viernes, 20 de enero de 2017

Mark Ryden o la vista perversa





Sólo cabría aquí, entre la tribu altanera.





El rostro infantil, la forma núbil y el contorno púber... Si el adjetivo surrealista cabe, es donde, es cuando...

Hay algo de perverso en los rostros, mucho de adulto en los cuerpos, concreción de esas "muñecas perversas" que nombró Cortázar a Carrington (sobre todo) y a Remedios Varo (quizá por deuda, herencia o deber).

Pero no son ni ella ni ella... Son algo nuevo. Una rigidez que intenta moverse, una naturaleza muerta donde aún late un rescoldo de sangre tibia.

   Es Alicia, es un dispendio de juguetes, es la marioneta que cuelga          –ahorcada– entre sus hilos en el estanco de un estanquillo que se hunde en las novelas de Dostoyevski (y que el ruso jamás incluiría en sus novelas, pero que bien podría estar ahí, como música de fondo). 



A veces pienso que nada de los últimos años tiene sentido frente a esas bocas o esos ojos que se desangran a fuerza de mirar. Pero es sólo un sentir pasajero, porque este lado es el real, el auténtico, y el de Ryden el onírico, el que no quisiera alcanzar (o quizá sí, pero mejor no).




Pienso en China, en Alicia de nuevo, en El Bosco y sus jardines, en el conejo con su reloj de cuentas largas y cortas, en los mayas, en alguna la dinastía Tang, en la época victoriana... 

Hasta en Anne Rice y sus ancestros; Lovercraft y sus casas de ausentes; Stoker y sus remakes, Vlad entre Bizancio y Roma, Mary y P.B. Shelley como herederos y dignos continuadores –hasta hoy– de un romanticismo que se extraña (los sabios  de nuestros días exigen renegar, por salud, por el "bien común").

Te mira, sin mácula ni culpa; abrevas de esos trazos... Y entonces todo e s posible... Hasta romperse uno mismo, y volver a empezar

Que así sea... 

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