domingo, 4 de diciembre de 2011

Las máscaras del poder



En 1993, luego de ser reelecto presidente de la República Checa, Vaclav Havel respondió en una entrevista[1]: “El poder lo entiendo como un servicio a mis conciudadanos, esta y ninguna otra ha sido mi ambición mayor en política; sin embargo, el poder no representa, como tal, una meta”. 

Con base en esta declaración, podrían dividirse los actores políticos de cualquier nivel en cualquier nación entre aquellos cuyo fin es el poder, y entre quienes éste es sólo un medio, una forma de servicio que carece de función más allá de la política, a decir, en la vida particular. 

La diferencia entre ambos quizá recaiga en la ambición, la intención de anteponer lo propio a lo común, el interés de uno por encima del prójimo en lo que Octavio Paz definió como un laberinto solitario, búsqueda constante que vuelve siempre al mismo punto de partida: la individualidad incapaz de conjugarse en el nosotros, un yo colectivo siempre en construcción, incompleto, que intenta convivir en sociedad y como tal se levanta en Estado, en los poderes que rigen las naciones y que, en el caso mexicano, también se encuentran abonados con cierta dosis –en ocasiones mayúscula– de egoísmo; alcanzar un cargo de elección popular o contar con el eco suficiente para que la voz ostente, demuestre, imponga... 

En un país de símbolos heredados y necesarios, la presea mayor se transforma en un nombramiento, el de presidente, con su representación más clara: La Silla del Águila, título de la más reciente novela de Carlos Fuentes. 

Como un manual de corte maquiavélico, las ideas del florentino se transpiran en cada capítulo: media centena de cartas escritas por personajes de las índoles más diversas; el recurso epistolar obedece a un fallo de las comunicaciones en el 2020, año que el autor elige para desarrollar la historia de un México posible por probable, basado en las coyunturas políticas actuales pero transportado en el tiempo, al futuro, donde todo cabe porque todo se puede: un congreso dividido en once partidos –escisiones de los actuales- y el principio del los tiempos de sucesión, carrera que se desarrolla entre letras que violan el primer principio del poder: no dejar nada por escrito. 

Así, el lector se topa con un paisaje representativo de la ambición particular, narración en primera persona de los sentimientos, dudas, temores, precauciones de cada involucrado en una suerte de competencia que utilizará todos los medios disponibles para alcanzar su objetivo; en ocasiones, una voz que da consejos desde un secreto que urge descubrir para anular a algún competidor, otras un títere que obedece a las promesas recibidas a cambio de una fidelidad siempre relativa, oportunista (pues cualquier acuerdo se rompe al entreverse en riesgo el interés personal).

A veces, algún personaje mesurado y prudente que acaba por quedar fuera, o estrellarse contra una realidad imposible de cambiar, por mejor intención que se tenga; casi siempre, la repetición del arcaico Tlatoani, la necesidad de una cabeza y guía, una figura paternal –o materna, señalaría Paz– que se yerga máxima, ejemplar y depositaria de responsabilidades que seis años después serán un estigma, un carga de agravios que sobrevive al mandatario en turno. 

En todos los casos, cada mujer y cada hombre protegidos de los demás, del propio pasado que acaba por ser un obstáculo, un error que pesa en el después: el presente a resguardo de lo que luego podría entorpecer el futuro, las decisiones calladas y las soluciones pospuestas con miras a la siguiente elección, a la siguiente posibilidad de ascenso. 

La Silla del Águila es también un recuento anecdótico de política mexicana y un repaso por algunas decisiones que a nivel mundial tomaron diversos hombres de poder, para bien o para mal. La realidad se transporta en el tiempo pero se torna laberíntica, de vuelta al mismo principio: una mujer –María del Rosario Galván– que podría considerarse como la mano que mueve a su conveniencia la voluntad ajena, bajo la máxima: Te prometo que serás presidente... 

A partir de esta frase, un joven político –Nicolás Valdivia– se aventura a descubrir los vericuetos del poder, las bajezas y servidumbres, los modos y formas necesarias del aprendiz, más tarde maestro, con el debido divorcio que requiere este cambio de posición en una escala que prescinde de la mesura, el juicio acorde al bien común. 

Urdimbres y planes obscuros, conspiraciones militares, acuerdos legislativos para cambiar la Carta Magna gusto y necesidad de los interesados, regresos de personajes inesperados que ponen todo a temblar, historias de políticos que al final fallaron como ejemplo de lo que no se debe hacer, sindicatos y policías, periodistas y archivistas que sin quererlo aparecen como actores decisivos en tal o cual situación; asociaciones y pactos rotos, una sociedad dispersa o portando tantas banderas como intereses existan, secretos de cama y traiciones de amores y fidelidad que se venden al mejor postor, a quien más parezca, al final de la campaña, acercarse a una silla fracturada, herida y sucia de apuestas que, caso de ser a favor del victorioso, traerán recompensa al servicio y la fidelidad; en caso contrario, devendrán en “ruina política”, cuando no en suicidios, exilios y olvidos destinados al enemigo, a quien nunca se entierra lo suficiente por aquello de venganza de tal manera que el enemigo no pueda vengarse de vuelta. 

Todo deviene en la fractura de la máxima: divide y vencerás, con la desventaja de no haber ganador, sólo poder pasajero, el suficiente para protegerse de los años que llegarán tarde o temprano, cuando se cobren las cuentas que otros encontrarán pendientes... Triunfo del caos, todo vuelto fragmento que no concilia nadie, que disgrega cuando quizá haría falta un punto común de unidad. 

La suma de todo aquello devuelve una novela de corte futurista, quizá anticipatoria pero a su vez una posibilidad abierta, como es todo futuro. Una escalera en la antesala del poder que refleja una realidad desde los ojos de sus personajes, cada uno un mundo, una forma de ver; partidos divididos, la confusión, la ambición, los rencores, los absurdos. 

Quizá Artemio Cruz tendría lugar ahí, o hablaría desde la memoria de su lecho de muerte alguna anécdota similar; quizá la cámara de alguna Laura Díaz retrataría los nombres, los rostros, las galas o los informes. Un enramado que se teje para ascender a una silla, como unos lo han hecho y otros lo vuelven a intentar; trama de complicidades y traiciones que bien hubiera agradado al florentino... 

En fin, un reflejo del presente político mexicano proyectado al año 2020, falso capicúa y escenario de relatos donde no cabe el sentimiento, cargos y puestos en los que debe evitarse sufrir por ser feliz, porque estamos donde estamos porque nunca nos hemos dejado arrastrar por los sentimientos. Una patria que vive al día, un gobierno que resuelve de ocasión, a corto plazo y sin miras al futuro, como el verso de López Velarde que cita Carlos Fuentes: como la sota moza, Patria mía, en piso de metal, vives al día, de milagro, como la lotería... 

Ausente el servicio que ostenta un puesto público, ausente el bien común y la sociedad como fin último, el poder lejos de ser un medio para el bienestar de un pueblo, La Silla del Águila como un símbolo de oportunismo, de servidumbre y meta a toda costa, sobre lo que haga falta pisar. El poder y sus máscaras, desde la más tierna hasta la más falsa, el rostro que cambia de amo sin perder la condición de esclavo, que en todo caso es lo necesario, no cambio por cambio, cambio para mejorar, en conjunto, como nación pero antes como sociedad... Un cambio cultural. 

[1] En L’Express, 25/02/1993; (N. del T.)


Publicado en el Diario de Yucatán, en el año 2003.

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