miércoles, 6 de marzo de 2013

Estampas de la novela colombiana

Gabriel García Márquez


 Lejos quedaron de pronto los generales gobernantes, los náufragos que relataban su sobrevivencia en tabernas de puertos olvidados, los hacendados de territorios  tan extensos como el horizonte, los poblados semi rurales donde un gallo puede dar pie a una trama intrincada en su magnífica simpleza, las familias que se multiplicaban sin respeto o pudor por las consecuencias de la genética en aquel Macondo emblemático que, durante décadas, fue símbolo de un modo de hacer literatura: el realismo mágico que insufló que nuevos aires a las letras latinoamericanas a principios de los años sesenta del siglo XX, y que tuvo en Colombia, por la pluma de Gabriel García Márquez, a uno de sus más grandes y quizá al más afamado de sus representantes.

Lejanos hoy esos paisajes que en un par de décadas fueron reemplazados por una realidad nueva, menos mágica y más cruda, que también ha encontrado lugar en la literatura. El caso no es exclusivo de Colombia y su parangón puede seguirse en el tránsito que va de Julio Cortázar a Andrés Neuman, en Argentina; en el paso de Carlos Fuentes a Daniel Sada, en México (aunque la sola y vasta obra del primero puede ser suficiente para retratarlo); en la ruta cubana que parte de Alejo Carpentier y llega a Eliseo Alberto, por solo mencionar a tres países representativos y de gran tradición. 

Seymour Menton, en su obra Caminata por la narrativa latinoamericana (Fondo de Cultura Económica), realiza ese recorrido por la novela del continente que, sin embargo, no alcanza a cubrir el cambio de siglo que dio paso a una generación mucho más urbana, que se enfrenta a nuevos retos, a nuevas tecnologías, a un entorno en el que la jungla cede su frondosidad, los poblados cambian la tierra de los caminos por supervías de asfalto y la visión universalista se limita por el propio paisaje de urbanismo urgente y en ocasiones descabellado que cambió para siempre el espacio de la vida, de la hazaña y la tragedia, de la existencia individual, de todo aquello que termina por alimentar al artista.

A medidos de los años noventa (1994) vio la luz una obra en la que puede identificarse, para el caso colombiano, esa especie de punto de quiebre entre el pasado y un futuro que todavía se escribe: La Virgen de los Sicarios (Alfaguara), de Fernando Vallejo. Una prosa apresurada, en primera persona, agria en ocasiones, cínica en otras pero siempre desencantada de un mundo que ya por esos años llevaba varias décadas de padecer los embates de una de las guerrillas más longevas de la región, así como las consecuencias del narcotráfico y el terrorismo, que terminaron por hundir sus raíces en una sociedad que de pronto vio cancelado el porvenir para sumirse en una espiral de violencia infame.

Ahí ya no cabían ni Aureliano Buendía ni Amaranta ni José Arcadio. Tampoco las viejas leyendas de barcos encallados en montañas. Más bien, su lugar lo ocuparon asesinos a sueldo, chabolas y suburbios donde la pobreza, el hambre y la necesidad empujaban a jóvenes y niños a salir adelante por el camino más rápido y eficaz o, al menos, el más cercano y posible: el del crimen organizado.

Vallejo no inventa ni hace surgir de la nada el mundo de su obra: se limita a retratar la realidad de su país con amargura y una desolación que conduce al pesimismo. El lector termina la lectura (ya sea de aquélla o de otras obras como El desbarrancadero o La rambla paralela) con un desasosiego frente al círculo vicioso de la corrupción, de la miseria, de las vidas perdidas y la indiferencia de quienes, ya habituados a esas escenas citadinas, eligen el silencio, la costumbre y el hábito antes que perder o poner en riesgo lo poco que queda.

Fernando Vallejo

“Salí por entre los muertos vivos, que seguían afuera esperando”, se lee casi al final de La Virgen de los Sicarios, sin esperanza ni mañana, solamente la literatura para dejar un testimonio que, a pesar de todo, es ventaja exclusiva de la vida y deja entrevista una luz que en las horas obscuras es capaz de marcar camino. No obstante, para Vallejo esa vía ni siquiera es transitable por ilusoria y falsa: la realidad no la permitía entonces aunque, a la postre, haya sido el empeño del pueblo colombiano el que enfrentó lo que parecía irremediable para convertir la desesperanza en una nueva ilusión, cambiar la realidad y abrir la puerta al futuro.

Esa puerta no podía negar el pasado. Conducía a un pasillo que recorrió la siguiente generación, con la vista hacia atrás pero aprendiendo a mirar también hacia adelante; dos narradores destacan en ese esfuerzo, el primero, Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer, novela en la que el gran telón de fondo de un escenario ya en ruinas, pero aún presente para recordar el ayer próximo, es la propiedad abandonada del narcotraficante Pablo Escobar en medio de la selva, que comienza a ser devorada por la maleza pero que aún arroja historias que marcaron a una sociedad en todos los niveles. Una trama que, a su vez, lleva al pasado para tratar de entender qué truncó el futuro o, al menos, lo complicó al grado de arrancar anhelos e ilusiones, para marcar como un estigma que, sin terminar en un abismo, llegó a sus bordes más frágiles.

No es ya la desesperanza de Vallejo pero sí una introspección generacional donde los desaparecidos, los asesinados, los secretos que se guardan y el pasado que se esconde terminan por vulnerar esa coraza de olvido que cede ante la necesidad de esclarecer el presente, con la certeza de que temprano o tarde, por convicción o por azar, habrá un impulso propio o ajeno que haga caer los velos para completar historias inconclusas, cerrar ciclos y abrir horizontes nuevos.

Contemporáneo de Vásquez, el segundo autor colombiano es Antonio Ungar; su obra, Tres ataúdes blancos (Anagrama), un thriller en el que el contexto de violencia y política sirve para imaginar una historia que inicia con la muerte de un político afamado, lo que lleva al protagonista, por su parecido físico, a reemplazar a quien debía ser candidato a presidir un país imaginario que, por su descripción, por el entorno social y por las situaciones descritas, podría ser cualquiera de Latinoamérica, pero que deja entrever con claridad a esa Colombia de los años setenta y ochenta donde la muerte acechaba a quienes buscaran oponerse al poder de las mafias y el narcotráfico.

Ungar aprovecha el escenario de la política para describir esos vericuetos de decisiones oscuras e influidas por el dinero, para señalar cómo los intereses de unos cuantos vulneran los de la mayoría, para describir el capricho de un grupo en el poder que aspira mantenerse en una cima donde la ambición, el egoísmo y la ilegalidad son moneda corriente de cambio para garantizar la permanencia. Quien está por gusto, buscará no salir jamás. Quien es conducido por la fuerza, como en el caso del personaje principal, sólo logrará escapar mediante la huida, la trashumancia y la clandestinidad, única estrategia para dejar atrás poder, dinero y fama, para regresar a una vida donde la felicidad y la calma puedan instalarse sin llamadas urgentes, citas sospechosas o arreglos ilegales.

Los tres autores reseñados son, en resumidas cuentas, retratistas del accidentado curso de la historia contemporánea de Colombia, protagonistas del abandono del realismo mágico y artífices de su reemplazo por la realidad a secas: el dolor de un país y la huella profunda que la injusticia y la muerte dejaron impresa en una sociedad. Hoy, el pueblo colombiano regresa poco a poco a una normalidad que ya cuenta con la paz para sentarse, mirar al pasado y registrar el testimonio de esos años, una labor que en el año 2011 mereció tres de los principales premios de las letras en castellano: el FIL de Literatura en Lenguas Romanes para Fernando Vallejo, el Anagrama para Antonio Ungar y el Alfaguara para Juan Gabriel Vásquez. No es casualidad este reconocimiento. Sí, quizá, un recordatorio sobre la importancia de la literatura contra el olvido, de la literatura como testimonio, de la literatura como tabla de salvación y ruta de escape cuando pareciera que no queda nada más.

Tres premios merecidos que marcan una nueva etapa en la literatura Latinoamericana. Una etapa que otros países, también víctimas de la violencia, de la mala política o de la injusticia, aún tienen pendiente retratar. 

 


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