(Cortázar y Vargas Llosa, en los años sesenta)
Hay en la obra narrativa de Vargas Llosa una fuente histórica constante, presente ya sea de manera biográfica o tomando las historias ajenas para llevar a cabo esa transportación sólo propia de las grandes plumas y que es rellenar los resquicios del pasado con la fantasía de la literatura para completar, de la manera más fidedigna posible, esos vacíos donde la novela intenta completar la realidad.
Quizá quien con más tino ha logrado esa empresa sea Marguerite Yourcenar, con sus enormes Memorias de Adriano, donde la autora belga recrea los años del imperio de aquel hombre que, ante los ojos de su médico, sabía que no era más que un saco de huesos y humores; la distancia temporal de ese recuento escrito a mediados de los años cincuenta del siglo XX –Adriano vivió en el siglo segundo de nuestra era– implica un conocimiento dedicado y profundo de los últimos resquicios de un imperio que en aquel hombre encuentra la concreción de los valores más señeros de la antigüedad.
Mario Vargas Llosa, laureado con el Premio Nobel de Literatura este año, no necesita regresar tan atrás en el tiempo para mostrar su maestría en este rubro: desde sus primeras novelas hasta la de más reciente aparición, El sueño del celta (Alfaguara, 2010), el marco histórico es fundamental no sólo para despertar la admiración por la investigación que conlleva cada obra sino además, para explicitar un modo distinto de ver la vida, ya sea en sus altas cimas como en sus sótanos más profundos.
Un paseo breve por ese contexto histórico de su autor, tanto personal como de los grandes acontecimientos continentales y mundiales, es el que realiza Enrique Krauze en el número 143 de la revista Letras Libres, donde puede hallarse un puntual recorrido por una vida donde la intensidad parece destacar como rasgo fundamental: ya sean los años de estudio, las desavenencias familiares, los recorridos por el Perú natal, los hallazgos de la aldea o los descubrimientos del mundo, todo parece ser motivo válido para recrear un relato nuevo que puede imbuirse en el llamado realismo mágico o ser una descripción fidedigna de lo ya acaecido.
De este modo, libros primeros como La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras o La tía Julia y el escribidor, relatan, respectivamente, experiencias estudiantiles, los traspiés nocturnos de un aprendiz de reportero, la vida de burdel de los soldados peruanos y su propia relación de pareja con su primera esposa (Krauze, en el texto de marras, señala que “uno de los talentos mayores de Vargas Llosa como escritor ha sido precisamente trasmutar sus recuerdos en literatura”). Asimismo, novelas de reciente cuño como La fiesta del chivo, El Paraíso en la otra esquina o El sueño del celta retratan, en este mismo orden, la realidad cruda de la dictadura latinoamericana –la de República Dominicana–; las utopías del siglo XIX, herederas del romanticismo más febril del siglo XVIII, a partir de la vida del pintor Paul Gaugin; y las atrocidades del colonialismo europeo en África a finales de aquel siglo y todavía durante buena parte del siguiente, y cómo la denuncia se convierte en un atentado contra intereses económicos que alcanzaban para sacrificar cualquier remordimiento personal en aras de la prosperidad material de imperio británico.
Esta tendencia de la historia íntima se transporta pues a la historia universal, para dar nuevos alientos a la obra vargasllosiana, con un elemento angular en su propia biografía, que es la claudicación de la revolución cubana y los encantos que despertó en buena parte de la intelectualidad latinoamericana y del mundo, para dar paso a un liberalismo que si bien le acarreó discusiones, distanciamientos y acusaciones de quienes como Cortázar o García Márquez hallaron –e inclusive siguen hallando– en la dictadura isleña una falsa reivindicación del hombre, también le abrió los ojos a escenarios de los que, como él mismo afirma en su autobiografía El pez en el agua, terminó por despedir la escritura militante de Jean Paul Sartre para dar la bienvenida a la obra redentora de Albert Camus, bajo el signo de la libertad como credo.
Fue a mediados de los años sesenta cuando Vargas Llosa decide poner fin a sus coqueteos con el gobierno castrista, a raíz de la censura y los atropellos que sufrieron escritores cubanos –Guillermo Cabrera Infante, entre ellos– por parte del régimen. Este hecho lo llevó a abrevar poco a poco y no sin cierto escepticismo inicial en el liberalismo, para terminar criticando todos aquellos sistemas que sometían al hombre y su libertad en aras de un bien mayor, cualquiera que este fuera.
Es también esta la época de acercamiento a intelectuales como Karl Popper, Milton Friedman, Octavio Paz y Jean Francois Revel, que dedicaban su pluma y buena parte de su obra a señalar esas abominaciones con las que el estalinismo y sus sucesores soviéticos erigieron el ideal como fin y a cualquiera que se opusiera como enemigo a derrotar.
Se abre entonces un paréntesis político en la vida del peruano, quien dedica libros como La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta o Lituma en los Andes para retratar cómo esa militancia ciega e irracional en aras de una promesa que sacrificaba el presente por un futuro incierto pero siempre mejor (al menos en el discurso) representaba un peligro para las mentes jóvenes de Latinoamérica y, a la postre, una decepción que rectificaba un camino erróneo en sus premisas y en sus métodos.
En ese empeño, Vargas Llosa participa y pierde en las elecciones que llevaron a Alberto Fujimori a la presidencia del país andino, con la trágica ironía de que, diez años después, aquel dictadorzuelo se encuentra en la cárcel y su oponente es Premio Nobel.
La obra de Mario Vargas Llosa es diversas, cercana al día a día de los años que ha protagonizado, realista a veces hasta la intransigencia pero siempre reveladora de esas peripecias por las que han transcurrido los ideales más recientes de la humanidad. No hay desperdicio en su lectura porque, al final de cuentas, cada libro es un espejo de reflejos próximos y familiares, donde lo propio deja de ser parte exclusiva de una persona para convertirse en tradición común, retrato de un mundo de avatares, hazañas y fracasos donde cada hombre es todos los hombres y cada historia una síntesis de la especie en conjunto.
Esto es precisamente lo que reconoce el Premio Nobel; lo demás es literatura, esa que, parafraseando al escritor, es necesaria porque la vida es limitada y sólo mediante la fantasía podemos llegar a ser todo aquello imaginado y soñado, más allá de cualquier límite, más allá incluso de la propia realidad.
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