martes, 30 de agosto de 2011

FERNANDO VALLEJO: LA PACIENCIA DESESPERADA



(Foto: melibro.com)


Basta asomarse a los sucesos descritos a diario en cualquier noticiero o periódico para caer en la cuenta de que, en ocasiones, la ficción –lo irreal, lo imaginario– alcanza a lo cotidiano y se transforma en el día a día. Aparece entonces el absurdo, el sarcasmo, la obviedad negra, el pesimismo vuelto acontecer que retrata un impreciso pero abundante número de planas y coberturas. Pesimismo: encontrar en el universo toda la imperfección posible y, tratándose de filosofía, creer que en una parte (o en la totalidad) del mundo sucede esa imperfección. Pero de pronto ocurre que el constante “podría ser peor” deja de ser opción para instalarse en la certeza, en lo habitual, haciendo a un lado la posibilidad de empeoramiento o mejoría y negando al mismo tiempo cualquier intento de solución.

Esa exhibición de realidad, a veces cruel y a veces desbordada –obviada– imprime un sello especial a la obra del colombiano Fernando Vallejo: quitar el velo que esconde algunas cimas o rincones para toparse con un retrato social que descalifica buena parte del hacer humano, crítica de un mundo habituado a cierta dosis diaria de absurdo e irracionalidad que tarde o temprano deviene costumbre a fuerza de repetición.

No hace falta ser observador obcecado ni meticuloso, solamente mirar hasta convencerse de que la excepción, la posible respuesta, se encuentra en un lugar tal vez ajeno a la especie, o muy en el fondo, en otra parte; el choque de frente con esta premisa es suficiente para denostar buena parte de los aspectos, instituciones o personas que resaltan en las pantallas o en las ocho columnas. No escapa nadie: iglesias, filosofías, partidos políticos, organizaciones, la naturaleza y, en fin de cuentas, todo aquello que confirma y conforman el entorno de una narrativa donde el pasado –en particular la infancia– aparece como un tiempo ideal, y el presente apunta a una marcha necia hacia la propia extinción, un suicidio posible que hace cincuenta años Albert Camus negaba por vía del Hombre rebelde (que se opone a la muerte individual, aunque pareciera inevitable) y que el autor colombiano concluye remedio único, la existencia sucediendo en el escenario de la muerte sin redención alguna, como quien se asoma al silencio y no llega nunca a la música: “Vivo de verdad no está nadie... Día a día nos estamos muriendo todos de a poquito. Vivir es morirse. Y morirse, en mi modesta opinión, no es más que acabarse de morir”.

La obra de Fernando Vallejo es vasta y va de la dirección cinematográfica a la biología, para detenerse en la saga autobiográfica Los ríos del tiempo (cinco novelas escritas entre 1986 y 1992) que concluye con los tres títulos que le han dado renombre en Hispanoamérica: La Virgen de los Sicarios, El desbarrancadero y La Rambla paralela. El primero, llevado al cine en el año 2000 por el director Barbet Schroeder, retrata la vida de los asesinos a sueldo en Colombia, que cumplen su labor con maestría profesional y esconden tras un velo rostros de niños, narcotráfico, la muerte inmersa en lo cotidiano y la máxima que abandera un asunto de descomposición social: “Para morir nacimos”, el resto es sobrevivir. El texto apunta –sin caer en la falsedad pero sí rondando en la injuria– a los credos y religiones como pantalla de una realidad que vista a plenitud nos resultaría atroz; a la infancia y la natalidad desmedida traducida en más niños y mayor pobreza; al futbol como distracción y esparcimiento anterior y posterior a la cópula, o al establishment urbano anhelado desde los barrios marginados como si se tratara de un paraíso perdido donde, más allá del sueño, todo es cuestionable, incierto.

El desbarrancadero (galardonada con el premio Rómulo Gallegos) incorpora igual a la familia, a la vejez y al crecimiento desmedido de las ciudades entre aquello digno de señalar, de obviar hasta extremos nihilistas que reducen a lo absurdo cualquier explicación o argumentación posible. La novela describe la vuelta del protagonista a Colombia, después de años de ausencia, para asistir en sus últimos días a un hermano moribundo; este regreso es aprovechado para hacer una comparación entre las sociedades mexicana y colombiana, sus corruptelas y sus gobernantes, de la que puede concluirse que el problema actual del hombre sólo tendría solución mediante el aniquilamiento de “la especie más cruel de la naturaleza”, que sucede de igual forma poco a poco, “esperando a que el horror de la Muerte viniera a librarla del horror de la vida”. Muerte con mayúscula, que otros emplearían para justificar alguna salvación divina, cada vez más lejana y ajena al orden habitual de las cosas como para ser depositaria de cualquier esperanza.

La crítica de Vallejo también va dirigida a toda suerte de estereotipos, fórmulas o modelos que podrían resultar un asidero ante la nada que acaba por rodear al lector, hacerlo caer en la cuenta de que detrás de ese asalto continuo de imágenes, frases y señalamientos que exhiben la realidad desnuda no hay mentira sino verdad –honestidad brutal–, y toda forma de consuelo ostenta su lado peor, se toma a partir de lo más para llegar a lo menos y de ahí hasta lo peor. Así, Darwin es rebatido por El origen de las especies, que escribió antes de ser descubierta la fecundación (La tautología darwinista), Balzac y Flaubert, como representantes de la novela escrita en tercera persona, son tachados de “comadres” que escriben “prosa cocinera”, al igual que la poesía: “Los versos son sonsonete. Quiero decir los de antes, los que tenían ritmo y rima; en cuanto a los de hoy, son pedacería de frases”.[1] Queda entonces el vacío, la negación de los sustentos mínimos de la sociedad en conjunto, por una parte, y del hombre en particular, que coinciden con la máxima sartiana el infierno son los otros; el monólogo –la primera persona– y la certeza individual desencantada ante una realidad que está a la vuelta de la esquina, en la diaria supervivencia que se confirma llegada la noche y vuelve a ser incertidumbre al siguiente amanecer.

La Rambla paralela, por su parte, es una voz muerta que habla desde la nada, que juzga, señala y se burla de la apariencia de lo verdadero, existencia vaciada y vacía, la soledad del diálogo sin interlocutor, mudos y sordos todos, añorando una posibilidad distante, tanto como para afirmar que no hay ficción más horrenda y degradante que la vida y sus sueños; distancia insalvable, un paraíso imposible desde la perspectiva social actual... Muerte con mayúscula, esperanza que desespera, anhelo que de frente a lo real se vuelve ingenuo, ceguera del futuro. Al consumarse el pesimismo sólo quedan tumbas, y luego imaginar lo que vendrá, algo que ronde la razón hasta flanquear sus límites de sentido común. El paso de la humanidad por el mundo se encuentra plagado de tiempos y situaciones que escapan a imaginarse algo peor y, sin embargo, algo peor sucederá, pareciera afirmar Vallejo, cuando alguien imagine y al otro lado alguien más ya viva, ya habite el día a día de esa ficción. También buscar toda la imperfección puede agotar dónde encontrarla, también a fuerza de ver demasiado se acaba por rozar la desesperanza para afirmar que sólo resta perderse en el ayer o en el mañana para abstraerse del presente, desaparecer ante lo que a la luz de una crítica puntillosa y sin objeto más allá de destruir pierde oportunidad de prosperar, siquiera de cambiar lo mínimo tolerable.

 


[1] Entrevista a Fernando Vallejo publicada en el suplemento “Babelia”, del periódico español El País (5/01/02).

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