Sin papeles ni contratos, sin títulos legales ni notarios de por medio, recibí como única herencia material de mi padre su biblioteca: varios miles de tomos que en 1997 reunimos –por primera vez, contaba él con orgullo– bajo un mismo techo, en un acervo que fue ampliando y cargando a lo largo de años, ciudades y países, y cuya clasificación bajo las normas de la biblioteconomía quedó trunca tras su muerte, en el año 2000.
Por ese tiempo, el acervo constaba de unos cinco mil ejemplares, que abarcaban todas las categorías: consulta, diccionarios, enciclopedias, filosofía, religión, ciencias sociales, lenguas, ciencia, tecnología, arte, literatura, guías de viajes, publicaciones periódicas, informes, anuarios, almanaques, en los idiomas que dominaba –español, inglés, francés e italiano–, en esa voracidad intelectual que distinguió durante su vida a Carlos Castillo Peraza.
El origen de los libros era diverso, y partía de la biblioteca que acompañó su infancia en la Mérida de los años cincuenta, perteneciente a Pedro Montalvo –cariñosamente llamado “papá Pedro”–, hasta llegar a compras realizadas por catálogo a editoriales extranjeras, representadas por un visitante que cada mes llevaba a la oficina, ubicada frente a los Viveros de Coyoacán –donde se instaló el despacho Humanismo, Desarrollo y Democracia, SC–, en el tiempo en que internet aún no contaba con la confianza de hoy para hacer encargos internacionales.
De entonces a la fecha, y siguiendo un poco ese ejemplo de transhumancia y mudanzas, cargué con buena parte de esa biblioteca en cuatro cambios de casa. Pero familiarizarse con los contenidos de un acervo de ese tamaño es una labor que roza el hedonismo y la contemplación detenida, casi obsesiva, de lomos a los que poco a poco la vista se acostumbra hasta construir una memoria que sin ser precisa, sí es capaz de rastrear y encontrar hasta las exigencias más complejas.
El ejercicio era cotidiano y consistía más o menos en una llamada diaria (si Castillo Peraza se encontraba redactando algún ensayo o texto, podían ser una decena en una hora), a la que seguía, religiosamente, la frase “Estoy buscando un libro que…”, y a continuación podía venir o una descripción precisa que detallaba título, autor, color del tomo y hasta forma de la tipografía de lomo, o una tan vaga como un “no me acuerdo del nombre ni del autor, pero es de pasta dura con letras azules”. Está práctica detectivesca termina tarde o temprano por generar un vínculo especial con los libros, y sin duda denotaba la larga y entrañable relación que mi padre guardaba con los suyos.
La intención de este texto es lejana a lo académico, a los análisis sesudos de la ciencia política y de la filosofía, y mucho más cercana a rescatar una serie de vivencias que raíz de los libros tuve el gusto de compartir con Carlos Castillo Peraza. La idea de hacerlo me la dio Juan Molinar en su oficina de la Fundación Rafael Preciado Hernández. Las páginas que siguen son su consecuencia.
Instalar la biblioteca
Fue en 1997 cuando llegaron varias decenas de cajas a un estudio ubicado en la colonia del Valle, adaptado para fungir como biblioteca central, y que se sumaba a otra secundaria, ubicada en el despacho de Carlos Castillo Peraza, donde conservaba los libros que utilizaba con mayor frecuencia. El olor era intenso y denotaba el tiempo que los volúmenes llevaban encerrados. Comenzó así un proceso que tomó varias semanas, con el primer y fundamental paso, que fue distribuir temáticamente el acervo. Lo realizamos entre mi padre y yo, en tardes largas y noches gratas que robaba a sus actividades profesionales para dar forma a un sueño acariciado por décadas.
El sistema era sencillo pero tardado: él separaba los libros y yo los cargaba hacia el sitio elegido por común acuerdo. No tardamos mucho en entender que la organización del trabajo tomaría más tiempo del previsto, por lo que poco más adelante se sumaron a la labor de clasificación, ya de manera precisa y científica, dos expertas en las artes de bibliotecas, cuyos nombres se me pierden en los recuerdos. La experiencia, no obstante, era la de constatar cómo un hombre se abre paso por entre los resabios de su pasado para irlos expurgando, acercándolos y renovándolos como sólo los objetos de la memoria son capaces de lograr.
Aparecían poco a poco obras de tiempos remotos. La veintena de tomos de la Enciclopedia Yucatanense, por ejemplo, ante los que Castillo Peraza sentenciaba orgulloso de su origen: “Yucatán fue el primero de los estados, y es de los pocos, en contar con su propia enciclopedia”; también llegaban libros antiquísimos que sufrían las inclemencias del tiempo y que quedaban separados y destinados a una reparación dedicada y cuidadosa, manchados por la humedad que ondula las páginas y las mancha con una marca negruzca que poco a poco se extiende hasta devorar los contenidos. “Hay que ponerlos al sol”, dictaba con un gesto de molestia y decepción, como quien da el diagnóstico de un familiar enfermo que hay que someter a tratamiento médico.
Con los días ocupados en ese ordenamiento me fui envolviendo de las distintas etapas de estudio de mi padre, que conformaban un mapa de exquisiteces académicas y que parecía no hallar límites geográficos. Aprendí que las bibliotecas son asimismo cartografías de la humanidad que rompen cualquier división política o ideológica, y que su conformación es también la biografía del hombre que las construye y, al mismo tiempo, un microcosmos de la historia de la humanidad. Así, los griegos de sus primeros años en la Facultad de Filosofía de la UNAM, se volcaban como una presencia abrumadora: ediciones bilingües impresas por la llamada “máxima casa de estudios”, antologías discretas que miraba con la expresión de quien entiende que el saber no se conforma con extractos sino al contrario, con el estudio profundo de obras completas. La Introducción a la historia de la filosofía, de Ramón Xirau, fue tal vez el libro que más veces se repetía, en cada una de sus ediciones (por entonces iban más de veinte), así como el Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel Zaid.
Otra joya que le iluminó el rostro y los recuerdos es en ese proceso de acomodo fueron los Clásicos de JUS: Homero, Virgilio, Horacio, Luciano de Samosata, de la época dorada de esa editorial. Asimismo, reliquias del panismo clásico como el Humanismo Político de González Luna, que abrió voraz en la primera página para leer en voz alta la dedicatoria que escribiera Manuel González Hinojosa; los primeros tomos de la revista Palabra, ilustrados por Gonzalo Tassier; los folletos modestos pero de gran valía que se editaban para promover los discursos y las conferencias de Efraín González Morfín, el primer borrador empastado de Manuel Gómez Morin. Constructor de instituciones, que editó el Fondo de Cultura Económica en los ochenta y que representó para mi padre la primera ocasión en que un panista era publicado por una editorial de Estado. Lo mismo ocurrió con la colección de The Great Ideas de Británica, su Enciclopedia y sus compilaciones de clásicos: un monumental esfuerzo que contiene prácticamente todo el saber de la humanidad en un sistema de clasificación amable, práctico y que no obstante requeriría una vida abarcar por completo.
Caso contrario al gusto que generaban estos hallazgos fue el de las cajas que contenían informes presidenciales que los gobernantes en turno distribuían entre todo aquel que, interesado o no, consideraran digno de “engalanar” con sendas ediciones que afeaban cualquier biblioteca: “Ponlos en los estantes más bajos”, fue la indicación, seguidos de un: “esas son mentiras que no interesan a nadie”. No obstante, nada se desechaba. Cada libro era un fragmento inevitable de un orden superior, donde, por el contrario, los autores franceses tenían un lugar predilecto: primeras ediciones de El hombre rebelde, El mito de Sísifo y La caída, de Camus, publicados por la argentina Losada en los años sesenta y fechados por los ex libris a principios de los setenta; viejas ediciones de Maritain empastadas para evitar el deterioro; bellos tomos, también entre los predilectos, de los místicos españoles Juan de la Cruz y Teresa de Ávila; los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana bellamente ilustrado y una soberbia colección de autores y estudiosos de la filosofía de la Edad Media: desde la edición BAC de la Summa contra los gentiles de Santo Tomás hasta la inmensa Historia de la filosofía medieval de Gilson, predilectos entre aquellos miles de libros que con los días iban tomando la forma de biblioteca.
Varios meses después el trabajo nuestro estuvo terminado (no el de las bilbiotecarias, que apenas comenzó). Instaló en el mismo estudio una pequeña oficina en la que yo pasaba las mañanas dedicado a satisfacer sus peticiones, a realizar las búsquedas y a leer bajo un específico programa con el que mi padre sustituyó, por acuerdo común, mi enseñanza universitaria. “Ser autodidacta no lleva títulos, pero te da cosas que no hallarás en ninguna universidad”, me dijo con el guiño cómplice de quien se asume maestro y guía por esos laberintos de los libros y el conocimiento que tanto apasionaron a Borges y donde el argentino, ciego pero con los ojos puesto en el absoluto, halló el infinito y la eternidad. Añadió: “todo lo que yo he hecho en la vida lo aprendí en la primaria: leer y escribir”.
Las ciudades, el cargamento libresco
Las bibliotecas son entes móviles y vivos que terminan por devorar a su dueño. Hay un cuento de Julio Cortázar llamado “Casa tomada”, en el que el autor reseña cómo una pareja va cerrando tras de sí cuartos de una mansión que, tras escuchar voces y movimientos, considera ocupados por personajes que jamás aparecen pero que van llevando a sus habitantes hacia fuera, hasta tener que abandonar el hogar. Del mismo modo, las bibliotecas terminan por expulsar a sus propietarios si éstos no aprenden a mantenerlas en un lugar preciso y asignado, y esa labor es teóricamente infinita.
Los libros de Carlos Castillo Peraza aumentaban exponencialmente tras cada viaje al extranjero, en particular, aquellos que realizaba a Europa. Y el arte de viajar de mi padre era extenuante y complejo, muy distante al descanso y el esparcimiento y más bien cercano al estudio, al agotamiento físico y mental y a la reflexión. En suma, un placer que compartimos en varias ocasiones que recorrimos Italia, Suiza, Alemania, España y Francia, a razón de un mes por país, entre 1997 y el año 2000. Su conocimiento del Viejo continente venía de los años que pasó allá, uno en Italia, cuatro en Suiza, estudiando Filosofía.
De allí venía una parte importante de la biblioteca, que transportó de regreso a México a su vuelta, en 1976. En la última página de varios libros, y sumando así ciudades, pueden leerse las direcciones anotadas en la esquina superior derecha, domicilios siempre cambiantes donde calle se escribe via o strasse, dependiendo de si el volumen fue leído en Roma o en Friburgo; de este modo, al Río Lerma o Río Nazas de la ciudad de México, y aun antes, a las denominaciones numéricas de la Colonia García Ginerés, en Mérida, se añadían nuevas vistas, nuevas letras, lenguas nuevas y un saber que se construyó siempre con los libros a cuestas.
Cuando hubo ocasión de acompañarlo a Europa, los recorridos a su lado fueron siempre un auténtico sumergirse en cada cultura que escudriñaba con un saber acumulado y siempre dispuesto a compartir. El primero de esos viajes fue a Alemania, durante un mes, en 1996; el disfraz de la intención: aprender alemán; la realidad: recorrer el suelo germano y realizar una escapada fugaz a París. Para lo primero nos armamos con manuales del idioma, con guías Michellin y con algunos libros en castellano para pasar las largas horas del verano en esas latitudes. Para lo segundo, decidimos robarnos un fin de semana del curso y visitar aquella ciudad, donde además de los atractivos de rigor, contar con su compañía era el goce de recibir un curso entero de arte, de historia, de literatura y filosofía, no de esos que imparte un guía turístico sino de quien es capaz de hilar una suma de saberes en un discurso universal. “El conocimiento”, me dijo al concluir ese viaje, “no es tener mucha información sino saberla incorporar, integrar y entender como parte de una cultura”.
La intención de aprender alemán fracasó, pero era impresionante verlo en la clase asociar las construcciones gramaticales del idioma con las del latín y destacar la similitud de la pronunciación con el maya, que si bien no conocía a profundidad, sí era capaz de entender con cierta facilidad. El bagaje libresco del viaje contó, además de los textos de aprendizaje de alemán, los tomos adquiridos en Francia, en una librería del Barrio Latino donde nos hicimos con las últimas novedades de Gallimard y dos volúmenes de La Plèiade: las obras completas de Marguerite Yourcenar y la edición de los ensayos de Camus, que se sumaban a esa selecta colección de clásicos que sólo un país con la tradición literaria de Francia edita y hace rentables a pesar de los precios estratosféricos.
Al año siguiente, Italia fue el destino elegido para pasar un mes, bajo un calor insoportable y con el gozo de los largos recorridos en tren que nos llevaron del centro al sur de la península, a través de la Roma imperial y de las grandes urbes del Renacimiento, mochila al hombro, sin bibliografía física pero con el acervo intelectual de Castillo Peraza fresco en la memoria y presto para compartir. Para mí, todo nuevo; para él, un regreso sobre pasos de una juventud que exploró y se dejó cautivar por Leonardo, su pintura y sus artefactos; por la magnificencia del arte de Giotto y de Cimabue; por la mística franciscana y su regreso a la naturaleza; por la escolástica y su capacidad de abarcarlo todo en una catedral o en un texto; pero también por la capacidad de utilizar todo ese saber para analizar de manera meticulosa el presente.
Las anécdotas superan cualquier intento de resumirlas y solo intentan ilustrar que, más allá de los libros, mi padre entendió siempre el conocimiento adquirido de los libros como un medio para entender mejor la realidad, para disfrutarla y enriquecerla, para dejarse embeber por el fruto de los sentidos pero, en la más firme tradición aristotélica, aumentar ese placer por el uso de la razón: no la preeminencia de los unos sobre la otra sino un justo medio donde se pudiera estremecer el alma pero también enriquecer el intelecto. No fueron muchos los libros adquiridos durante ese viaje: la trashumancia entre ciudades, los trenes y el modo elegido para transportarnos lo hacían imposible. Pero sí eran cientos los que provenían de otros tiempos transcurridos en esas latitudes, de antaño y hogaño: de Campanella a Tabucchi; de Dante y la lectura de su obra a la luz de Etiénne Gilson hasta Aldo Moro; de Pico della Mirandola a Primo Levi y su capacidad de devolverle a la humanidad una voz ahogada entre el exterminio de los campos de concentración, todos a resguardo en una biblioteca que trascendía los volúmenes para conformar una experiencia humana integral.
Caso contrario en lo que respecta al aumento del acervo bibliográfico ocurrió un años después, en España, en un recorrido también de un mes, pero en esa ocasión realizado en automóvil, por las principales ciudades de la península. En Salamanca, textos de Vitoria y Suárez que ayudaron a construir aquella teoría de “mundialización” versus “globalización”; en Madrid, las grandes librerías de cinco pisos donde se adquirían las novedades reseñadas en el suplemento cultural Babelia y que entonces tardaban varios meses en aparecer en México; en Barcelona, una memorial tienda de plumas y papel donde podían adquirirse hojas de color hueso, elegantes, para las cartas que gustaba de mandar a amigos cercanos; en Santiago de Compostela, guías y estudios acerca del Camino del apóstol, ruta que contribuyó, como lo hicieron las grandes peregrinaciones medievales, a enriquecer la cultura europea y a llenarla de ideas, olores y colores provenientes del Oriente; en Toledo, biografías de la escuela de traducción, entre citas de Amin Maalouf, Avicena, Averroes, y el gran papel de los monjes copistas que salvaron del olvido a Aristóteles; en el Mediterráneo, bajo un sol que quemaba y una sombra que helaba, pasajes y citas de León Felipe, de Miguel Hernández y sus Nanas de la cebolla, de García Lorca, Quevedo y Lope, caminando por un malecón, fumando interminables cigarrillos que lograban encenderse con un fuego que la ventisca exigía proteger y resguardar de la extinción.
Todo era ocasión de celebrarse, de leerse, de citarse, a veces de llorarse pero siempre de vivirse a plenitud. No el saber de los doctos e insensibles sino, por el contrario, el de quien entra al mundo, como los marinos que recorrieron mares siglos atrás, con la pasión de encontrar nuevas tierras, de explorar otros aires, de saciarse con el conocimiento de los que saben otras cosas y ofrecen nuevas vistas: generosidad en la enseñanza, apertura en el estudio, devoción y fe en el hombre, esperanza depositada en un cielo que ora gris tormenta, ora azul de claridad de mediodía, guarda siempre detrás una fuerza superior capaz de armonizarlo todo y hacerlo funcionar.
Suma de ayer y hoy: fuerza para proyectar lecturas del mañana, distancia de la política y su cotidianidad ingrata, cercanía con una existencia que iba tomando una forma de nuevas épocas. A partir de ese paso de año, del 98 al 99, mi padre dio un giro a su vida con el que retomó lo que después de estudiar sus textos de juventud, parecía una carrera entregada a la reflexión y a la escritura, con una interrupción de 30 años que dedicó a servir a su país. Quien quiera constatar ese inicio, ese tránsito, esa interrupción y ese regreso puede hacerlo a través de dos obras clave editadas por la Fundación Rafael Preciado Hernández: Más allá de la política, (2010) y la novela inconclusa Volverás, (2004), que retratan con sus propias palabras un camino lejano al reflector de la plaza pública y al oropel del poder, y muy próximo a una vocación que quedó trunca con su muerte, en el año 2000.
La escritura, sí, pero primero la lectura
“La mejor forma de aprender a escribir es leyendo”, me dijo una vez, entre las paredes tapiadas de libros de su oficina, en Coyoacán, mientras revisábamos un texto que mandaría a la prensa. Ese proceso de edición fue otra de las grandes enseñanzas que recibí de mi padre, así como una pasión desmedida por los diccionarios, por el uso correcto del idioma y por el cariño hacia el lenguaje y la correcta expresión: “Quien escribe bien es porque piensa bien, y el bien pensar sólo lo dan los buenos libros”.
Sentado en su escritorio, con una computadora algo rudimentaria, tecleaba solo con los dedos índices páginas y páginas que luego imprimía y nos entregaba a Bernardo Graue y a mi para revisar. Uno leía en voz alta y todos corregíamos con tinta de color las posibles erratas que encontráramos, para una vez concluida la lectura, hacer los cambios necesarios. Los errores llamados “de dedo” no se consideran fallas sino más bien el fruto de una prisa en la que las ideas superan la rapidez para expresarlas; las posibles faltas semánticas o sintácticas que creíamos encontrar eran fácilmente refutadas con teorías sobre lingüística que podían encontrarse en cualquier manual o con el simple hecho de decir: “vuelve a leer, siente la música del idioma…” Y es que la lectura dota al escritor de ese ritmo, de esos sonidos, de esa armonía que el músico percibe en cuanto percibe una nota desafina y que el pintor condena cuando un color o un trazo rompen un orden que no se aprende con el estudio.
No obstante, a su espalda, los estantes del librero albergaban centenares de diccionarios que consultaba a veces por distracción, otras por necesidad y en ocasiones para descubrir que un vocablo contaba con una acepción que lo llevaba a otro diccionario, este de etimologías, donde descubría el origen milenario de la voz buscada, lo que a su vez conducía a otra consulta que ya poco tenía de la búsqueda original y más bien se acercaba a palabras donde el conocimiento precario del griego y el un poco más profundo del latín eran herramientas indispensables.
Esa herencia de búsqueda casi obsesiva de la palabra exacta es otra herencia en la que a veces me sorprendo, vagando del María Moliner a la Enciclopedia del idioma de Manuel Seco, pasando por alguno de los siete tomos del Corominas y regresando al Diccionario de la Real Academia, con los hallazgos maravillosos que esas pesquisas arrojan: papelitos que separan una página donde una nota arroja un enigma que ya nadie podrá traducir, anotaciones al margen donde una consulta sirvió para entender algunos de los tropos de la poesía, referencias de palabras que hizo falta buscar pero que ahí permanecen, a la espera que el azar de un vocablo lleve a un nuevo hallazgo. Un puente entre tiempos y vidas que tiende esa centena de diccionarios, donde se guarda una de las herencias más valiosas de la cultura: el habla.
Con la misma pasión, hallar un diccionario determinado podía convertirse en una odisea de proporciones patológicas. Alguna vez, la curiosidad de Castillo Peraza llegó al punto de obsesionarse con encontrar un listado que incluyera todos los sonidos que emiten los animales, por lo que a un ritual que compartíamos, y que bautizamos como “ir de libros” –y que consistía en ir generando listas de títulos por comprar para, una vez al mes, ir a su encuentro en las librerías de Coyoacán–, añadimos ese pendiente. Los encargados de asistir a quienes no saben dónde buscar lo que quieren en las librerías observaban a mi padre que, tras formular su petición, notaba con molestia, antes de que el dependiente respondiera su negativa, cómo la ayuda sería inútil y más bien terminaría en esa estrategia de despistar con información que no ofrece soluciones y sí nuevos problemas (para los cuales sí habrá un producto que ofrecer).
Pasaron varios meses antes de que, en su desesperación, decidiera consultar a quien consideró el único que podía ayudarle: Gabriel Zaid. Fiel a su tendencia de no contestar el teléfono, el escritor regiomontano contestó vía fax y envió los datos del Diccionario de verbos de Basulto, que hoy conservo con esa última sección marcada y donde aparecen, en efecto, las voces de los animales.
Una vez que terminaba con su lista, se acercaba a mí y, ante el hallazgo de algunas obras completas, decía “¿Ya leíste a Lucas Alamán?” Y agregaba, antes de que llegara cualquier respuesta: “no puede entenderse la historia de México sin leer a Lucas Alamán?” Así, mi acervo personal, y que de igual forma se incorporaba a la biblioteca mayor, se enriqueció con las obras completas de Borges, de Paz, de Pessoa, de Pavese, de Pellicer, entre otros tantos. Él adquiría las suyas de igual modo, pues había que aprovechar que algún centenario era ocasión de la reedición de una colección nueva –el del natalicio de Borges fue en 1999–, por lo que a la postre quedaron dos ediciones iguales de un mismo título. No importaba. Una se quedaba en la oficina y otra en la biblioteca, con la moraleja de que un libro nunca sobra y que es preferible tener la consulta a la mano para cuando falle la memoria.
Por supuesto, esto no fue siempre así. Carlos Castillo Peraza pudo darse esos lujos ya casi al final de su vida, y nunca de la manera como él hubiera querido. De este modo, la casa-estudio que albergaba la biblioteca jamás fue propia. Las lujosas ediciones sólo fueron posibles a partir de cierta época, como pasó con la trilingüe español-griego-latín de la Metafísica de Aristóteles, de la que alguna vez me contó: “cuando fui estudiante en Suiza la veía en los aparadores, y jamás la pude comprar. Ahora ya no me sirve, pero la tengo para conciliarme conmigo… y con Aristóteles”.
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