Reflejo de las contradicciones más profundas del espíritu y del actuar humanos, espejo de una ruptura en el seno del ser y su intento por hallar una cura, el pensamiento de Albert Camus nació en las calles de una Argelia que vivía a la sombra francesa, se forjó bajo los estragos de las dos afrentas bélicas mundiales del siglo XX y concluyó en un accidente automovilístico en las carreteras galas, el 4 de enero de 1960. El filósofo tenía 46 años, un premio Nobel recibido en 1957 y una obra que aun hoy se presenta actual, vigente, capaz de entregar respuestas sobre temas que siguen siendo un reto para la sociedad global; entre éstos, y sobre todo, la violencia, entonces bajo el título de “revolucionaria”, hoy con el ambiguo mote de “integrismo”.
Con una amplia formación intelectual, Camus utilizó las formas de los diversos estilos de la escritura para conformar una obra que trasciende géneros: ya sea por medio del ensayo, la novela, el teatro, los diarios, la autobiografía o el texto filosófico, prevalece el estudio de la ruptura que representa la irrupción súbita de una violencia entonces inédita –plasmada en sucesos como la guerra de trincheras, el holocausto, la bomba atómica, las últimas luchas coloniales– y sus consecuencias en la parte más profunda del ser, donde todo eso que toma banderas y encuentra justificaciones momentáneas se convierte en experiencia humana, conciencia de que los límites se extrapolan hasta caer en el absurdo, donde sólo quedan los totalitarismos, la libertad sometida en nombre de principios que no representan el espíritu humano sino el interés particular manipulado hasta convertirse en causa final. El hombre de Camus es uno herido, vulnerable, que sabe que la arbitrariedad puede en cualquier momento sacarlo de la calma en la que está instalado para someterlo, coartar su libertad, arrancarle el derecho a ser hombre pleno porque esa fuerza está por encima de toda ley y puede llegar a ser, incluso, la ley misma, sin equilibrios, sin las garantías individuales mínimas.
La cuestión de la libertad es uno de los ejes principales del pensamiento camusiano. La libertad, empero, en sus extremos más oscuros, donde se entabla un debate complejo entre el ser y sus circunstancias y el ser cuya esencia es, por herencia aristotélica, la tendencia hacia el bien. Sin embargo, ¿qué pasa cuando el bien se vuelve denunciar al vecino que habla sobre su inconformidad con alguna política de Estado (cuando esta política fue, por ejemplo, e independientemente del derecho a criticar en el ámbito público o privado cualquier política o decisión, obligar a denunciar a quien tuviera opiniones contrarias a las “oficiales”), y que además el castigo por esa falta sea ser enviado a un campo de trabajo donde se encontrará, por cansancio o hartazgo extremos, la muerte?
En este caso, el bien se convierte en la denuncia que castigará la libertad de disentir, pervirtiendo su significado al construir una idea del concepto que deja a un lado la naturaleza humana, plasmada en la Carta de derechos universales, y pone por encima al Estado y su interés, ajeno al individuo, que llega a ser sacrificable en nombre de la colectividad. Los valores del pluralismo y la diversidad quedan pues anulados o asociados al mal; la ley se convierte en mecanismo de represión en vez de ser conductora de libertades; la solidaridad es pervertida para atentar incluso contra su origen, la sociedad… el hombre se rompe en su parte más profunda y cae, sin remedio, condenado: en El mito de Sísifo, comienza el primer párrafo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”; y líneas más adelante, refrenda: “lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir”… “Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente… la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento”. El suicidio, para el autor, es ese salto al barranco porque cualquier paso, e incluso el no andar, terminará inminentemente en caída: los valores más profundos se pervierten y toca a la filosofía encargarse de esas cuestiones últimas a las que empuja la propia condición humana, hastiada al punto de elegir su propia destrucción antes que continuar con una vida que por condiciones externas impuestas llega al extremo de desear ser no vivida. Lo pasos que la raza ha caminado en ese sentido aparecen descritos en esa obra, que analiza uno de los límites –la muerte autoinfligida– a los que lleva la violencia, lo que en estas líneas hemos llamado ruptura camusiana.
El otro extremo del dilema de la libertad acorralada es la rebeldía, y esta rebelión es también parte neural de la obra de Camus. En El hombre rebele, “Camus cuestionaba el papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria” (El País, 2/I/10), congruente con una postura que rechazaba por principio cualquier forma de agresión y estudiaba el fondo de las razones que llevan a cuestionar lo injusto-establecido para buscar un cambio por medios que van desde la justificación de la violencia hasta la necesidad de ésta en nombre de un bien mayor, posterior e incierto. La vocación pacifista del filósofo coincide con la condena a las bombas de Hiroshima y Nagasaki, que no merecieron la crítica de casi nadie por haber dado fin a una contienda bélica pero que para Camus es motivo de reflexión, crítica y análisis; se negó, asimismo, a caer en el maniqueísmo de “el vencedor y los vencidos” posterior a la segunda guerra, “interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos países sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo” (Op. Cit). En este sentido, su novela La Peste ilustra mediante la narración cotidiana de los acontecimientos en una ciudad infectada y diezmada por la enfermedad, los extremos, atrocidades y atentados del régimen estalinista contra el pueblo ruso y los países del bloque soviético.
(En la foto: Sartre, Camus, Claudel, Lacan, Reverdy, Picasso, Beauvoir, entre otros)
Para la izquierda francesa de mediados del siglo XX, encabezada por Jean-Paul Sartre, los motivos de Camus son inválidos. La denuncia y el combate contra el régimen deben, si es necesario, tomar mano de los medios que sean útiles a su causa; ésta, por noble o loable que sea, no merece la muerte de uno solo, porque esto tergiversa todo intento de avanzar a una sociedad mejor. No son tiempos de mártires porque el camino de la civilización cuenta ya con otros medios, parece decir Camus: “lo fácil es siempre ser ilógico“, y la búsqueda de una sociedad plural y abierta donde todas las voces tengan su sitio no es precisamente una pesquisa ni sencilla ni de atajos; requiere de la senda lenta pero constante del diálogo, del acuerdo, de la negociación. A los que piden todo o nada la nada los absorbe, porque la premisa sencilla de que los extremos se tocan en sus límites cobra la más clara de sus vigencias. Frente a la violencia que se abrasa, salta de nuevo la rebeldía, ese último resquicio de conciencia donde flota la vida y sus motivos sublimes; tal es el caso de la obra teatral Los justos, donde los motivos de un atentado contra un tirano ceden en el momento culmen ante la posibilidad de matar inocentes, para dar paso a un conflicto en el que se debaten razones de libro y manual contra el asidero de la existencia que mira a los ojos de la víctima y encuentra en ella a su igual, y al reconocerlo como tal es incapaz de asesinarlo.
A la luz de nuestro tiempo, la violencia que Albert Camus estudiara con dedicación y hasta sus últimas consecuencias ha cobrado banderas y nombres nuevos, urgentes en ocasiones porque hay pueblos o regiones donde la injusticia de malos gobiernos plantea dilemas como los esbozados por el argelino, crueles e inhumanos en otras porque la muerte sigue siendo el recurso de muchos alrededor del mundo que toman religiones y nacionalismos como estandarte para justificar exigencias, denunciar abusos, proteger privilegios o expandir ambiciones. La naturaleza humana –contra toda la evidencia del pesimismo a la que puede conducir una realidad que pareciera sustentarse en la costumbre de la violencia, que en ocasiones alcanza los lindes de la cultura a través de los medios masivos como el cine, la televisión o los juegos de video– sigue narrando historias donde la vida prevalece más allá de una mayoría que pareciera elevar las virtudes de la muerte; historias donde el camino complejo de la evolución ha prevalecido sobre la trampa simplista de la condena ciega, donde el otro toma su plenitud de ser y hace posible el ser del yo-mismo, donde el dilema de la libertad encuentra los cauces de la responsabilidad y con ellos la salvación, testimonio de que es posible empatar lo diverso, conciliar los opuestos, hallar la convivencia pacífica que no requiere víctimas ni vencidos sino voluntad de construir desde el individuo hacia la colectividad y desde lo colectivo hasta el individuo.
A 50 años de haber fallecido, Camus sigue siendo faro frente a la nada en la que el hombre pareciera abismarse en ocasiones, respuesta para las muchas dudas que plantea uno de los retos representativos de nuestro tiempo, la libertad: hoy que nuestro mayor bien es también nuestro dilema más complejo.
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