y Democracia. Ese fue mi primer contacto profesional con la política. En la oficina de Coyoacán se daban cita, además de muchos viejos colaboradores, Bernardo Ávalos y Jesús Galván, también viejos conocidos pero que en el papel de analistas aportaban a las juntas semanales una riqueza de temas, anécdotas, consideraciones y probables escenarios de los que mucho se aprendía y poco se desperdiciaba. Asimismo, apoyaba a mi padre en la corrección y revisión de los artículos que entregaba de manera semanal a la prensa escrita. Poco después comencé a publicar reseñas de libros (temas literarios o filosóficos) y discos en el Diario de Yucatán etcétera y Este País, donde la amistad de Marco Levario y Eduardo Bohórquez me condujeron por los periplos del periodismo y la estadística, la opinión seria y objetiva y el desglose de cifras que develaban escenarios nuevos. Llegaron también los primeros textos para La Revista Peninsular, espacio donde por primera vez tuve la libertad de escribir de los temas que yo considerara oportunos.
4) Bajo la dirección de Germán Martínez, y más tarde de Rogelio Carbajal, la Fundación Preciado cobró una dinámica que me recibió con disposición, con la riqueza que aporta un equipo venido de distintas casas de estudio y que cuenta con la disposición para sumar esfuerza e incorporar nuevas voces. Faltaría espacio para nombrar a cada uno de los que conformaban tanto la mesa de redacción como el consejo editorial, o a los que en torno a una mesa decidían los temas, asumían labores, comprometían su tiempo para enriquecer los temas de cada número; Bien Común, precedidos por la edición de los libros Volverás y Apuesta por el mañana fueron así mi primer paso voluntario en el PAN, a través de una fundación que tiraba paradigmas propios y mostraba a un partido distinto al que una distancia voluntaria, los caminos de la edición, había alejado y al que esos mismos caminos –la edición– llevaban de vuelta. También llegaron las opciones de contribuir con algunos textos tanto en aquella revista, por invitación de su entonces directora, Alejandra Isibasi, como en el órgano informativo oficial del PAN, La Nación, convocado en primer lugar por Martín Enrique Mendívil y, más tarde, por Liliana López Ruelas. Poco después fui llamado a formar parte de la Comisión editorial, que por desgracia ha dejado de operar de manera formal. De este modo, puedo afirmar que mi ingreso “oficial” al partido fue motivado por haber hallado entre las personas, revistas y asociaciones mencionadas arriba tanto la doctrina que había acompañado mi formación personal como los valores del pluralismo, la amistad, la diversidad y la divergencia fruto de concebir a México como la suma de sus partes, sin excepción.
5) Ya involucrado de modo más formal en las actividades partidistas, el proceso electoral de 2006 comenzó a exigir mayor compromiso, presencia y tiempo, que en etapas de precampañas y campañas se vuelve rápido, como si los relojes contaran menos horas. El ánimo del partido ante su proceso interno era el de la competencia entre conocidos, en la que por principio no quise involucrarme pues procuraba enfocarme a aquellas actividades para las que fui llamado en principio: las relacionadas con edición. Me parece, aún hasta el día de hoy, que la política debe sin duda encaminarse a obtener el triunfo en las urnas, pero ese triunfo no nace de la nada sino que exige acción constante en muchas líneas que deben funcionar de manera paralela, sin escatimar ni descartar unas por otras.
No obstante, y a través de la invitación de mi hermano Julio, acudí a los primeros recorridos de Santiago Creel por la Península de Yucatán, inaugurándome como orador en alguna de las plazas. Debo decir que la experiencia de dirigirse a unas tres mil personas, de sentir la intensidad que despide el ánimo de la gente, fue más que un aliciente un temor que hizo flaquear mi voz y enredar mis ideas ya en el estrado. Sin duda, hay cosas que no se heredan. Además, la campaña interna comenzó a tomar tintes –que por fortuna duraron poco– de combatividad ya no tan similar a la contienda entre amigos, lo cual me llevó a abandonar aquel esfuerzo antes incluso de la primera etapa de votación. Meses más tarde, el candidato panista, Felipe Calderón Hinojosa; en el tiempo intermedio, la Secretaría de Vinculación con la Sociedad del CEN del PAN, a cargo de Gerardo Priego, convocó al Consejo Cautivarte, donde se reunían representantes del medio cultural y artístico afines al partido y dispuestos a trabajar en una propuesta del sobre el tema que sería presentada al equipo de campaña calderonista. Las labores de este consejo eran animadas e impulsadas por Xóchitl Pimienta y Claudia Villa, quienes hacían de cada reunión un espacio de discusión que escapaba de las solemnidades y cobraba un ánimo bastante peculiar. El consejo debatía sin concretar propuesta alguna, y una noche de insomnio me di a la tarea de recavar las notas y estructurar un documento sobre el cual trabajar. A la postre, sería convocado por el equipo de campaña para discutir y afinar detalles sobre aquel esfuerzo colectivo.
Unos meses antes, y a propuesta de Alonso Lujambio, Germán Martínez, Rogelio Carbajal y Consuelo Sáizar, se comenzó el trabajo de recopilar las textos dispersos de mi padre para conformar una gran antología sobre su pensamiento político. Se conformó un equipo pequeño pero altamente efectivo, con la investigadora Leticia Fuentes como encargada de reunir aquellas publicaciones depositadas en las hemerotecas de Mérida, Ezequiel Gil, Miriam Soto y yo como lectores y comentadores, y Germán y Alonso como encargados de redactar el estudio introductorio de lo que terminaría por llamarse “El porvenir posible”, la antología más completa que se ha realizado de la obra de Carlos Castillo Peraza hasta el día de hoy, editada por el Fondo de Cultura Económica.
6) Vinieron las elecciones y el triunfo de Felipe Calderón en la contienda presidencial. Por ese entonces, todo parecía volver a la normalidad. Había un nuevo mandatario emanado de las filas del PAN y de alguna forma había contribuido a la victoria, como miles de panistas más, desde el espacio en el que me consideraba útil, al que fui llamado y en el que puse mi mayor convicción y esfuerzo, cierto de que era indispensable la suma de todas las manos posibles para seguir adelante con el proyecto panista de nación. En las semanas siguientes al primero de diciembre de ese año, me incorporé al equipo de discursos de la Presidencia de la República, convocado por Alejandra Sota e integrándome a un grupo también diverso, plural, donde encontré un ejercicio profesional, comprometido y dispuesto a sacrificar noches y días de vida familiar y personal en torno a arrancar el sexenio desde el ámbito discursivo. La labor fue ardua pero siempre llena de experiencias enriquecedoras y aleccionadoras; guardo de esos meses –nueve en total– un recuerdo de gratitud, camaradería y solidaridad como pocos tengo en la vida, además de amigos que estrechamos lazos frente a la convivencia intensa, los logros y los sinsabores, “camaradería castrense”, como dijera González Luna. Dejé mis labores en la Presidencia para incorporarme de lleno al trabajo editorial de la Fundación Rafael Preciado Hernández y, en la manera de lo posible, a los cursos de capacitación de la Secretaría de Formación, dirigida en ese entonces –luego del proceso interno de renovación de la presidencia del CEN panistas, donde fue electo Germán Martínez Cázares como jefe nacional– por Carlos Abascal, de quien aprendí el valor de la congruencia, la prudencia y el servicio entendido como amor al otro, al semejante, al prójimo que me refleja y que me hace posible. Fui llamado a dirigir La Nación unos meses más tarde, pero esa, dirían por ahí, es otra historia, aún en proceso de ser escrita.
7) Los incisos anteriores son una apresurada descripción de una relación que ha sido constante a lo largo de mi vida. Me resulta complejo elegir uno de esos momentos para destacarlo como la experiencia más importante de mi actividad partidista o política, pues ésta es de alguna forma una suma de hechos no siempre aislados pero sin duda animada por ese eje inamovible que distingue al PAN de los demás partidos: unos principios y una doctrina firmes, serios, comprometidos con México y que promueven el servicio como la principal vocación de la política. Ese corpus doctrinario ha sido, en pocas palabras, el alma del partido, aquello que permanece más allá de los nombres y que hace posible precisamente que las generaciones se sucedan una tras otras en torno del mismo ideal. Asimismo, es esa doctrina la que considero, hoy más que nunca, indispensable conocer a fondo, máxime cuando el partido se enfrenta al reto de ser gobierno, a la tentación siempre presente del “lado oscuro del poder” que, como se mencionó al principio de este escrito, es capaz de separar los lazos más fuertes, los del tiempo, en nombre de una coyuntura. Por supuesto, su adecuada divulgación entre la militancia es un imperativo, como lo fue desde que Gómez Morin fundó Acción Nacional, condición sine qua non para la continuidad y para seguir siendo esa “escuela de ciudadanos” que el PAN ha sido a lo largo de, este año, siete décadas de vida nacional. Sin embargo, los retos propios de ser un partido en el poder son distintos a los de un partido en la oposición: ¿cómo empatar doctrina y ejercicio efectivo de gobierno?, ¿cómo promover los principios entre una militancia que cada vez aumenta en número y en diversidad? Me parece que el PAN debe sentarse a pensar estos temas con urgencia, so riesgo de que la inercia del día a día postergue hasta el punto de que la identidad del partido y del panismo se diluya entre la premura de lo inmediato. Un ejemplo: cuando se dice “Todos los políticos son iguales”, ¿qué partido pierde más? Los que se sabe han hecho de la política voluntad de servicio o el que ha pregonado el servicio como fin del trabajo público. Es decir, cómo empatar entre las filas panistas la teoría con la realidad, sin quedarse en el “pedestal de imbéciles” pero sin ceder al pragmatismo bruto, muchas veces tentador por expedito e instantáneo. El hecho de pensar antes de sentarse a hablar, o de hablar porque ya se pensó lo que se va a decir, me parece resume bien a la generación fundadora del PAN, ese grupo de mujeres y hombres que no pensaron en revolucione ni cambios abruptos sino que supieron que muy probablemente no les alcanzaría la vida para ver el fruto de su lucha. Es decir, no sacrificar el instante por el futuro pero tampoco comprometer el futuro con la acción del instante. El punto medio es la virtud, dice Aristóteles; los fundadores del PAN fueron incansables buscadores de puntos medios, implacables en el ejercicio de la virtud social.
Hoy, el panismo enfrenta, pues, el reto de conservar y promover esa esencia, eso que lo distingue, eso que los mexicanos vieron en el partido a lo largo de décadas y que fue moviendo las almas hasta provocar el cambio de régimen político, en paz y por la vía de las elecciones. No vivimos una etapa de la historia en la que los valores sean fácilmente aceptados, recibidos y promovidos; las modas y el consumismo parecen afectar también a la política. Creo que lo que caracteriza a la generación actual de panistas es un debate entre lo pragmático y lo doctrinal, y me preocupa que no se lleve a cabo un ejercicio serio que sume las voces del PAN para resolver este dilema.
8) La etapa que más valoro de la historia del PAN es la actual, porque presenta retos inéditos en la vida pública nacional. Creo también que la luz del pasado panista, en todas sus etapas, debe alumbrar cada decisión que se tome, pero que ese pasado debe estar en permanente actualización porque, ya lo escribió en alguna parte Castillo Peraza: sólo fundan tradiciones quienes son capaces de mirar al presente desde el pasado y construir. Sin ese esfuerzo es probable que las siguientes etapas del PAN pierdan su atractivo, lo que marcaba la diferencia, lo que evitaba que la competencia política fuera solamente lucha encarnizada por el poder; sin una renovación de cuadros, de ideólogos, de prospectivas, llegará el punto en el que sólo podamos llenarnos con el pasado pues el presente estará vacío. Esa búsqueda de plenitud –el equilibrio– no es precisamente característica de la generación actual, más enfocada a resolver los conflictos y retos que se presentan día a día: no obstante, es crucial e inaplazable voltear la vista a esta situación, convertirla en prioridad sin descuidar las labores de gobierno pero considerando su resolución como un factor crucial de la permanencia de Acción Nacional, no como poder sino como partido. El PAN es heredero de una enorme tradición; en quienes hoy están al frente, desde cualquier trinchera, recae la responsabilidad de enriquecer esa herencia o dilapidarla; no hay nuevos ideólogos desde Castillo Peraza, y ésa es una señal de alarma.
9) México vive hoy un tiempo de consolidación de aquellos valores que deben necesariamente acompañar a una democracia. La primera “victoria cultural” panista fue, empero, lograr que los mexicanos acudieran a las urnas, crear conciencia sobre el poder del voto, mostrarle a la gente lo mucho que podría ganar al hacer valer su opinión. Sin embargo, hay otros valores, además de la participación electoral, que deben promoverse para alcanzar un régimen moderno y acorde con las necesidades y exigencias de la nación: la legalidad y el apego al derecho, la transparencia, la igualdad, la solidaridad, la rendición de cuentas, son hoy por hoy temas todavía pendientes en la agenda nacional, pero que siempre han estado presentes en la doctrina panista. Creo que en este momento sólo el PAN es capaz de encabezar la lucha por estos valores pendientes. Faltan todavía “victorias culturales”, cambios graduales que el partido sabe muy bien como encauzar y conducir, pues éste es el sentido de la “brega de eternidad”; si estos valores no impregnan el todo social, el solo voto no será suficiente para modernizar plenamente a México, y se corre el riesgo de retrocesos por parte de quienes son incapaces de ser oposición responsable, como alguna vez lo fue y aún lo es en muchos sitios Acción Nacional.
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