sábado, 15 de octubre de 2016

Quizá lo que pasa es que la música... Apología de Bob Dylan




Pasa con la música que su acceso y su disfrute se hicieron sencillos, se popularizaron. Y esto no es bueno ni malo: simplemente es, ha sido así desde que Thomas Alva descubrió que podían capturarse en una plataforma compacta los sonidos y reproducirse las veces que fuese necesario.

De ahí en adelante todo fue hacer más compacta esa plataforma, más sofisticados los instrumentos, masivo el público, y con la masificación inevitablemente llega la simplicidad (lo supo Canetti, lo supo Ortega).

Simplicidad de quien dice y de lo que dice, simplicidad de quien escucha. Sin embargo, el idioma es el mismo: siete notas y su infinidad posible de mezclas, variaciones, armonías. Quizá no hay arte que se haya expandido bajo los designios del pop como lo hizo la música. 

Las letras, no obstante, también cayeron bajo ese influjo: el bestseller, la literatura que alguien llamó "de aeropuerto", "úsese y deséchese". Pocos vuelven a una novela de esas características, pero la canción se repite una y otra vez, se registra en el inconsciente, nos sorprende en el tarareo que no respeta el albedrío y simplemente surge como manifestación de una memoria que supera la voluntad.

La simplicidad y la masificación han hecho de la música algo que ya no requiere de todos los sentidos para apreciarse. Se escucha música de fondo, se le usa como distractor en un baño, en el trayecto lento y tedioso del tráfico en las ciudades o como acompañante sonoro en la carretera, en los ascensores, en el bar donde incluso puede interferir el desarrollo de una buena charla.

Quizá por eso ya la música se escucha poco, aunque su presencia sea mayor que cualquier otra manifestación humana. Se oye mucha música, se mide el prestigio de una "playlist" por la cantidad de canciones o la calidad de un cantante por la cantidad de copias vendidas: del LP al walkman y de ahí al discman, limitados por la cantidad de "tracks" que cada uno podía contener, llegaron el mp3 y la nube para lograr que pudiera ser en teoría infinito el número de canciones que pueden albergarse en un dispositivo.  

Como ningún otro arte la música se masificó. Y con ello también se simplificó. De la sinfonía compleja a las dos o incluso una nota de lo que hoy prevalece en el gusto popular. Importa poco lo que diga la canción: su misión principal no es la reflexión sino el entretenimiento. Y eso no es ni bueno ni malo, simplemente es.

Y entonces pasa que cuando alguien dice algo que puede mover una fibra íntima, como sólo lo hace el arte; cuando una frase es capaz de provocar una revolución en lo individual; cuando la sensibilidad se sacude y estremece frente a una idea que se acompaña de alguna tonada, quizá entonces nos demos cuenta de que ya no hay, o está en extinción, la capacidad de detenerse y dejarse envolver –no se diga impulsar– por esa idea.

El Nobel a Bob Dylan, a mi entender, es el reconocimiento a esas cumbres que las ideas, acompañadas de música, son capaces de revelar. Un premio a esa capacidad de ordenar y expresar lo propio y con ello dejar atrás lo individual para manifestar un sentimiento compartido. Como lo hace la pintura que exige detenerse y observar sin prisa, como lo hace la literatura: no solamente atrapando uno de los sentidos sino abstrayendo toda nuestra percepción para trasladarnos a una zona que sólo el arte logra abrir.

Eso es lo que yo creo que se premia: el talento de alguien capaz de, con siete notas y las letras del alfabeto, sacarnos de nuestra rutina y devolvernos a donde el arte nos lleva: a donde dejamos de ser nosotros para ser alguien más, algo más... Eso a algunos los fascina, y a otros los aterra.


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