martes, 24 de septiembre de 2013

Vargas Llosa sobre sí mismo: un repaso de nuestro tiempo



Desde 1962, el escritor Mario Vargas Llosa publica, en distintos periódicos del mundo, la columna “Piedra de toque”, un espacio editorial de análisis de temas que dicta la cotidianidad política, económica, social y cultural del mundo donde cada quince días, con una pluma que no se detiene para críticas o señalamientos, lo mismo que para el aplauso o el reconocimiento –nunca fácil ni complaciente–, el autor de El héroe discreto repasa asuntos que bien pueden considerarse de trascendencia mundial, o que bajo su prosa, pasan de lo particular a lo universal con la fluidez y la naturalidad de quien domina un estilo distintivo, reconocido y galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2010.

        Se puede coincidir o disentir de las opiniones de Vargas Llosa, esgrimidas siempre bajo el signo del liberalismo pero con un dejo humanista que sabe que ninguna teoría agota por sí sola la complejidad del ser humano, y que es más bien una suma de lo mejor de una variedad de doctrinas e ideologías la mejor herramienta para estudiar y escrutar la realidad pasada y presente; este eclecticismo no es, empero, ni una debilidad ni una falta de apego sino un grado de madurez intelectual que lo sitúa entre pensadores y autores clásicos del siglo XX: en sus textos puede leerse una mezcla de la intelligentsia francesa al estilo Jean François Revel y Albert Camus, y del pensamiento contemporáneo alemán de Günther Grass o Rüdiger Safranski.

Una herencia, en suma, de intelectual completo, lejano a aquellos “opinadores” tan comunes en nuestra prensa latinoamericana y mexicana, que por hablar de todo terminan por no esclarecer nada y más bien aprovechan la ocasión para lucir una enorme ignorancia teñida con los oropeles de su capacidad para la verborrea que llena páginas de tinta inservible por incompleta y mediocre. Una herencia que, además, cuenta con un eco internacional y aún es capaz de sacudir conciencias, de transformar juicios y de contagiar convicciones que poco a poco se pierde por esa fragilidad de nuestro tiempo frente a cualquier autoridad que intente imponer su punto de vista. Así, Vargas Llosa no obliga a asumir un punto de vista: expone, por el contrario, razones, argumenta, debate con sus detractores –que puede ser cualquiera que atente contra la libertad, la democracia o la legalidad– e incluso va estableciendo poco a poco una agenda de ideas de congruencia y de alta calidad y claridad.

Fruto de ese trabajo editorial que cumple ya más de 50 años es el libro La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), cuya estructura deja ver, como primera sorpresa grata, el constante diálogo de una mente que reúne temas viejos y los alumbra a la luz de nuestro tiempo. De este modo, acudiendo a artículos publicados en “Piedra de toque” a lo largo de los últimos veinte años, Vargas Llosa sienta un “Antecedente” (llamado así en la obra de marras) que completa un enfoque renovado para advertir sobre aquellos espacios de la actividad humana donde la degradación constante, el aceleramiento del desgaste social y otros vicios modernos no han detenido su curso sino, por el contrario, amenazan con proseguir hasta un punto en que los cambios serán para siempre y casi nunca para bien. 

El tema central, como el título advierte, es la cultura en general, entendida como un cúmulo de saberes y de conocimientos que son capaces de hilarse, que no necesariamente se adquieren en los libros –pero que no pueden prescindir de éstos– y que durante siglos distinguió a la civilización tanto occidental como del orbe entero. Esta cultura ha cambiado, señala Vargas Llosa, y poco a poco va cediendo su característica de permanencia para convertirse en fugacidad, en entretenimiento que sólo ambiciona divertir y mantener la mente distraída de su rutina cotidiana, para luego desecharse y ser sustituida por un episodio nuevo de la serie preferida, por un lanzamiento actual de la misma cantaleta musical entonada por voces diferentes, o por la siguiente generación de productos cuyo distintivo mayor es pasar de largo, abandonando la permanencia como virtud para transformarla en aburrimiento, cosa sosa o “pasada de moda”.

De esa civilización del espectáculo se desprenden productos que van conformando los análisis de un libro colmado de anécdotas, de encuentros personales, de experiencias del autor que son muchas veces el punto de partida para realizar la crítica de nuestro tiempo; no es, sin embargo, ese tipo de textos que se lamentan por el presente y elogian con melancólica amargura el pasado como tiempo ideal. Por el contrario, lo que Vargas Llosa logra es poner el dedo sobre un punto frágil de los últimos años, que se manifiesta en el arte, en la política, en la sexualidad o en la religión, es decir, en prácticamente todos los ámbitos de la existencia humana.


“Poca voluntad para trascender”, para convertirse a la postre en “tradición”, en “clásico”, pareciera ser la advertencia principal de La civilización del espectáculo: una tendencia a la mediocridad, a lo que exige el mínimo esfuerzo mental para ser comprendido y valorado, para lo que cifra su costo en la popularidad y cada vez menos en la calidad. Quedan, por fortuna, resquicios para escapar a esa tendencia, rendijas por las cuales puede verse una tradición que se obstina en morir y sobrevive a la espera de los ojos, de los oídos, de las mentes que busquen acercarse y descubrir lo que de grande y sublime ha dejado y sigue dejando el hombre tras de sí. Basta, pues, asomarse y mirar.   


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