Desde 1962, el
escritor Mario Vargas Llosa publica, en distintos periódicos del mundo, la
columna “Piedra de toque”, un espacio editorial de análisis de temas que dicta
la cotidianidad política, económica, social y cultural del mundo donde cada
quince días, con una pluma que no se detiene para críticas o señalamientos, lo
mismo que para el aplauso o el reconocimiento –nunca fácil ni complaciente–, el
autor de El héroe discreto repasa
asuntos que bien pueden considerarse de trascendencia mundial, o que bajo su
prosa, pasan de lo particular a lo universal con la fluidez y la naturalidad de
quien domina un estilo distintivo, reconocido y galardonado con el Premio Nobel
de Literatura en 2010.
Se puede coincidir o disentir de las opiniones
de Vargas Llosa, esgrimidas siempre bajo el signo del liberalismo pero con un
dejo humanista que sabe que ninguna teoría agota por sí sola la complejidad del
ser humano, y que es más bien una suma de lo mejor de una variedad de doctrinas
e ideologías la mejor herramienta para estudiar y escrutar la realidad pasada y
presente; este eclecticismo no es, empero, ni una debilidad ni una falta de
apego sino un grado de madurez intelectual que lo sitúa entre pensadores y
autores clásicos del siglo XX: en sus textos puede leerse una mezcla de la intelligentsia francesa al estilo Jean
François Revel y Albert Camus, y del pensamiento contemporáneo alemán de Günther
Grass o Rüdiger Safranski.
Una herencia, en suma, de intelectual completo, lejano a aquellos “opinadores”
tan comunes en nuestra prensa latinoamericana y mexicana, que por hablar de
todo terminan por no esclarecer nada y más bien aprovechan la ocasión para
lucir una enorme ignorancia teñida con los oropeles de su capacidad para la
verborrea que llena páginas de tinta inservible por incompleta y mediocre. Una
herencia que, además, cuenta con un eco internacional y aún es capaz de sacudir
conciencias, de transformar juicios y de contagiar convicciones que poco a poco
se pierde por esa fragilidad de nuestro tiempo frente a cualquier autoridad que
intente imponer su punto de vista. Así, Vargas Llosa no obliga a asumir un
punto de vista: expone, por el contrario, razones, argumenta, debate con sus
detractores –que puede ser cualquiera que atente contra la libertad, la
democracia o la legalidad– e incluso va estableciendo poco a poco una agenda de
ideas de congruencia y de alta calidad y claridad.
Fruto de ese trabajo editorial que cumple ya más de 50 años es el libro La civilización del espectáculo (Alfaguara,
2012), cuya estructura deja ver, como primera sorpresa grata, el constante
diálogo de una mente que reúne temas viejos y los alumbra a la luz de nuestro
tiempo. De este modo, acudiendo a artículos publicados en “Piedra de toque” a
lo largo de los últimos veinte años, Vargas Llosa sienta un “Antecedente”
(llamado así en la obra de marras) que completa un enfoque renovado para
advertir sobre aquellos espacios de la actividad humana donde la degradación
constante, el aceleramiento del desgaste social y otros vicios modernos no han
detenido su curso sino, por el contrario, amenazan con proseguir hasta un punto
en que los cambios serán para siempre y casi nunca para bien.
El tema central, como el título advierte, es la cultura en general,
entendida como un cúmulo de saberes y de conocimientos que son capaces de
hilarse, que no necesariamente se adquieren en los libros –pero que no pueden
prescindir de éstos– y que durante siglos distinguió a la civilización tanto
occidental como del orbe entero. Esta cultura ha cambiado, señala Vargas Llosa,
y poco a poco va cediendo su característica de permanencia para convertirse en
fugacidad, en entretenimiento que sólo ambiciona divertir y mantener la mente
distraída de su rutina cotidiana, para luego desecharse y ser sustituida por un
episodio nuevo de la serie preferida, por un lanzamiento actual de la misma
cantaleta musical entonada por voces diferentes, o por la siguiente generación
de productos cuyo distintivo mayor es pasar de largo, abandonando la
permanencia como virtud para transformarla en aburrimiento, cosa sosa o “pasada
de moda”.
De esa civilización del espectáculo se desprenden productos que van
conformando los análisis de un libro colmado de anécdotas, de encuentros
personales, de experiencias del autor que son muchas veces el punto de partida
para realizar la crítica de nuestro tiempo; no es, sin embargo, ese tipo de
textos que se lamentan por el presente y elogian con melancólica amargura el
pasado como tiempo ideal. Por el contrario, lo que Vargas Llosa logra es poner
el dedo sobre un punto frágil de los últimos años, que se manifiesta en el
arte, en la política, en la sexualidad o en la religión, es decir, en
prácticamente todos los ámbitos de la existencia humana.
“Poca voluntad para trascender”, para convertirse a la postre en
“tradición”, en “clásico”, pareciera ser la advertencia principal de La civilización del espectáculo: una
tendencia a la mediocridad, a lo que exige el mínimo esfuerzo mental para ser
comprendido y valorado, para lo que cifra su costo en la popularidad y cada vez
menos en la calidad. Quedan, por fortuna, resquicios para escapar a esa
tendencia, rendijas por las cuales puede verse una tradición que se obstina en
morir y sobrevive a la espera de los ojos, de los oídos, de las mentes que
busquen acercarse y descubrir lo que de grande y sublime ha dejado y sigue
dejando el hombre tras de sí. Basta, pues, asomarse y mirar.
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