miércoles, 15 de mayo de 2013

El día del maestro o cómo le perdí el respeto a la autoridad


Discplina era el mantra de la primaria a la que asistí. Antes que el estudio, la disciplina, la conducta, el temible "reporte rosa" que auguraba nota reprobatoria por el primero, suspensión semanal por el segundo y definitiva por el tercero. Antes que el aprovechamiento, la disciplina; si se juntaban ésta y el aprovechamiento, se alcanzaba la excelencia académica.

A cargo de todo, el profesor titular, docto en las ocho o nueve materias que jamás eran impartidas según los programas de la SEP y sí de acuerdo con las lecciones de otros libros que la propia escuela vendía. Los grupos de no menos de cuarenta alumnos, cercanos a los cincuenta la mayor parte de las veces. Escuelas maristas para varones que, en mi caso, fueron la de Mérida y la de la calle Amores, en la ciudad de México.

Mi primera maestra, Tere, encantadora, siempre de vestido blanco, que impartió para mi clase primero y segundo de primaria en el Yucatán de mediados de los años ochenta. Ya en el Distrito Federal, con el cambio de casa incluido, el profesor Xolalpa, estricto como pocos, legendario por mal encarado y siempre un tanto sarcástico. Para las ceremonias oficiales, pantalón y camisa de manga corta blancos, suéter reglamentario azul; para los días normales, el atuendo era libre siempre y cuando, dictaba el reglamento, fuera apropiado y se acompañara invariablemente de calzado "de vestir".

Mi primer choque con la autoridad académica, con aquel maestro, fue en la formación que daba inicio a las actividades cotidianas: todo el estudiantado reunido en el patio, formado por grupos en tercias que al unísono seguían las indicaciones de "firmes", "tomar distancia" y "en descanso" del director, Francisco Naranjo, otro afamado por estricto e inmisericorde al momento aplicar sanciones o regaños.

La moda era en ese entonces los "Top Siders", calzado juvenil que junto a los "Perestroika" de Canadá hacían titubear los conceptos de vestimenta del Insitituo México Primaria. Los míos, grises, que el maestro, en plena formación, se detuvo a observar fijamente, sin moverse, ante el desconcierto de quien se cuestionaba qué diablos le ocurría a aquel profesor a quien se le guardaba el respeto que imponen el miedo y la autoridad.

Mi reacción luego de segundos que parecieron minutos fue un "¿Qué?" seco y llano, que intentaba descubrir lo que el maestro miraba en mis pies. El problema, me enteré más tarde, era el modelo de los zapatos, precisamente, que pasó a segundo plano ante la respuesta mía. "No se dice qué. Se dice mande", fue la respuesta del profesor. Asentí. No sé si dije algo más. Años después me enteré que decir mande era considerado una muy educada y sumisa forma de servilismo.



En la secundaria las observancias del atuendo se relajaron. Eran los años noventa y la mezclilla, las playeras con grandes imágenes de Nirvana, Caifanes o Metallica, así como los tenis Nike hicieron su aparición. A los profesores el tema les dejó de importar. Entonces era ya más relevante el aprovechamiento, las buenas notas, exentar los exámenes finales y evitar los extraordinarios.

Recuerdo en particular al profesor de Historia Universal en segundo de secundaria, apodado "el pavo" por su tez blanquecina, su cara inflada y su andar que recordaba el paso armónico de esas aves. El inicio de cada clase incluía una mecánica perversa: en un bote de galletas llevaba impresos los números de lista de cada alumno, que extraía con lentitud a razón de dos o tres por día, para aplicar un examen oral sobre lo visto en la sesión anterior.

El premio por responder correctamente no existía, pues consideraba obligación del alumno estudiar todos los días. El castigo: 30% menos en la calificación mensual, lo cual generaba que aun teniendo 10 en todos los exámenes, sólo podría accederse a un 7 como máximo. Por supuesto que el nervio que acompañaba al grupo cada vez que el horario marcaba la materia era contagioso y hasta enfermizo. 

Un día, ocupando yo uno de los lugares más cercanos al pizarrón, y mientras el profesor revolvía con mano lenta los papelitos en su depósito, casi disfrutando su acción, se me ocurrió voltear hacia atrás para descubrir cómo la clase entera estaba al borde del asiento, tensa y nerviosa, a la espera de no ser perjudicada por ese azar capaz de sumir a cerca de cincuenta alumnos en la incertidumbre por unos segundos.

Mi reacción inmediata fue de incredulidad. ¿Cómo era posible que una sola persona tuviera a tantas sometidas de ese modo? La consecuencia de ese pensamiento, acompañada de una temprana lectura del mamotreto que Taibo II escribío sobre la vida del Che Guevara, el rock y otros hallazgos de esa época, me hizo concluir que jamás volvería a seguir el juego a esa práctica cruel y hasta psicópata del maestro. El resultado final, y eso sólo lo supe años después, fue mi completo desinterés por la autoridad académica.

Me dejó de interesar el aprovechamiento escolar, y si bien la conducta nunca fue un problema pues mi comprtamiento era aceptable, las notas en la tira de materias sufrieron el descenso de esa especie de liberación. Yo ya sabía que quería dedicar mi vida a escribir, y ni siquiera la materia de Literatura, con su tediosa enseñanza del Siglo de Oro español, alcanzaba a interesarme; mucho menos, por supuesto, la química, las matemáticas o la biología, impartida por el también temible profesor Astroga, quien ante mi bata de laboratorio firmada por mis compañeros (que aún conservo en el armario como casi único recuerdo físico de esa época) decidió sacarme de la clase, ante mi recién adquirida indiferencia por pasar una hora sentado en el pasillo.

Esa decisión frente a la autoridad académica no tardó en manifestarse en mi grupo Scout, al grado de que, la vez que un dirigente fue destituido de manera contraria a los estatutos, organicé con otros compañeros una huelga que incluyó pliego petitotiro, brazalete rojinegro, solictud de mesa de diálogo y la complicidad de mi padre que me ayudaba a redactar proclamas y manifiestos.



Al llegar a la preparatoria el daño era ya notable. Evitaba cualquier clase que no abonara a mis intereses, para dejar en mi horario sólo la de Ética y la de Etimologías; las demás me "las volaba" o las dedicaba a leer poesía. En una ocasión, la maestra de Anatomía, siempre presta a pasearse en minfalda por el patio de una escuela plagada de adolescentes que ardían en testosterona, me increpó por leer a Sabines en su clase: "¿Qué haces Carlos?", me dijo. "Leo, maestra", contesté. "¿Algo de Anatomía?, volvió a preguntar. "No maestra, poesía", respondí. "Dame tu libro por favor", ordenó. "No maestra, porque es mío", dije. "Es una falta de respeto que leas algo ajeno a la clase", añadió. "Más falta de respeto es que cuando usted se voltea a escribir en el pizarrón le chiflen mis compañeros, y puede estar segura que yo no lo hago. Yo leo", dije para finalizar.

Me pidió salir del salón y me alcanzó en el pasillo, donde me dijo: "Yo sé que tú ya sabes lo que quieres hacer de tu vida, pero hay mucha gente aquí que no tiene idea. No contribuyas al desoredn, por favor", y me invitó a reincorporarme a la clase y a posponer mi lectura. Lo hice, ya con el razonamiento de por medio y un inmaduro goce por el desafío del que me consideré victorioso.

El cabello largo, en esos años, era para algunos maestros todavía un motivo de alarma. El profesor del laboratorio de Biología, en la primera clase del año, me pidió abandonar del salón y no volver a entrar hasta que lo "recortara apropiadamente, como marca el reglamento". Contesté que a partir de ese año la nueva dirección había establecido que siempre y cuando estuviera limpio, era permitido, a lo que respondió: "pero no en mi clase, es una falta de educación".

El castigo fue ir a la bilblioteca a hacer un trabajo, del tema que fuera, para pasar la hora que duraba la materia, y que yo aproveché para consultar el Manual de Carreño y algún otro código de buenas formas, con el fin de demostrar que no era una falta de educación llevar el cabello largo siempre y cuando estuviera aseado. Por supuesto que el trabajo terminó en el cesto de la basura y yo no pude volver a entrar a aquel laboratorio.

Tras dos años en el CUM, fui expulsado. Recuerdo muy poco de lo aprendido y mucho de lo vivido en ese tiempo. A sugerencia de mi padre terminé la perparatoria en el sistema abierto y jamás he encontrado una carrera que me llene o que cumpla con mis expectativas. Este año empezaré a cursar la cuarta, esperando, aunque sea por pragmatismo, terminar por fin.

Sin embargo, he aprendido de manera autodidacta las lecciones que me han sido útiles en la vida: mi más docta instrucción ha sido la lectura orientada también por mi padre con el orden académico que exigen el arte, la literatura, la historia y la filosofía, y la disciplina de lo que se hace convencido y no por un título de cualquier índole; la práctica de la escritura que me ha llevado a publicar en medios que considero importantes; el trabajo como editor que he realizado desde hace cerca de nueve años y el de publicista que aprendí de Gonzalo Tassier, han sido, en conjunto, mi mejor escuela. 

A esto añado la mayor herencia que recibí de la parte "escolarizada" de mi vida: la falta de respeto por la autoridad, que ejerzo y practico siempre que algo no me parece, que me ha llevado a renunciar a trabajos, a increpar a jefes, a la indignación  vociferante ante la injusticia, al reclamo por lo que no considero aceptable y al señalamiento de lo que me resulta insoportable, y que de un tiempo a la fecha ha encontrado en las redes sociales , y en especial en este blog, espacios aptos para manifestarse.

Esos han sido mis maestros. Esa mi experiencia académica. Y este el camino que tomé, asumiendo sus beneficios y no pocas veces pagando sus consecuencias, elegidas libremente, altaneras, al fin.     

    

2 comentarios:

  1. Mi estimado y siempre admirado Carlos.

    Me trajiste durante todo tu relato identificándome y deslindándome de ti.

    Recordar la primaria de Mérida (en mi caso no de la ciudad, sino de la colonia Roma), la secundaria donde hoy trabajo y para mi el amado CUM fue algo grandioso, con sus similitudes y grandes diferencias, no solo temporales sino de percepción.

    Disfruté mucho este post.

    Un abrazo

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  2. Gracias por la memoria compartida, despertada y evocada, pero sobre todo, por el deslinde y las identificaciones!

    Abrazo de de vuelta!


    C

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