La aparición de
la novela Rayuela del argentino Julio
Cortázar marcó un hito para la literatura en castellano, en una época
–principios de los años sesenta– de por sí fértil para las letras del
continente, que ya contaba con los nombres de Gabriel García Márquez, Mario
Vargas Llosa o Carlos Fuentes reunidos bajo lo que por esos años se llamó el boom latinoamericano.
Rayuela cumple en 2013 medio
siglo de haber sido publicada, y la efeméride resulta óptima para recordar que
es posible romper moldes establecidos, que la vida y la literatura pueden
entrelazarse para dejar que la poesía irrumpa con su dosis de imaginación y
realidad entremezcladas, sin otra finalidad que enriquecer la existencia de
quien asume las consecuencias y las cimas del ser que aún se deja impresionar.
Hallar el asombro en lo cotidiano y dejar que el día a día se transforme
por obra y magia de los sentidos despiertos, avispados, dispuestos a la
sorpresa de una rutina que deja de serlo en el momento en el que se entiende
que la realidad es cambiante y que basta estar dispuesto a captarla en todo su
esplendor para romper con el hábito y la costumbre. Poner la razón ahí donde
habita el sinsentido y dejar que el absurdo se deleite con la lógica “estricta
y pulimentada”…
Cortázar fue capaz de abrir una ventana ahí donde los moldes parecían
eternos e incorporar un elemento distintivo a su lenguaje: la música que
prescinde de partituras y abre paso a la improvisación, no anárquica ni caótica
sino por el contrario: la del intérprete dotado del conocimiento que dan horas
de ensayos, pero dispuesto a hacer a un lado la teoría para que el azar
establezca unas reglas donde el silencio es significado, donde una coma o una
puntuación precisa generan la pausa o la continuación exactas, donde incluso el
orden de las ideas puede alterar el curso natural del pensamiento para dejar
pasar párrafos que en apariencia no tienen relación con el tema pero que, si se
mira bien, potencian y multiplican los significados.
La suma de John Cage, de Stravisnki, de Schönberg, de Charlie Parker y de
Louis Arsmtrong que toma por asalto las páginas de una obra que narra la
existencia de Oliveira y la Maga por un Paris donde las calles, los puentes,
los cafés o las buhardillas del Barrio Latino son escenarios de encuentros y
pérdidas, de reflexión existencial y arrebato romántico (en el sentido
histórico-literario del término), de amistad y complicidad o de personajes tan
ideales que se corre el riesgo de caer en el abismo que da fin a Rayuela, para dejarse arrastrar a un
idilio del que no se sale inmune.
Un ejemplo de esa musicalidad referida es la del péndulo, que va y viene
acompasado por el ritmo de las palabras (se sugiere leer el siguiente párrafo
de manera pausada, en voz alta, como se escucha un disco del que quieren
extraerse las notas precisas y el sonido exacto de cada instrumento):
“Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que
digo, cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra
vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta
existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una
hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el
reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo
desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de
que ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa
concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con
miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida
las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y
otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito
insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de
menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores
tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso.
Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El
muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace
cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, las
cosquillas, la ética”.
Así es la obra de Cortázar: un juego que se ejerce con la seriedad de la
infancia y que no permite falsedad ni simulación; por el contrario, exige la
solemnidad de quien entra en lo lúdico como en un ritual o una ceremonia,
dispuesto, abierto y aprehensivo para que lo que ocurra en ese terreno blando
de la imaginación –pero firme del espacio del juego– se convierta en una
realidad momentánea.
La tentación implícita es la de permanecer en el patio de juegos y no
regresar jamás. La posibilidad abierta es la de incorporar a lo cotidiano esa
dosis de absurdo y permitir su irrupción cuando el exceso de rigor intelectual
lo exija. La certeza es que hay lecturas que permiten –si el lector lo desea o
aún es capaz de dejarse llevar, claro está– cambiar para siempre el modo de
entender la vida… A Rayuela y a la
música hay que darles esa oportunidad.
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