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Gabriel García Márquez |
Lejanos hoy esos paisajes que en un par de décadas fueron reemplazados
por una realidad nueva, menos mágica y más cruda, que también ha encontrado
lugar en la literatura. El caso no es exclusivo de Colombia y su parangón puede
seguirse en el tránsito que va de Julio Cortázar a Andrés Neuman, en Argentina;
en el paso de Carlos Fuentes a Daniel Sada, en México (aunque la sola y vasta
obra del primero puede ser suficiente para retratarlo); en la ruta cubana que
parte de Alejo Carpentier y llega a Eliseo Alberto, por solo mencionar a tres
países representativos y de gran tradición.
Seymour Menton, en su obra Caminata
por la narrativa latinoamericana (Fondo de Cultura Económica), realiza ese
recorrido por la novela del continente que, sin embargo, no alcanza a cubrir el
cambio de siglo que dio paso a una generación mucho más urbana, que se enfrenta
a nuevos retos, a nuevas tecnologías, a un entorno en el que la jungla cede su
frondosidad, los poblados cambian la tierra de los caminos por supervías de
asfalto y la visión universalista se limita por el propio paisaje de urbanismo
urgente y en ocasiones descabellado que cambió para siempre el espacio de la
vida, de la hazaña y la tragedia, de la existencia individual, de todo aquello
que termina por alimentar al artista.
A medidos de los años noventa (1994) vio la luz una obra en la que puede
identificarse, para el caso colombiano, esa especie de punto de quiebre entre
el pasado y un futuro que todavía se escribe: La Virgen de los Sicarios (Alfaguara), de Fernando Vallejo. Una
prosa apresurada, en primera persona, agria en ocasiones, cínica en otras pero
siempre desencantada de un mundo que ya por esos años llevaba varias décadas de
padecer los embates de una de las guerrillas más longevas de la región, así
como las consecuencias del narcotráfico y el terrorismo, que terminaron por
hundir sus raíces en una sociedad que de pronto vio cancelado el porvenir para
sumirse en una espiral de violencia infame.
Ahí ya no cabían ni Aureliano Buendía ni Amaranta ni José Arcadio.
Tampoco las viejas leyendas de barcos encallados en montañas. Más bien, su
lugar lo ocuparon asesinos a sueldo, chabolas y suburbios donde la pobreza, el
hambre y la necesidad empujaban a jóvenes y niños a salir adelante por el
camino más rápido y eficaz o, al menos, el más cercano y posible: el del crimen
organizado.
Vallejo no inventa ni hace surgir de la nada el mundo de su obra: se
limita a retratar la realidad de su país con amargura y una desolación que
conduce al pesimismo. El lector termina la lectura (ya sea de aquélla o de
otras obras como El desbarrancadero o
La rambla paralela) con un
desasosiego frente al círculo vicioso de la corrupción, de la miseria, de las
vidas perdidas y la indiferencia de quienes, ya habituados a esas escenas
citadinas, eligen el silencio, la costumbre y el hábito antes que perder o
poner en riesgo lo poco que queda.
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Fernando Vallejo |
“Salí por entre los muertos vivos, que seguían afuera esperando”, se lee
casi al final de La Virgen de los Sicarios,
sin esperanza ni mañana, solamente la literatura para dejar un testimonio que,
a pesar de todo, es ventaja exclusiva de la vida y deja entrevista una luz que
en las horas obscuras es capaz de marcar camino. No obstante, para Vallejo esa
vía ni siquiera es transitable por ilusoria y falsa: la realidad no la permitía
entonces aunque, a la postre, haya sido el empeño del pueblo colombiano el que enfrentó
lo que parecía irremediable para convertir la desesperanza en una nueva
ilusión, cambiar la realidad y abrir la puerta al futuro.
Esa puerta no podía negar el pasado. Conducía a un pasillo que recorrió
la siguiente generación, con la vista hacia atrás pero aprendiendo a mirar
también hacia adelante; dos narradores destacan en ese esfuerzo, el primero,
Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido
de las cosas al caer, novela en la que el gran telón de fondo de un
escenario ya en ruinas, pero aún presente para recordar el ayer próximo, es la
propiedad abandonada del narcotraficante Pablo Escobar en medio de la selva,
que comienza a ser devorada por la maleza pero que aún arroja historias que
marcaron a una sociedad en todos los niveles. Una trama que, a su vez, lleva al
pasado para tratar de entender qué truncó el futuro o, al menos, lo complicó al
grado de arrancar anhelos e ilusiones, para marcar como un estigma que, sin
terminar en un abismo, llegó a sus bordes más frágiles.
No es ya la desesperanza de Vallejo pero sí una introspección
generacional donde los desaparecidos, los asesinados, los secretos que se guardan
y el pasado que se esconde terminan por vulnerar esa coraza de olvido que cede
ante la necesidad de esclarecer el presente, con la certeza de que temprano o
tarde, por convicción o por azar, habrá un impulso propio o ajeno que haga caer
los velos para completar historias inconclusas, cerrar ciclos y abrir
horizontes nuevos.
Contemporáneo de Vásquez, el segundo autor colombiano es Antonio Ungar;
su obra, Tres ataúdes blancos
(Anagrama), un thriller en el que el
contexto de violencia y política sirve para imaginar una historia que inicia
con la muerte de un político afamado, lo que lleva al protagonista, por su parecido
físico, a reemplazar a quien debía ser candidato a presidir un país imaginario
que, por su descripción, por el entorno social y por las situaciones descritas,
podría ser cualquiera de Latinoamérica, pero que deja entrever con claridad a
esa Colombia de los años setenta y ochenta donde la muerte acechaba a quienes
buscaran oponerse al poder de las mafias y el narcotráfico.
Ungar aprovecha el escenario de la política para describir esos
vericuetos de decisiones oscuras e influidas por el dinero, para señalar cómo
los intereses de unos cuantos vulneran los de la mayoría, para describir el
capricho de un grupo en el poder que aspira mantenerse en una cima donde la
ambición, el egoísmo y la ilegalidad son moneda corriente de cambio para
garantizar la permanencia. Quien está por gusto, buscará no salir jamás. Quien
es conducido por la fuerza, como en el caso del personaje principal, sólo logrará
escapar mediante la huida, la trashumancia y la clandestinidad, única estrategia
para dejar atrás poder, dinero y fama, para regresar a una vida donde la
felicidad y la calma puedan instalarse sin llamadas urgentes, citas sospechosas
o arreglos ilegales.
Los tres autores reseñados son, en resumidas cuentas, retratistas del accidentado
curso de la historia contemporánea de Colombia, protagonistas del abandono del
realismo mágico y artífices de su reemplazo por la realidad a secas: el dolor
de un país y la huella profunda que la injusticia y la muerte dejaron impresa
en una sociedad. Hoy, el pueblo colombiano regresa poco a poco a una normalidad
que ya cuenta con la paz para sentarse, mirar al pasado y registrar el
testimonio de esos años, una labor que en el año 2011 mereció tres de los
principales premios de las letras en castellano: el FIL de Literatura en
Lenguas Romanes para Fernando Vallejo, el Anagrama para Antonio Ungar y el
Alfaguara para Juan Gabriel Vásquez. No es casualidad este reconocimiento. Sí,
quizá, un recordatorio sobre la importancia de la literatura contra el olvido,
de la literatura como testimonio, de la literatura como tabla de salvación y
ruta de escape cuando pareciera que no queda nada más.
Tres premios merecidos que marcan una nueva etapa en la literatura
Latinoamericana. Una etapa que otros países, también víctimas de la violencia,
de la mala política o de la injusticia, aún tienen pendiente retratar.
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