domingo, 4 de diciembre de 2011

Formar en los valores democráticos: para no dormirse en el laurel de la victoria cultural


En 2008, fui invitado por la Fundación Rafael Preciado Hernández a impartir esta conferencia para el diplomado Eslíder, que recuperé para la edición de noviembre de la revista Bien Común.

En ese entonces, algunos de los participantes se quejaron porque no utilicé presentación Power Point y solamente me dediqué a leer la ponencia. No me volvieron a invitar al Diplomado pero hoy, tres años después, es un gusto leer que recién apareció un libro titulado El pensamiento Power Point, de Franck Frommer, en el que, según la reseña (Suplemento El Ángel, periódico Reforma), se "critica la banalización de un conocimiento encaminado a la simplificación y no a la argumentación".

En esa banalización está en buena medida, a mi parecer, una de las causas de que la doctrina de Acción Nacional haya quedado en muchos casos supeditada al orden de lo inmediato, cuando no anulada por éste, aspecto que ha hecho que el PAN pierda mucho de lo que lo hacía distinguible y diferente a otras opciones políticas en México.

Aquí la ponencia:


Introducción
Hoy más que nunca, la labor de formación toma una importancia trascendental para la militancia panista. No porque antes se le confiriera a la capacitación un escaño menor, sino más bien porque si vamos a tener un partido abierto a la sociedad, si vamos a tener un partido que reúna a los mejores ciudadanos para tener también la mejor militancia y los mejores candidatos, entonces se vuelve imperativo contar con mecanismos que garanticen esa calidad humana y política, en ese orden.

Comienzo con una anécdota que es a la vez una justificación para escapar de una de las formas habituales de impartir cursos, que consiste en las llamadas presentaciones powerpoint: por la propia naturaleza de esas herramientas, todo tema queda simplificado a unas cuantas frases que el presentador explica, pero en esa simplificación se corre el riesgo de también restar valor al contenido. Si bien la asimilación se vuelve más sencilla y su presentación más amable, los contenidos deben reducirse a frases o máximas, que muchas veces son todo lo que el oyente se lleva como nota o memoria de lo escuchado.

Hay temas cuyo tratamiento no es simple, y si bien puede simplificarse por recursos como la anécdota, el ejemplo y el símil, reducirlos a unas cuantas láminas es caer un poco en lo que menciona Milan Kundera en su libro La inmortalidad, si mal no recuerdo en el capítulo titulado “La imagología”. En ese texto, y aquí viene la anécdota, el novelista rumano menciona que la caída del comunismo se dio, entre otras razones, por una especie de reduccionismo de la teoría que lo sustentaba; así, lo que empezó siendo una doctrina filosófica –el marxismo-leninismo–, en unos años se convirtió en un librito que explicaba cómo emplear esa teoría, para luego, otros años más tarde, pasar a ser panfletos que se distribuían por doquier, y al final, solamente un listado de premisas que era indispensable cumplir, más allá de toda explicación, razonamiento o justificación.

Esa reducción de una teoría a un cúmulo de citas o frases brillantes, concluye Kundera, vació de significado una teoría filosófica que, independientemente de lo atinada o no, terminó en esas frases, casi lugares comunes, que todos habremos escuchado alguna vez y que todavía hoy abundan en ciertas manifestaciones retrógradas o intolerantes de nostalgias que la propia historia, que se esperaba diera la razón, acabó por enterrar.

Una vez esbozado esta especie de preámbulo-justificación, paso a los temas que nos interesan, temas que no queremos reducir a un compendio de frases o máximas sino intentar razonar y asumir no como un grito de guerra sino como una forma de vida, la democrática. Este es, me parece, el espíritu original de la “escuela de ciudadanos” que Acción Nacional se propuso ser desde su fundación. 

El bien común
La teoría enseña que el término bien común es “el conjunto de condiciones espirituales y materiales que permiten el desarrollo integral de las personas, en donde cada individuo tiene el derecho y el deber de proteger, de aprovechar y de gestionar ese conjunto de condiciones necesarias para mejorar la convivencia humana y posibilitar su realización integral y el de las demás personas”.

Quiero detenerme en esta definición pues me parece que el análisis de sus términos da lugar a una serie de reflexiones que, como veremos, se entremezclan, afectan y condicionan, para incluso determinarse o depender uno del otro, en una ecuación que podría traducirse en una fórmula que contenga los factores que dan título a esta charla. Esta fórmula sería entonces Bien común= participación ciudadana + autoridad política.

Sin duda, la autoridad política tiene como precedente la participación ciudadana, al menos en lo que toca al régimen democrático. Pero el bien común es una especie de a priori para que estos dos conceptos se realicen en condiciones que conduzcan, precisamente, a que ese bien de todos sea construido de acuerdo con las necesidades y la participación del conjunto social. Esto es, el bien común debe construirse mediante la participación ciudadana que se constituye en autoridad política y que tiene como misión la consecución, precisamente, del bien común. 

Lo cual lo hace, de manera confusa, un a priori que también es un a posteriori. El bien común será pues causa y efecto; es y se transforma de acuerdo con la decisión de las mayorías, pero debe mantener un “piso mínimo” de valores donde radican la civilidad, el acuerdo, el diálogo y aquellas virtudes que poco a poco nos damos cuenta son, más que necesarias, indispensables para vivir en democracia.

La obra de Rafael Preciado Hernández es una referencia obligada para comprender la trascendencia e importancia del establecimiento de ese bien común, precisamente porque, me parece, es el a priori que conducirá, impulsará y encauzará las acciones necesarias para concretarse en bienestar social real y tangible. Decía don Rafael que “el bien común comprende no sólo aquellos valores colectivos ya realizados, sino también aquellas condiciones sociales que permiten realizar, conservar o acrecentar esos valores colectivos”. De esta aseveración, continúa el autor, se desprenden pues dos bienes comunes: uno final, del que la sociedad goza y que puede ser la práctica de virtudes sociales, la civilización y la cultura, la paz social, que representan valores colectivos realizados.

Hago un pequeño paréntesis para señalar que el arte, en este sentido, es un reflejo del bien común de un pueblo, pues manifiesta mediante su expresión la forma en que se percibe la vida. Y es muy claro: durante los tiempos de guerra o de vacío, el arte tiende a plasmar ese desencanto, esa nada o la violencia de su entorno, se descompone y no en el sentido de pudrición, sino que explora caminos nuevos de la imaginación, es decir, busca hacia adentro cuando ya lo de afuera no puede ser reflejado, por vacuo o por ese tipo de atrocidades humanas que sobrepasan el lenguaje. El arte y la cultura pues, son reflejo del bien común de una sociedad, incluso cuando este bien común se tergiversa para convertirse en mal de todos. 

Este bien común final, el virtuoso, claro está, se alcanza mediante lo que Preciado Hernández llama bien común medial, que son las condiciones sociales que conducen a realizar esos valores colectivos o los fortalecen, como son el derecho y la autoridad política; también son bienes comunes mediales las instituciones que fomentan o facilitan la práctica de los deberes del hombre. Aquí, en la parte medial, es en donde incide de manera más inmediata la autoridad política. Y es también donde el Partido Acción Nacional comenzó su lucha política hace setenta años, buscando precisamente fortalecer, legitimar, transparentar, garantizar la elección de la autoridad política: poner verdaderamente en manos de los ciudadanos la elección de la autoridad que habría de construir el bien común de la patria. 

El primer llamado de Acción Nacional fue a la participación, al voto de un pueblo que conservaba la creencia de que daba igual participar o no, pues la elección tenía ganador de antemano. Cuando el bien común no está claro, cae en una serie de supuestos tomados por verdades, provenientes de proyectos, ideas o soluciones que obedecen a razones como las que seguían los sofistas, esos hombres que fueron grandes malabaristas de la verdad pero sin una premisa ética que guiara su pensamiento. 

El fundamento ético
La ética, que es el comportamiento social que cada hombre asume como propio y que lo conduce a la virtud. También podemos definirla como la parte de la filosofía que trate del bien y del mal, de las normas morales y de los juicios de valor. Para Aristóteles, la política está supeditada a la ética, esto es, antes de hacer política, de luchar por la consecución de mejores condiciones para una sociedad o pueblo, esto es, antes del bien común, debe haber una disposición personal hacia ese bien, hacia la virtud. Y la virtud, para este gran pensador griego, es el punto medio entre dos extremos, lo que, en términos coloquiales puede traducirse de la siguiente manera: entre el ingenuo y el infame, que son dos extremos de la naturaleza humana, está el ciudadano común, el que busca su bienestar y el de los suyos sin sacrificar ni obstaculizar el derecho de los demás a conseguir la felicidad o alcanzar la virtud, que para Aristóteles son casi sinónimos. 

Un comportamiento que conduce a la virtud genera hábitos positivos, y del hábito viene la costumbre. Esto significa que antes de buscar el plano público, es necesario construir el plano personal, esto es, una moral que conduzca hacia la virtud, primero individual y luego social, estrictamente en ese orden. Con base en lo anterior podemos entonces concluir una definición complementaria de Bien Común, que será entonces “un asunto de justicia, entendida como la costumbre, el hábito adquirido de otorgar a cada quien lo que es suyo”. Para Acción Nacional, la política tiene como fin “instrumentar e institucionalizar el bien común”, que, como vimos hace un momento, es un acto de justicia. 

Hay una máxima de Cornelius Castoriadis, marxista que en la época de la más intensa bipolaridad del mundo tuvo el valor de denunciar las atrocidades del estalinismo y las grandes desventajas del autoritarismo frente a los regímenes democráticos, una máxima respecto del bien común: “En una verdadera democracia, existen instituciones de autonomía que otorgan a cada cual, como miembro de una colectividad, una autonomía efectiva, y le permitan desarrollar su autonomía individual”. 

Y esas instituciones, en México, son fruto de la lucha del PAN, y se han traducido hoy en padrones confiables, en credencial para votar, en instancias autónomas que organizan y realizan el conteo de las votaciones, en leyes de transparencia y otras tantas que, insisto en esto, son fruto sobre todo y ante todo, de la concepción panista de la política, una concepción que antepone la ética a la acción. Es importante recordar que “la ética panista está inspirada en valores que nos exigen que la actividad política dirija sus acciones a la consecución del bien común, practicando la solidaridad, la subsidiariedad y la democracia”. Estos cuatro valores son los pilares del humanismo panista.

Efraín González Luna llamó a la ética la “moral de la opción”, esto es, la capacidad y voluntad de es escoger, libremente, el camino obligatorio, no por que sea obligatorio sino por libre elección. Es decir, hay que renunciar al movimiento fácil. La personas éticas son las que “desprecian el oportunismo y se abrazan a los valores esenciales”.

Dejar de lado el bien común: ejemplos y alternativas
Volviendo a las divisiones de bien común expresadas por Rafael Preciado: cuando el bien común final se administra o se construye bajo bienes comunes mediales erróneos, no éticos, se tergiversa su sentido de “común” e incluso de “bien”, y esto termina no sólo en el descontento y el atraso social, sino además en la decepción, la crisis que se lleva los ahorros, la inflación que devalúa la moneda. 

Nuestro país tardó muchos sexenios en entender que la economía era parte del bien común de todos los mexicanos, que debía ser la gran facilitadora y no el muro contra el que se estrellaran las posibilidades de llegar un poco más allá, mediante el esfuerzo, mediante el trabajo. Una crisis rompe el círculo virtuoso del trabajo y el ahorro que permiten alcanzar una vida mejor: imposibilita el trabajo y sacrifica el valor del dinero. 

Y esto es sólo un ejemplo de la importancia de la auténtica participación ciudadana en la construcción de una autoridad política. Mediante la elecciones truqueadas, mediante el no respeto al voto, se manipula la voluntad popular. Entonces la autoridad política, que no encontrará su legitimidad en el pueblo, recurre, en el caso más extremo, a la violencia, para así hacerse del apoyo, forzado, obligado, de la sociedad. Es en estos casos extremos donde la política se disuelve ante el poder de la minoría o del caudillo, para usar términos más cercanos y actuales.

Cuando se vive un régimen de democracia simulada como el de México durante 60 años, esa voluntad popular traducida en participación ciudadana se manipula, se coopta, se le impone una decisión que utiliza igual la fuerza, la prebenda, el soborno, el encanto o la amenaza para adherirse el voto. Si todo esto fallaba, todavía quedan la manipulación en las urnas o en los conteos para inclinar el resultado a favor de la opción impuesta. Un grupo minoritario decide entonces quién será el que decida los bienes comunes mediales para alcanzar el bien común final, que será igual de falso que la elección disfrazada que le dio el supuesto triunfo.

El PRI, para no ir más lejos, llegó a convocar al fraude patriótico, –¡el fraude en nombre de la Patria!– para impedirle triunfos al PAN, lo cual, bajo los términos analizados, es poner el bien común final (la Patria) como pretexto para conducir un mal común. Cuando se tergiversan los medios, se tergiversa inmediatamente el fin. Y esto fue lo que al cabo de varias generaciones de autoridades políticas falsas, no provenientes de la participación ciudadana libre, quedó como legado: un país que satisfacía necesidades para una clase, para una fracción mínima de la sociedad, que en su delirio consideró que el petróleo alcanzaba para siempre, cuando su condición de bien no renovable lo define de facto como lo contrario. 

Ante este tipo de excesos, y una miseria creciente como resultado, el ciudadano estaba desarmado. Su voto, herramienta de participación ciudadana, no valía o era cambiado por una compensación que cubría lo momentáneo, el hambre del día pero no la sed de generación tras generación. Esto se tradujo en desencanto político, en la desvalorización del voto que no cuenta o da igual emitir o no. Cuando el bien común es un “bien público cuyo logro fomenta el florecimiento simultáneo de la fraternidad, la libertad, la igualdad y el ambiente natural de una comunidad determinada”, entonces ese bien común se alimenta de la participación activa y virtuosa de la ciudadanía, que ve reflejados sus intereses y su bienestar en su entorno directo, no en los discursos, no en las campañas, sino en el día a día. Si la participación ciudadana no construye autoridades políticas que conduzcan a ese tipo de bien común, con todas las condiciones que requiere una democracia, entonces viene el desencanto, la apatía, la abstención.

Antes de entrar de lleno al tema de participación ciudadana, hago de nuevo un paréntesis para hacer notar cómo la fórmula que se mencionó al principio de este texto (Bien Común = autoridad política + participación ciudadana) carece de simpleza alguna y más bien requiere una serie de condiciones que no se alcanzan por pura voluntad sino que requieren dedicación y compromiso. Por eso Gómez Morin habló de “brega de eternidad“, pues ese bien común final, en el que, utópicamente, todos los ciudadanos alcanzarían un grado óptimo de desarrollo, no es consecuencia de un día ni de un sexenio, sino trabajo constante, esfuerzo, sacrificio, imaginación.

Rescato dos frases que me parecen muy útiles para los tiempos que hoy vive México. La primera, y cito de memoria, es de Adolfo Christlieb Ibarrola, y dice que Acción Nacional no ha elegido el camino fácil, sino aquel que por ser auténticamente democrático y vivir y practicar los valores de la democracia, exige el consenso, el acuerdo, la negociación y la reflexión. Es decir, en Acción Nacional no se improvisa sino que se piensa y se actúa en el sentido de lo pensado, para no andar sacando luego soluciones de la manga, para verdaderamente estar conscientes de las consecuencias de nuestras acciones. En estas palabras van los ecos de aquella moral de la opción que de González Luna. Es entonces fundamental que, tal como se anotó, el bien común sea motor y meta, esté al principio y al final de cada decisión, sea bien común medial para que necesariamente se traduzca en bien común final. 

La segunda frase que quiero rescatar es casi un lugar común de esos que guardan sabiduría pero que a fuerza de repetirse pierden fuerza, o caen en el lugar del olvido. Es aquella consigna de los años sesenta, que reza “la imaginación al poder”. Yo veo esta famosa consigna, pintada en los muros de las universidades en aquella década, como uno de los grandes retos de la política actual. Y es que sin lugar a duda hoy más que nunca requerimos de imaginación en el poder, de imaginación para el poder, de imaginación porque hemos pasado décadas de proyectos y políticas que lejos de imaginar buscaron, sin buenos frutos, conectar la realidad con una solución que no sólo ofrecía rutina, más de lo mismo, sino que también cortaron de tajo lo único que una sociedad no puede perder, que es la esperanza, que a su vez significa la posibilidad de un futuro mejor.

Hoy como nunca, cuando la esperanza lleva postergándose lustros y prometiéndose en cada campaña; hoy que la esperanza se reduce solamente al acto de esperar, sin ser partícipe de los cambios o las acciones que modificarán el porvenir, es cuando más necesitamos devolver a la esperanza su dignidad original, y esto sólo es realizable mediante mucha imaginación. No me refiero aquí a la fantasía o a la utopía. Hablo de lo posible, de lo que está en nuestras manos hacer, de la gran cantidad de soluciones que un gobierno debe idear a diario, anteponiendo el bien común, buscando que la propia ciudadanía sea partícipe y actora de esos cambios que transformen su presente y aseguren su futuro. 

No es posible gobernar de manera unívoca. Es indispensable que la propia sociedad participe en la construcción de un interés común que a su vez se vuelva bien común medial y asegure un bien común final. Cuando la sociedad es relegada de esta construcción, las acciones de los gobernantes dejan de responder a las necesidades reales de la población, los gobiernos se duermen en sus laureles o en una ceguera que sólo mira lo que le conviene ver.

La decepción política
No es una mentira ni un secreto que hoy asistimos a un desencanto de la política que no sólo es producto de corrientes de pensamiento mundiales, de la inverosimilitud que afecta a los políticos y vuelve a la sociedad indiferente a sus acciones, o de la idea de que participar no sirve de nada. Hay algo más en el actual desprestigio de la política que se vive en México y es que muchas veces o no tiene a responder al interés común de los mexicanos, o los gobiernos son incapaces de dar a entender cómo su actuar es en verdad benéfico para las mayorías.

Me detengo un momento en ese desencanto, pues como partido en el gobierno o como oposición responsable, nos afecta de manera directa y grave. Vivimos una época en la que el aislamiento y la individualidad se ven alentadas por diversos factores, que muchas veces van más allá de la política pero que afectan a ésta tanto en México como en el resto del mundo. No son pocos los pensadores –entre ellos el español Vicente Verdú, el francés Gilles Lipovetsky o el mexicano Octavio Paz– que han advertido o señalado esta tendencia, que se manifiesta, por ejemplo, en la poca necesidad que hoy día tenemos de socializar cara a cara, de frente al rostro de los otros. Emmanuel Levinas, filosofo lituano, quien creó ese bello concepto de la otredad, advertía hace varias décadas que el primer contacto con los otros es a través del rostro, que ahí conocemos y reconocemos al prójimo. 

Sin embargo, las nuevas tecnologías permiten prescindir de ese primer elemento de identificación del otro y, sin embargo conocerle, al menos desde el lenguaje binario de las computadoras. Las relaciones se tornan entonces frías y distantes, impersonales e, inclusive, ficticias, pues qué certeza tenemos de que aquél al otro lado del monitor es en verdad quien dice ser. Esto crea de manera inmediata reservas, desconfianza, duda, que quizá a su vez despierte la curiosidad, pero que ya por principio prescinde de la persona para concentrarse en la imagen que nos generamos de esa persona.

Otro caso común de aislamiento moderno lo ha generado la posibilidad de tener todo a nuestro alcance desde un monitor. Cuántas veces no escuchamos decir que “internet es la puerta al mundo”, que no estar conectado es “aislarse”. Sin embargo, el mundo que se conoce a través de internet, a pesar de proyectar una imagen real, es puro artificio, sólo involucra el sentido de la vista, sin duda el más importante. Carlos Castillo Peraza escribió que “sólo conocerás de verdad un lugar por sus olores, cuándo aprendas a qué huelen sus calles, sus plazas, sus mercados“. No porque la vista sea engañosa, sino porque está incompleta, porque sólo presenta una faceta, un ángulo de un universo que sin duda hace falta aprehender, en el sentido de aprehensión, desde todos los sentidos. 

Política como servicio
El mundo huele, habla, siente, escucha, pues está conformado de seres humanos que, para vivir en sociedad, requieren forzosamente de ese contacto personal. No se construyen sociedades desde atrás de una computadora. No se genera la amistad verdadera –que, diría Camus, no es complicidad sino, con Aristóteles, es la exaltación de las virtudes propias a través de los otros–, cuando hay de por medio lo desconocido. No se gobierna desde las cifras ni se ganan las campañas desde los spots o la publicidad. Hace falta entrar en contacto con el mundo, abrirse a los otros, ser por los otros y, en el caso de la política, trabajar al servicio de los otros.

Cuando un pueblo olvida que puede existir y ser porque indiscutiblemente necesita de los otros, se fragmenta en grupos, busca a los otros no ya en el conjunto nación sino en el fragmento colonia, busca ser parte de algo más que lo trascienda y lo justifique por los otros. Vemos la sociabilidad como un don y el amor como la cima de las emociones, y ambos requieren del otro. Somos país por los otros, antes de serlo por lenguaje, terruño o cultura. Hacemos política, insito, por y para los otros, somos partido para los otros y, una vez en el gobierno, somos gobierno también por y para los demás. Por eso en este partido se dice que venimos a dar, y no a recibir; que estamos comprometidos con México, que llevamos a México en el apellido.

Cuando el hombre niega al mundo, a los otros, se niega a sí mismo. Cuando el hombre se niega a participar de las decisiones que construirán la Nación que lo alberga, se niega a ser actor y se queda a la expectativa, a la espera de que alguien más participe por él, tome las decisiones que él no tome, decida lo que él, por molicie, por desencanto, por frustración o ignorancia, se niega a decidir. Por su propia naturaleza, un partido político en un régimen democrático requiere de la gente para existir. Sin una sociedad que participe de manera activa de los procesos para elegir sus gobiernos, éstos carecerán de fundamento popular y, por ende, no representarán las necesidades de la sociedad sino el interés de quienes conforman entonces no ya un partido político, sino un club de amigos que tienen entre sus manos la responsabilidad de conducir un país. 

A un régimen totalitario le viene muy bien la participación desinteresada o nula de la sociedad, pues así puede hacer o deshacer sin que haya demasiado interés por sus acciones. Cuando la gente guarda para sí el sentimiento de que votar no sirve para nada, se genera el desencanto de quienes entonces sólo verán el voto como la campaña en la que alguien se acerca a ofrecerles algo a cambio de su derecho y obligación de decidir. El voto se vende, pues, cuando pierde su valor. Este sentimiento se ha generado en México y es, podríamos decir, uno de los grandes pendientes de nuestra democracia. Los niveles de abstencionismo son todavía mucho más altos de lo deseable, de lo óptimo. Quienes hayan estado en campaña habrán notado las muchas veces que en muchos lugares se responde un “qué me van a dar” a la solicitud del voto por el partido. Mientras la gente no tenga clara su posibilidad de ser factor de transformación de la sociedad, de su entorno, mediante el voto, por principio, acudir a una urna el día de la elección no tendrá más importancia que ver quién gana en el futbol, un domingo en el parque con la familia o cualquier cosa que por cualquier motivo se vuelva primordial.

La participación política
La participación ciudadana de los mexicanos tiene heridas graves, heridas de desencanto, de indiferencia y de ignorancia. Durante años, el llamado de Acción Nacional ha sido a participar, a hacer conciencia en la gente de cuánto gana al votar por el solo hecho de hacerlo. Acción Nacional ha dignificado la participación ciudadana desde sus inicios, contra un régimen que pasó sesenta años demostrando a la gente que su voto no valía nada, que sus posibilidades de decidir estaban cooptadas, limitadas y elegidas de antemano. El voto de los mexicanos, que es la fuerza de la ciudadanía, vive aún en el desprestigio que legaron 60 años de monopartidismo, de democracia “light”. 

Los valores políticos de los mexicanos son, por decirlo de alguna manera, así, “lights”. Se vive la democracia pero aún no se tiene un sentido generalizado de las bondades de participar. Se vive libertad de expresión pero no pocas veces se utiliza para difamar o construir juicios falsos entre la ciudadanía. Una vez una periodista me preguntaba que qué pensaba de un funcionario federal, que en ese momento llevaba dos semanas de ser atacado a diario por la prensa, sin una acusación que de verdad probara culpabilidad alguna, más allá de la voluntad de otro político para minarle el camino a fuerza de tergiversar argumentos.

La periodista preguntó qué pensaba de la supuesta imputación, a lo que respondí que mientras el tribunal fueran las ocho columnas del diario para el que ella trabajaba, y el fiscal aquel político mañoso, las acusaciones no tenían valor alguno, pues para acusar a alguien, en un régimen de derecho, se acude a los tribunales o instancias correspondientes. Por mientras, ese periódico se había dedicado, durante 20 días, a acusar a alguien cuya culpa no estaba probada, lo cual, sencillamente, se llama difamar. Y seguramente el rotativo no iba a aceptar publicar, una vez probada la inocencia, 20 planas seguidas para decir que había cometido un error, que es lo que la ética periodística marca en caso de error, deliberado o no. 

Estos valores políticos “light” hacen también que el derecho a al transparencia no tenga mayor importancia que para quien busca investigar a algún funcionario público, cuando, por ejemplo, en España, los contribuyentes reciben cada año un desglose de cómo el ayuntamiento invirtió cada euro de sus impuestos. Mientras vivamos una democracia “light”, una democracia que todavía carga una cultura política fruto de la corrupción, una democracia en la que todos entendemos qué significa “el que no transa no avanza”, “año de Hidalgo” y expresiones similares; mientras tengamos pendiente dignificar la participación ciudadana mediante instituciones, gobiernos y partidos que honren el actuar político, mientras todo eso siga sucediendo, no tendremos más que una armazón democrática. Es necesario todavía apuntalar y fortalecer una cultura política acorde con la democracia para contar con auténticos demócratas.

En este punto, una ciudadanía preparada, participativa, que privilegie el debate y las ideas, que sea respetuosa de la opinión ajena y busque coincidencias más que diferencias, es fundamental para consolidar la transición que vive México. Nuestra transición estará completa cuando se viva esta nueva cultura política. No se desmonta un sistema y se instala otro de la noche a la mañana, pues ese es parte del sentido de la democracia, contra el de la revolución, que busca lo inmediato y lo abrupto. Todavía hay mucho qué hacer para detonar la participación activa, consciente, responsable y comprometida de la sociedad, de los partidos y del gobierno en la construcción de un bien común que sea suma de todos. No sólo busquemos ganar elecciones, busquemos además la formación de una nueva cultura política. El PAN ya ganó una de esas victorias culturales, pero es una conquista que se renueva y se fortalece día a día, para además, y he ahí el reto, he ahí la imaginación, convertirla en una nueva victoria cultural, más allá del voto: esto es, la de la auténtica vida democrática.

La participación ciudadana tardó mucho tiempo en tener un sitio de importancia para las antiguas elites gobernantes. Desde Aristóteles hasta Kant, entre los cuales median unos 20 siglos, la participación de las mayorías fue vista como un impedimento para el buen funcionamiento del Estado. Y es claro, siempre será más fácil decidir el destino de un pueblo entre un coro de voces monocordes que entre la cacofonía en la que puede convertirse una sociedad. Incluso la revolución francesa, que otorgó la soberanía de la nación al pueblo, terminó en el mediano plazo con la asunción de un dictador, que aunque gran militar y pensador de los derechos civiles, monopolizó el poder durante el tiempo que pudo. La ilustración, la era de la razón, terminó en el cadalso de la guillotina, que incluso asesinó a sus propios teóricos a manos de muchedumbres cegadas por un poder que no entendieron, o fueron incapaces de encauzar hacia un bien supremo. 

Cuando en Francia estalló la lucha civil, en Alemania florecía una nueva corriente artística, la última que se cobijara bajo el manto de realezas de títulos nobiliarios. Fue la época del romanticismo, de Kant, de Hegel, de Caspar David Friedrich, de Goethe y de Beethoven, entre otros grandes poetas, pintores, músicos y pensadores. Uno de esos autores, que además escribió la letra al llamado “Himno a la alegría” de la novena sinfonía de Beethoven, fue Friedrich Schiller, quien unos meses después de la toma de la Bastilla reflexionaba que no fuera a ser que aquella conquista del pueblo le fuera a quedar demasiado grande al propio pueblo. 

Hoy vivimos una época de libertades. No nos vaya a pasar, por falta de educación, de orientación en la libertad, de participar conscientes de la trascendencia de decidir, que acabemos como esos franceses de hace varios siglos, que conquistaron la libertad, no supieron a dónde guiarla y la encauzaron a destruir todo lo pasado, hasta que llegó un dictador a frenar la anarquía. No nos vaya a pasar como a la Venezuela actual, cuyos partidos fueron incapaces de renovarse y acabaron siendo poco atractivos para los jóvenes, que eligieron poco más tarde a una especie de dictador que ya retrocedió el desarrollo de un gran país un aproximado de 20 años.

Tenemos pendiente pues, no sólo el fortalecimiento de la participación ciudadana a través del fortalecimiento de los partidos y organismos de participación, sino además tenemos el deber de hacerlo en la búsqueda de un bien común, que precisamente a través de la participación contribuya a su construcción y mantenimiento.

La cultura democrática, segunda victoria cultural
Cambiar la cultura autoritaria a una democrática es imposible de lograr sin educación, sin capacitación, sin alguien o algo –un libro, un curso, una ponencia– que nos despierte ante las posibilidades que se abren con la libertad, que es participación, y con la tendencia natural que el ser humano tiene hacia el bien (para Aristóteles, incluso el mal era una ausencia de bien, es decir, el bien era la premisa mayor). No olvidemos que la participación, en fin de cuentas, “refuerza la disposición al aprendizaje, desarrolla habilidades para el intercambio crítico de ideas y permite a los individuos alcanzar consensos cimentados en el respeto mutuo”. 

Hasta aquí hemos analizado dos de los elementos de nuestra ecuación original. Bien Común = participación ciudadana + autoridad política. Falta detallar lo que es la autoridad política, pero me parece que aquí es posible discernir a partir de lo expuesto hasta este momento, pues, como reanotó al principio, la autoridad sólo es posible gracias a una participación ciudadana activa, la autoridad se conforma a partir precisamente de la participación y sin ésta no sólo queda sin fundamentos sino que además es falsa. 

La llamada representatividad es eso. Qué tanto se refleja una sociedad en su gobierno. Y la medida de esto es la participación. No es que los pueblos “tengan los gobiernos que se merecen”, sino que más bien el nivel de participación y de compromiso con los auténticos valores democráticos es lo que determinará por principio la calidad de la autoridad, pues estos valores deben comenzar por la educación precisamente en esa cultura de la democracia, en el valor del voto, en la importancia de la transparencia, en lo fundamental de contar con medios serios y responsables, en la igualdad y el respeto, en el diálogo, en la importancia del otro… 

Una educación o una formación que inculque y promueva estos valores estará construyendo una mejor ciudadanía que participa, forma y conforma el gobierno. Es necesario pues, crear, un círculo virtuoso donde sean los mejores ciudadanos los que tengan la responsabilidad de tomar las decisiones, de conducir las acciones del gobierno, de la política, a ser bienes comunes mediales que lleven a un bien común final, quizá nunca terminado, pues nadie escribe el futuro sino que éste es constante esfuerzo, como un reto que exige nuevas ideas, esfuerzos renovados, talento y capacidad, pero sobre todo, asumir que es para los otros antes que para uno mismo, asumir la responsabilidad por el otro, máxime como políticos. 

Sentirnos no sólo parte del cambio sino responsables por éste, por aquellos a quienes como políticos, como líderes, se va y se deberá servir. Una autoridad política virtuosa será fruto de una sociedad virtuosa. La fuerza de la democracia reside en la fortaleza de su ciudadanía. Cuando haya formación en valores políticos, entonces la autoridad que llegue será más representativa, más ciudadana y también más exigente, dando como resultado un bien común que, de verdad, alcance para satisfacer a aquellos que han perdido la fe en la esperanza. No se crea una democracia de la nada; se forma, se conduce día a día. De igual, forma, no se vive la democracia por el solo hecho del voto: es necesario abrazarla, llevar sus valores a la práctica diaria. No se lega democracia cuando la autoridad traiciona el interés ciudadano, su decisión. 

México vive hoy un tiempo de consolidación de aquellos valores que deben necesariamente acompañar a una democracia. La primera “victoria cultural” panista fue, empero, lograr que los mexicanos acudieran a las urnas, crear conciencia sobre el poder del voto, mostrarle a la gente lo mucho que podría ganar al hacer valer su opinión. Sin embargo, hay otros valores, además de la participación electoral, que deben promoverse para alcanzar un régimen moderno y acorde con las necesidades y exigencias de la nación: la legalidad y el apego al derecho, la transparencia, la igualdad, la solidaridad, la rendición de cuentas, el diálogo, el acuerdo son hoy por hoy temas todavía pendientes en la agenda nacional, pero que siempre han estado presentes en la doctrina panista. 

En este momento sólo el PAN es capaz de encabezar la lucha por estos valores pendientes. Faltan todavía “victorias culturales”, cambios graduales que el partido sabe muy bien como encauzar y conducir, pues éste es el sentido de la “brega de eternidad”; si estos valores no impregnan el todo social, el solo voto no será suficiente para modernizar plenamente a México, y se corre el riesgo de retrocesos por parte de quienes son incapaces de ser oposición responsable, como alguna vez lo fue y aún lo es en muchos sitios Acción Nacional. Así, una participación ciudadana, pero de una sociedad formada en valores, genera una autoridad política virtuosa que, como consecuencia directa, construye el bien común.

En los tres factores –bien común, participación ciudadana y autoridad política– hay grandes retos. Ninguno es fácil. Se requieren reflexión y acción. Prescindir o abusar de cualquiera de ellos acaba en extremos contemplativos o pragmáticos. Un líder, a mi parecer, conlleva una mezcla de ambos, un equilibrio, y en ello recae su liderazgo: en saber que el silencio también dice y que el ruido sirve también para cuando no se quiere decir nada; en asumir que al hacer antecede el raciocinio para no caer en la barbarie de lo inmediato; en trabajar para construir una sociedad que lo trascienda, no en estatuas, no en monumentos, sino en ese cambio de conciencias que representa toda victoria cultural. Esa victoria de la cultura democrática plena debe ser el siguiente triunfo de Acción Nacional.


* El presente texto es una ampliación de la charla impartida por el autor en el diplomado Eslíder, segunda generación, en 2008, bajo el tema “Bien Común, participación ciudadana y autoridad política”.

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