jueves, 3 de noviembre de 2011

La histórica hidrofobia de la Ciudad de México

Foto:tripadvisor.com
En México, el tema del agua ha sido declarado asunto de seguridad nacional. No es la primera vez que esto pasa, pero ahora el llamado por parte de las autoridades ha sido enérgico. El presidente Felipe Calderón ha hecho del agua, y del tema ambiental en general, una de las prioridades de su gobierno; así como el combate al narcotráfico arroja escenas, capturas, historias y golpes inéditos al hampa, la preservación de los recursos naturales del país también lleva acciones e implementación de políticas que demuestran, más que un compromiso, una convicción: la de que no hay tiempo qué perder. 

Así, la Estrategia Nacional para el Cambio Climático, el programa Proárbol,[1] la inauguración de la central eólica La Venta II –para el aprovechamiento y explotación de energías alternas y limpias–, la puesta en marcha de 49 plantas de tratamiento de aguas residuales, las diversas declaratorias de áreas naturales protegidas en varios puntos de la República, por mencionar sólo las más conocidas, forman parte del Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012 y atienden una urgencia, un compromiso y un deber que cada habitante del planeta –por el sólo hecho de serlo, de beneficiarse de los frutos de la tierra–, tiene con su entorno, máxime cuando los efectos de un descuido prolongado dejan ver ya las consecuencias del daño causado. 

Todas estas acciones se suman a diversas iniciativas ambientales que han sido lanzadas a nivel mundial. De un tiempo a la fecha, el tema ha cobrado incluso dimensiones mercantilistas, reúne en diversas sedes a expertos y, cada vez más, artistas, celebridades, políticos o filántropos conscientes de que la pasarela ambientalista es rentable, pero también prioritaria. 

Y es que, de igual modo, en los últimos cinco años los estragos ambientales han cobrado dimensiones inusitadas, la manifestación velada de un daño paulatino y silencioso que cobra la forma de sequía, de deshielo, de tsunami, de inundación; el desequilibrio generado es visible y producto de la acción del hombre, como especie, por lo que es prioritaria la colaboración y la suma de esfuerzos entre países para encauzar acciones de largo plazo que logren resarcir esas heridas de la naturaleza. 


Canal de la Viga I
El esfuerzo de México es quizá en buena parte consecuencia de una nueva generación que accede al poder y de una toma de conciencia que ha envuelto a buena parte del mundo, pero también obedece a perspectivas económicas y sociales, pues de seguir el deterioro de la naturaleza al ritmo que ha tomado los últimos años, los estragos por venir pueden generar un desequilibrio que afecte el desarrollo completo del país. 

“Si no frenamos el daño a nuestros recursos naturales –si no hacemos un uso racional de la energía, el agua, el aire y el suelo– será imposible alcanzar un crecimiento económico sostenible. Sólo conciliando el progreso económico con la preservación de la naturaleza podremos aspirar a un desarrollo humano sustentable en el que todos los mexicanos puedan progresar sin comprometer el patrimonio de las generaciones futuras. Ese es el principio que guía la política ambiental de esta administración”, mencionó el titular del Ejecutivo durante su Primer informe de gobierno. 

De este modo, la conjunción adecuada entre corto, mediano y largo plazos se vuelve una necesidad que trascienda administraciones y gobiernos; los pasos dados por la Presidencia de la República en este sentido son un buen punto de partida para iniciar una auténtica labor que no sólo involucre a las autoridades sino que enseñe a la sociedad a hacer su parte, asumir desde lo individual la responsabilidad hacia la colectividad. 

En lo que refiere al agua, el problema de México radica en que hay, y mucha, pero concentrada y mal distribuida. La ciudad de México es un buen ejemplo de ello: "…se piensa comúnmente que la ciudad no cuenta con ningún río limpio; sin embargo… encontramos a su alrededor 48 ríos y 12 manantiales; todos ellos con abundante agua, parte de la cual es desperdiciada y enviada directamente a los drenajes. Se trata de agua cristalina que al bajar por los cauces naturales y entrar a las áreas urbanas, se mezcla con el agua negra de los desagües, para luego ser desalojada en el Golfo de México. De estos 48 ríos, 14 son perennes, es decir, llevan agua limpia las 24 horas… y los 34 restantes conducen agua limpia sólo los seis o siete meses de lluvia (de abril a octubre)".[2]

Esta abundancia derrochada ha estado ahí desde que la ciudad fue construida sobre un lago. Imagine, lectora, lector, la imagen (por lejana que suene vale la pena el intento): un grupo de 400 hombres que luego de subir los volcanes Iztaccihuatl y Popocatepetl, en camino hacia Tenochtitlan, divisan ante ellos esa región que dio a llamarse “la más transparente del aire”, donde la distancia arroja tres lagos rodeados de ciudades-puerto (Chalco, Xochimilco, Iztapalapa, Chimalhuacán, Texcoco, Zumpango, Cuautitlán, Azcapotzalco, Tacuba y Coyoacán), así como una más, en medio, capital de un imperio, sostenida sobre el agua. Eso fue la ciudad de México en sus inicios: una urbe asentada sobre una superficie blanda. 


Río Churubusco
Con el paso de los siglos se perdieron los canales, las isletas, las canoas, el oficio del remero; la urbanización novohispana exigía un nuevo escenario que se acabaría convirtiendo, a su vez, en una de las principales ciudades de la tierra conquistada. Poco a poco, las acequias por donde circulaban canoas con los productos que abastecían una población en crecimiento fueron sustituidas por el trazo cuadricular de calles, herencia hispana presente en toda América que, en el caso mexicano, terminó por sepultar el agua que abastece a la ciudad, legándola a un olvido que la desapareció prácticamente por completo del mapa urbano. 

Todavía en el siglo XIX era posible navegar el canal de la Viga, que daba forma a un paisaje donde el agua, las alamedas y los parques eran elementos habituales. Hoy día ese canal corre por un tubo debajo de capas de tierra y concreto que son la base del nuevo río, el de automóviles y camiones con contenedores que transportan lo que antaño circulaba por vía fluvial; lo mismo pasa con los ríos Churubusco, La Piedad, Guadalupe y Consulado, entre otros. Al parecer, también con el paso de los siglos se perdió la costumbre de valorar el agua, de considerarla parte del entorno. 

Las ciudades mexicanas, en particular el Distrito Federal, no han sabido convivir con los arroyos y lagos que antaño refrescaban el clima y generaban riqueza animal y vegetal; más bien han elegido desecar, entubar, desviar una abundancia que en 1710 transportaba 3,463 canoas que ingresaban a la ciudad, que en 1804 llevó a considerar la apertura del canal de Texcoco como una buena opción para “la libre navegación mercantil”, que inspiró a Alexander Von Humboldt a escribir que “un canal navegable desde Chalco hasta Huehuetoca sería de enorme beneficio al comercio de Chihuahua, Durango y Nuevo México”, y que en 1827 llevó a la Cámara de Diputados a conceder a José María Pagés “el privilegio exclusivo por seis años para el uso de los buques que había inventado para navegar los lagos de Texcoco y Chalco”.[3]

El crecimiento de las ciudades hasta convertirse en megalópolis –a partir de la segunda mitad del siglo XX–, así como la falta de planeación urbana y una tendencia que parecía relegar a la naturaleza a un rincón, a esconderla o simplemente a devastarla sin conciencia alguna, convirtieron a una cultura que sabía encontrar y aprovechar la riqueza de sus aguas en lo que más bien pareciera una hidrofobia virulenta, pues tanto la deforestación como el incremento de la temperatura –producto de la emisión de gases contaminantes–, la falta de un sistema de drenaje adecuado que separe agua limpia de agua sucia y procese aquélla que puede reutilizarse, son pendientes postergados que inciden de manera directa en la preservación de un elemento por el que, sin duda y como bien se ha dicho, podrían desencadenarse conflictos de dimensiones bélicas en el futuro (es decir, una semana sin luz, sin gas, sin teléfono, son soportables, imaginables en todo caso; pero el mismo periodo sin agua generaría de inmediato una crispación social digna, desde el ámbito de la fantasía literaria, de cuento cortazariano). 


El Popo y el Izta, sin nieve (foto: flickr.com)


Por estas razones, las políticas que ha puesto en marcha la actual administración federal y el carácter de “seguridad nacional” que se ha buscado imprimir al tema ambiental resultan no sólo acordes con una tendencia mundial sino que además buscan paliar futuros problemas asociados con el líquido vital. Un ejemplo de perspectiva, proveniente de la London School of Economics,[4] es la tendencia migratoria hacia las grandes urbes, que proyecta un promedio de 23 inmigrantes llegados cada hora a la ciudad de México para el año 2015, lo que representará un crecimiento exponencial de la población y un enorme reto para cubrir la provisión diaria de agua.

Ssi en la actualidad son necesarios aproximadamente 72 mil litros por segundo para alrededor de 22 millones de personas (el mayor caudal del mundo), y las tendencias parecen indicar que el año 2030 la población de esta megalópolis crecerá a 32 millones de habitantes que requerirán 96 mil litros por segundo, entonces hay mucha razón en afirmar que la seguridad está en juego. 

Ya en la actualidad, la merma del caudal por cuestiones ecológicas y las continuas averías del sistema (se calcula que de 30 a 40% del líquido que va a la ciudad de México se pierde por mal estado de las tuberías) provocan escasez que en ocasiones se traduce en una reducción de 50% del abastecimiento.[5] Entonces queda la pregunta: ¿Por qué hay escasez si contamos con fuentes, manantiales y pozos capaces de responder con creces a la demanda? 

La respuesta no es sencilla e involucra una serie de factores esbozados ya a lo largo de estas líneas, pero que además tiene mucho qué ver con una actitud individual y colectiva frente al problema, esto es, con un cambio de mentalidad frente a nuestros recursos naturales. En primer lugar, la concepción de que el medio ambiente es asunto de todos y que el esfuerzo personal para evitar derroches innecesarios es fundamental (por mínimo que sea) para contribuir a paliar los efectos del descuido. 

Además, se vuelve prioritario un ajuste de precios que refleje el auténtico coste de traer agua, por ejemplo, a la ciudad de México (actualmente se cobra 3 pesos por metro cúbico cuando cuesta 10 extraerla y transportarla), labor titánica si se considera que ésta debe ascender más de mil metros mediante el bombeo. Otra acción es la inversión en la infraestructura que se requiere para detener el desperdicio por fugas, así como la adecuación del drenaje profundo para devolver a los mantos freáticos el agua de lluvia. 

No obstante, resulta inaplazable generar una actitud distinta no sólo frente a la provisión de agua potable sino también ante el medio ambiente en general: cuesta trabajo entender en qué momento perdimos ese gusto por los espacios que la propia naturaleza dignifica y engrandece, más allá y en ocasiones a pesar de la acción humana; por qué en otras naciones hay una sana convivencia con ríos, lagos y espacios naturales que aquí somos incapaces de preservar sin una ley que sancione a quien tale, ensucie o contamine; cuándo se decidió que resultaba más conveniente avergonzarse de la naturaleza que buscar el modo de interactuar y convivir de la manera más limpia posible.

Canal de la Viga II
La aparente hidrofobia y, en general, “naturafobia” que pareciera distinguir a varias generaciones de gobiernos es quizá consecuencia de haber relegado ese viejo principio del bien común, base de toda democracia y de toda sociedad que se considere como una extensión de la naturaleza y no como el centro de ésta, tendencia al antropocentrismo que en aras de lo inmediato pone en jugo el futuro de un país, para el caso de México, pero también el de la humanidad, pues sin duda no es sólo el agua sino el debilitamiento de la capa de ozono (que ha sido en buen aparte propiciada por los llamados “países desarrollados” y que afecta sobre todo a los “países en vía de desarrollo”), el uso de combustibles fósiles en vez de la exploración de energías renovables, la depredación de selvas y hábitats enteros en nombre de una “civilización” que lejos, muy lejos de controlar la naturaleza, la ha dañado a su medida al punto de hacerla cada vez más impredecible y extremosa. 

Las soluciones no llegarán en un día, pero poner un freno al inminente deterioro del medio ambiente debe realizarse en el corto plazo. Las consecuencias de no hacerlo están todos los días a la vista, son los avisos de la naturaleza. No esperemos desastres mayores como los acaecidos en últimas fechas (desde las consecuencias del llamado fenómeno “El niño” hasta la pasada inundación en Tabasco), pues si bien un gobierno tiene la obligación de evitar “todo el dolor posible” entre sus gobernados, es mucho el sufrimiento que se avecina de no tomar el asunto del deterioro ambiental como una emergencia, como una prioridad. En México se han dado ya los primeros pasos, de los cientos de kilómetros que en este tema aún quedan por andar. 


[1] Este programa ha sido uno de los más exitosos de la actual administración. A pesar de las numerosas críticas que ha recibido por parte de diversos grupos ambientalistas –que señalan la inutilidad de plantar árboles al por mayor–, la intención de las acciones va encaminada no sólo a la reforestación sino además a la conservación y restauración de suelos, al establecimiento de plantaciones forestales comerciales y al pago de servicios ambientales hidrológicos por captura de carbono, protección a la biodiversidad y mejoramiento de sistemas agroforestales, entre otros. 
[2] “Queda abundancia en el pasado“, de Jorge Legorreta, en el suplemento cultural El Ángel, Reforma, 5 de marzo de 2006. 
[3] Los datos históricos de este párrafo fueron tomados de Historia de la navegación en la ciudad de México, de Carlos J. Sierra, editado por el Gobierno de la Ciudad de México en 1996. 
[4] “Ciudades al límite: ante los desafíos de la era urbana”, publicado en el periódico argentino La Nación, 20 de enero de 2008. 
[5] “Horas críticas por agua”, en El Universal, 28 de enero de 2008.


Publicado en la revista Bien Común, en 2010.


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