jueves, 11 de julio de 2013

Defender al peatón desde el automóvil



...Y de pronto, al diputado, al asambleísta, al respresentante popular se le ocurre abrir la ventanilla del automóvil, observar el entorno que le rodea y descubrir a una subespecie de la ciudad en que habita: el peatón, ese ser que por carencia o por gusto viaja en transporte público, camina por las banquetas, cruza por las esquinas y enfrenta a diario la jungla urbana con su habitual fauna de conductores.

Lo mira con azoro, quizá sorpendido por su condición vulnerable y se angustia por los padecimientos que constata entre una parte de sus representados: la falta de educación vial de los automovilistas, la mala calidad de las banquetas, los cruces peligrosos, los semáforos descompuestos, los puentes peatonales mal ubicados, el comercio informal que obliga a caminar por el llamado "arroyo vial", los coches que invaden las banquetas y obstaculizan las rampas para discapacitados, casi siempre al amparo de alguna patrulla de policía que con estoica actitud ignora cualquier falta que impela a sus tripulantes a una persecución, una multa o simplemente a hacer cumplir la ley.

En un golpe de conciencia, y con la altura de miras que distingue a quien busca un tema con el cual destacarse entre sus congéneres legisladores, el representante iluminado por esos descubrimientos decide asumir como suya la causa de los peatones. Pide a su chofer, para realizar una auténtica actividad de campo, hacer un recorrido por las colonias y barrios de la demarcación que le eligió para defender sus intereses en la tribuna (o que le tocó por esa compleja aritmética de la representación proporcional), o quizá sea él mismo quien lo haga, a bordo de su vehículo, con ojo atento y mirada escrutadora, sensible ante la injusticia descubierta y ante la que sólo queda actuar.

Seguriá entonces la organización: sumar a su causa a otros colegas, convocar a la prensa, "subir el tema" y "calentrar el ambiente" para sensibilizar al público elector. Llegará luego una propuesta de ley, el cabildeo legisaltivo, quizá la realización de foros donde se incluya a otros actores relacionados con lo que pasa ya a llamarse "movilidad urbana" o algún epítome similar, en los que invariablemente se harán llamados a mejorar el transporte público, a considerar los derechos de los peatones; incluso puede pasar que quien encabeza estos loables y nobles esfuerzos deje por unos días el automóvil, aparezca en periódicos y noticieros jugándose la vida al cruzar una calle, eso sí, rodeado de acompañantes que mermaran la posibilidad del riesgo bajo el grito de "nos somos machos pero somos muchos". 



Al terminar el día o el ejercicio en cuestión, el asambleísta dormirá tranquilo a sabiendas de que dio voz a quienes no la tienen, de que despertó la "conciencia social" de los habitantes de la ciudad, de que independientemente de en qué termine la faramalla legal, él ya constribuyó con su grano de arena al historial de las iniciativas presentadas en su Congreso local... Descansará, pues, de largas jornada bajo el rayo del sol –la lluvia espanta a la prensa, por lo que ninguna actividad se realizará bajo sus aguas–, tras recorridos de esquina a esquina, tal vez con alguna suerte de "atlas" de cruceros peligrosos como resultado, e invariablemente, con las redes sociales plagadas de fotografías en las que aparece con el rostro adusto, marcado por la preocupación y la angustia frente a lo que día a día viven sus conciudadanos, pero con el sueño de los justos que por unas semanas abandonan su cumbre para demostrar a propios y ajenos que trabajan por su comunidad.

Mientras tanto, y seguramente por mucho tiempo, las cosas seguirán igual, tomando esa ruta en la que una buena idea se topa no sólo con los enredos propios de toda legislación, sino también con la oposición de algunos, con el desinterés de muchos y hasta con el abandono por parte del diputado que para estas alturas ya habrá encontrado un tema que le otorgue mayores réditos electorales, y como el tiempo hacia el siguiente cargo es lineal, no valdría la pena regresar al pasado. 

Por ejemplo: el cruce de Centenario y Churubusco no dejará de representar un peligro para el peatón, que puede esperar cuatro o cinco cambios de semáforo antes de que algún automovilista se apiade y le permita pasar, a él o a los que se acumulan y que ante el hartazgo se arrojan a la calle para demostrar su fuerza frente a los vehículos que dan vuelta a la izquierda; el puente de Churubusco a la altura de Gómez Farías, de igual modo, seguirá terminando –o empezando, depende de dónde venga vd.– justo antes de la entrada por la que los coches acceden a Churubusco, de tal suerte que también habrá que esperar la gentileza de los conductores par allegar hasta la banqueta.

En el mismo cruce, justo en la esquina con el panteón de Xoco, alguna vez me tocó atravesar y toparme, ocupando el área por donde andan los peatones, dos autmóviles de esos que con la intención de aventajar unos metros su camino, se quedan sin cruzar y entorpecen el paso asignado a los viandantes. Al llegar a donde se encontraba el primero –un taxista–, le solicité si era posible que retrocediera unos centímetros, para poder así seguir por donde dicta la norma; el sujeto, amable, asintió desde su puesto de piloto, ofreció una mueca de disculpa y se echó en reversa. El siguiente automóvil, de lujo, lo tripulaba una mujer joven que ante la misma solictud abrió la ventanilla, me insultó y me conminó a no meterme en sus asuntos... Por supuesto, no movió el coché ni un milímetro. 

Otro padecimiento común de los peatones son los topes, porque cualquiera que va a travesar por donde hay uno, esperaría que los coches se detuvieran o, al menos, redujeran la velocidad lo suficiente para permitir el paso libre. En cambio, esos obstáculos propios de nuestras esquinas se convierten para algunos en rampas que parecieran incentivar a que los conductores aceleren para ver si despegan del piso algunos metros y son capaces de proyectarse hacia "el infinito y más allá". Caso similar es el de quienes se estacionan en las esquinas, pegados defensa con defensa, sin permitir un espacio mínimo para que el peatón pueda acceder a la banqueta, ante lo cual, en lo personal, he optado por pasar por encima de los parachoques como si se tratara de un escalón. 



Entre esas soluciones drásticas que suelen tomarse para convivir con los automóviles (el escalón, el aventarse a atravesar cuando los coches que dan vuelta no permiten el paso, o solicitar a los automovilistas un espacio para pasar), un día se me ocurrió cargar con un altavoz, de tal suerte que cuando un conductor cometa una ilegalidad –de esas que por mínimas ningún policía castiga–, sea yo mismo quien exhiba sus tropelías al público en derredor, con el instrumento ese que de buena gana servirá para generar un escarnio público. Nunca lo he llevado a la práctica, más por el miedo a que el evidenciado esté armado o sea violento, que por ganas.

Claro está que como peatón se agradece que de vez en cuando alguien voltee a ver a quienes a diario, a todas horas, exponen su vida o su seguridad en una ciudad que hace poco por quienes caminan sus banquetas: se agradece la intención, pero es difícil en verdad creer que esta apología será constante cuando a la vuelta de la esquina o estacionado en casa, como medio de subsistencia, espera el automóvil del defensor ocasional listo para ser abordado, y que aquello fue sólo un experimento que tomó las calles como laboratorio, al peatón como bandera y a la siguiente elección como móvil principal. 



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