jueves, 17 de noviembre de 2011

La prisión interna de Franz Kafka




Apelar al adjetivo denota, por principio, la calificación de enredo, de confusión. Kafka y su obra en ocasiones parecieran resumirse en aquella palabra –lo kafkiano- que designa situaciones inverosímiles y hasta coronadas con cierto grado de absurdo, de asombro e impotencia, sumido el protagonista del conflicto en una madeja de la que por más que se intente sólo se logrará dar vueltas sin sentido, muchas veces enredándose más y cayendo en esa trampa de arena movediza que a mayor esfuerzo implica también mayor hundimiento. 

De común empleado para hablar de ciertos embrollos burocráticos, lo kafkiano es ante todo el reflejo de una obra que, por principio, requirió, como lo maquiavélico, una designación específica que encerrara el profundo significado que el escritor checo imprimió en su labor, siempre llena de interpretaciones más allá de lo que la primera lectura arroja y que, en palabras de Albert Camus, invita, ante todo, a una segunda lectura, a caminar de nuevo sobre lo andado para caer en la cuenta de que el simbolismo de Franz Kafka, siguiendo con el filósofo francés, sobrepasa a su autor pues esconde mucho más de lo que intentó plasmar en su original.


Suele hablarse de la biografía de Kafka como el primer aspecto a resaltar en su obra, aquél que pareciera incluir el elemento de una vida condenada al trabajo de oficina, resignado y con el sueño de librarse de todo lo social para dedicarse exclusivamente a la labor creativa. 


No obstante, esta visión limita por mucho esa especie de coraza que aquél debió formar a su alrededor para poder sumirse de lleno en la vocación anhelada: la prisión de Kafka comienza a formarse desde su infancia, a partir de la áspera relación con su padre, pero esto es sólo el cimiento de un continuo desencuentro con la realidad que irá siguiéndolo, excluyéndolo de todo arraigo, ya fuera religioso –a pesar de ser judío sólo al final de su vida buscó aproximarse a esa religión–, social –solía ser introvertido y con poca facilidad para relacionarse a causa de encontrar en esto un distractor para su obra– y hasta emocional –su mala salud le hizo entender desde joven que nunca sería totalmente libre–. 


Así, Kafka aprendió a mirar el mundo desde esa cárcel personalísima que fue levantando en torno suyo, y fue precisamente el mundo visto desde ese especie de encierro el que retrató en libros como El castillo o La metamorfosis, donde una desesperación por alcanzar lo imposible o por explicarse lo fantástico lleva a los personajes a sucumbir frente a un intento que jamás llega a puerto alguno por la incapacidad de entender del todo lo que en verdad está sucediendo. 


Ya bajo el nombre de Gregorio Samsa, de Joseph K o de K. a secas, la lucha se torna laberíntica, cuando no absurda y sin sentido, quizá bajo una lógica que, como la de los sueños, es imposible entender en el orden de la vigilia. La negación constante –voluntaria o involuntaria– que fue la vida de Kafka lo llevó a un encierro del que cada personaje involucrado busca escapar; algunos lo logran, otros sucumben en el intento y en esa derrota encuentran –de manera emblemática y paradójica– la liberación. 


La obra de Franz Kafka pareciera estar siempre adormecida, a punto de despertar pero bajo una somnolencia continua, un vaivén de situaciones que no acaban de esclarecerse pero donde impera un orden inquebrantable; cada experiencia es normal, cada vida relatada podría caer en el simplismo de una historia común, que en un principio pareciera transparente pero en la que de pronto y sin previo aviso o explicación irrumpe ese elemento absurdo o increíble que bien parecería emanado de un sueño. 


A este respecto, el inicio de sus tres obras principales (además de las dos ya citadas, también El proceso) procede de igual modo: un repentino despertar en una cama de habitación, una súbita llegada a un poblado o el inesperado amanecer cuando Joseph K. es detenido parecieran no anunciar mayor conflicto, hasta el momento cuando el elemento increíble hace su aparición; de ahí en adelante la trama dará vericuetos por posibilidades, intentos y fracasos que invariablemente terminarán en tragedia, o harán de ésta la condición imperante de cada intento por alcanzar la cordura o al menos un atisbo de lucidez, la explicación coherente, el argumento racional. 

Ninguno de los personajes formulan los problemas que los atrapan, pero todos los aceptan con una parsimonia y sumisión ciega hasta consumare el desenlace, de tal modo que la muerte o lo trágico se vuelven una simple consecuencia que libera, una solución que de ningún otro modo podría ser; situación inverosímil pero que en fin de cuentas alberga una esperanza todo el tiempo: la de escapar, la de alcanzar aquel anhelo que muchas veces basta para mantener en alto y justificar toda la acción.

De este modo, Kafka nombra lo innombrable para hacerlo más llevadero. Encuentra un símil para cada estado de esa desesperación que poco a poco crece en sus personajes y contagia al lector. Un insecto se vuelve entonces un cuerpo encerrado en la incomprensión de lo ocurrido para merecer su destino; un agrimensor que busca desempeñar su trabajo se convierte en el vano intento por acceder a una fortaleza que pareciera inexistente o similar al horizonte, que se aleja conforme se avanza hacia él; un hombre común se ve envuelto en sucesos que llevan a sus jueces a declararlo culpable y hasta convencerlo de su condena. 

La vaguedad de lo abstracto adquiere así una condición humana, por eso el sentimiento generado podría ser terror o desesperación, por esa capacidad de asentar lo irreal en construcciones coherentes que a fuerza de repetirse terminan por agotarse, o al menos hacerse costumbre: “Irrumpen leopardos en los templos y se beben el contenido de los cántaros del sacrificio; esto se repite una y otra vez: finalmente se lo puede prever y se transforma en parte de la ceremonia”. 

Es esta precisamente la resistencia que el hábito reblandece hasta hacerla invisible, hasta perderse en laberintos que acaban por vivirse de manera común y adecuada; entonces puede ocurrir cualquier cosa, desde mirar las imágenes televisadas de la muerte e ir a cenar como si no pasara nada hasta o amanecer un día con seis patas y el cuerpo envuelto por una coraza: Kafka no sólo puso el sello de su biografía y de su tiempo en cada obra; también vaticinó la calma y el sopor con el que la indiferencia surgida de la costumbre es capaz de hacernos aceptar hasta lo inaceptable, aquello que por calificarse de imposible anuncia ya la certeza de que eso increíble ocurra, kafkianamente, en algún lugar.

Referencias 
- Camus, Albert, “La esperanza y el absurdo en la obra de Franz Kafka”, en El mito de Sísifo, Aguilar, 1959. 
- Izquierdo Lluís et al, Lecciones de literatura universal, Ediciones Cátedra, 1996, pp 901. 
- Kafka, Franz, Obras completas. Tomo I, Emecé Editores, 1967. 
- De Azúa, Félix, Lecturas compulsivas, Anagrama, 2004. 


Publicado en Bien Común, 2005

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