miércoles, 16 de noviembre de 2016

Campañas como guerras: la eficacia riesgosa

Ilustración: www.desalambrar.com.ar


¿Se vale todo lo que no prohíbe la ley para ganar una elección?

La pregunta cabe en un contexto en el que las gestas electorales son eso: auténticas batallas por un cargo público, en el que dos o más contendientes harán prácticamente todo lo posible por obtener el voto.

Y está bien, hay que escuchar propuestas, contrastar proyectos, conocer a fondo a quienes se postulan para conducir cualquier nivel de gobierno de un país.

Pero hay límites que, una vez sobrepasados, hacen imposible dar vuelta atrás. Esos límites, empero, no son los de la ley sino, más bien, podrían ser los de una ética que apunta a no vulnerar el espacio común, las instituciones, la vida personal de los candidatos o sus cercanos.

O también: no apuntalar fama o reflectores sobre minorías, grupos vulnerables, posturas maniqueas o soluciones simplistas o artificiales a problemas complejos, que requieren mucho más que discursos de buenas intenciones para su resolución.

Sin embargo, la tendencia es exactamente la contraria, azuzada por algunos medios de información que lucran con el show mediático de este tipo de argumentaciones, que se consumen por el público con facilidad y casi con avidez.

Donald Trump en Estados Unidos hizo todo lo que lindó en el borde de la ley para construir una fama que, buena o mala, es presencia y renombre para la “civilización del espectáculo”.


Ilustración: ecologismoliterario.blogspot.com


Misma estrategia, empero, a la impulsada en México durante cada elección presidencial, desde 2006, por Andrés Manuel López Obrador: convertir el debate público en un espectáculo, deslegitimar al rival por decisión unipersonal, esgrimir a los seguidores (fieles, para el caso) argumentos demagogos y superficiales, descalificar todo aquello que se oponga a lo dicho por él mismo.

También para el caso mexicano, las recién estrenadas candidaturas independientes apuntalan su prestigio en la descalificación de la política realizada por los partidos tradicionales, vulnerando con ello instituciones que si bien son perfectibles y ostentan no pocos problemas, son parte del bien común del país, de aquello que en fin de cuentas hace posible la propia democracia.

Si la campaña electoral permite todo lo que no viole la ley, los límites se vuelven tenues y frágiles, porque en nombre de la libertad esa misma ley permite que la propia democracia atente contra sí misma.

Y la mejor forma de destruir una democracia es democráticamente.

Ocurrió ya en Venezuela, donde Hugo Chávez hizo de su muy democrática llegada al poder lo que hoy es hambruna, falta de servicios básicos, inflación exorbitante y miseria.

Lo mismo que en Inglaterra con el llamado Brexit, donde fue sometida a la voluntad popular una decisión que deja una fisura grave en un proceso que, para muchos, ha representado uno de los avances más contundentes de la humanidad: la Unión Europea.

Por fortuna, la estrategia de la demolición institucional durante las campañas no siempre da resultados: España resiste, a pesar de las tentaciones populistas de Podemos y Pablo Iglesias, a una estampida en la que la gente ha reaccionado a favor de las instituciones, aunque con una mayoría endeble que apenas alcanzó para ser gobierno.

Ilustración: eldebate-pfc.blogspot.com

Si la democracia ha resultado la mejor forma de gobierno para una gran cantidad de países, bien vale la pena preguntar si es válido, más allá de lo legal, un comportamiento que en nombre de la libertad que permite la democracia atente contra las bases mínimas sobre las que estas se sostiene.

En todos los casos en que este atentado tiene eco o alcanza algún éxito, la figura individual, de aislamiento o de loa a la personalidad de uno es la que triunfa: estos es, siempre hay uno al frente que se asume como la solución a los problemas, que se erige como portavoz de las respuestas, así como el formulador de las preguntas.

El reto está y seguirá presente: ¿cómo evitar que a fuerza de votos, de argumentos simplistas, de respuestas parciales o incompletas, la democracia pueda ser utilizada como herramienta contra sí misma?

¿Cómo evitar que en una campaña los candidatos, los allegados, los seguidores no lo sean desde el radicalismo de los extremos y sí desde la certeza de que el tiempo electoral termina y, a partir de ese momento, se construye en común, sobre todo con quien resultó perdedor

La ética puede ser el principio de una respuesta porque es precisamente la que rige, más allá de lo legal, el actuar individual de la libertad.



No hay comentarios:

Publicar un comentario