jueves, 28 de octubre de 2010

Ese muralismo nuestro: José Clemente Orozco



A lo largo de su época más prolija, poco antes de la mitad del siglo XX, el muralismo mexicano ocupó espacios públicos, abrió la puerta para que sus principales representantes exhibieran, desde los grandes edificios de gobierno, un retrato de esa parte de la historia nacional posterior a la Revolución que intentó erigirse como “oficial”: una visión simplista pero de ricas e impresionantes formas, colores y temas donde se retrató a un pueblo en guerra contra potencias, contra conquistadores, contra todos aquellos que durante muchos tiempo formaron –e inclusive aún forman– parte del imaginario nacional.
Nombres como Diego Rivera o David Alfaro Siqueiros han sido representativos de nuestra pintura, en ocasiones rodeados por el aura de una vida estridente, biografías que aderezan el mito y convierten a la persona en personaje, cercana a la leyenda. En el caso de Rivera, su relación con la también pintora Frida Kahlo, tormentosa, “de película”; y en el de Siqueiros, su participación en el asesinato de León Trotsky, ambas incluso más conocidas que la propia obra, retratada y reproducida en afiches y camisetas quizá en su parte menos genuina pero que ha resultado, para propios y ajenos, la más vistosa o, con el mercantilismo a cuestas –que tanto habrían detestado ambos artistas–, la más vendida. Incluso el cine ha contribuido a construir ese imaginario colectivo, adornado de excesos, de extremos, tan cercanos al escándalo y casi siempre tan lejanos al arte.
Era la época de las posturas impecables, de un mundo que comenzaba a dividirse y terminaría, unos años después de la segunda guerra mundial, por separar con un muro el modo de gobernar de dos regímenes: el capitalista, triunfante a la postre, y el socialista, con sus rezagos idealistas, con sus modelos perfectos, con sus experimentos que ponían al hombre como materia de ensayo y a la teoría como única e irrevocable.
En México, esta tensión bipolar tendría su reflejo en la obra de aquellos muralistas que abrazaban causas y ponían el arte al servicio de la política, con los magros resultados del intento pero la intención de levantar los cimientos ideológicos de un país en el que las causas sociales del proceso revolucionario de 1910 se alejaban de la práctica y llenaban el discurso, los motivos, el argumento; ya fuera teatro o literatura, ya fuera pintura o poesía, había una doctrina convertida en oficial detrás de todo aquello.

La pintura de José Clemente Orozco, el tercero de los grandes muralistas mexicanos, creció en ese tiempo convulso y conflictivo para buena parte del orbe, y su tramo más majestuoso descansa en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, en los frescos que adornan la nave principal de un complejo hoy dedicado al arte y la cultura, otrora refugio de pobres y abandonados.
Durante décadas, los temas de la conquista, de la máquina, del hombre avasallado, demolido en ocasiones, sometido a la voluntad de otros casi siempre, han vestido aquellas paredes sublimes con una pintura oscura pero sorprendente por su técnica, amén del esfuerzo humano que representa cualquier murales. No obstante, éste es solamente el culmen de una vida entregada a la creación, más allá del escándalo o la política activa, lejana a la militancia –sin dejar de transmitir su ideario– y constante en su empeño por trascenderse desde la propia obra, el arte sin adjetivos.
José Clemente Orozco. Pintura y verdad, que se presenta actualmente en el Colegio de San Ildefonso, es una oportunidad para acercarse al grueso de la obra del autor a lo largo de etapas marcadas, una biografía pictórica que recorre desde los inicios en la caricatura política a través de periódicos de la época, las primeras telas de paisajes regionales, los retratos propios o de familiares, cardenales, políticos de su tiempo, cuadernos y bocetos de lienzos, los esbozos en carboncillo o lápiz de las figuras que compondrían los grandes murales: una ocasión única para recorrer el conjunto de un trabajo reunido a tal escala por primera vez. El libro que reseña la muestra, del mismo título, es a su vez la mayor recopilación de la obra del pintor, una presentación de lujo y llamada a ser histórica, con textos de Ernesto Lumbreras, Carlos Monsiváis y Raquel Tibol, entre otros.
La exposición se presentó durante el verano en Guadalajara, Jalisco, en el Hospicio Cabañas, logrando una museografía que llevaba al visitante por las distintas etapas creativas de Orozco, para culminar en las bóvedas del edificio principal, dejando una experiencia por demás completa y enriquecedora.

Si bien en San Ildefonso es imposible lograr ese efecto, la visita se torna un recorrido único por la variedad y la cantidad de piezas, la posibilidad de conocer los detalles, el proceso de la idea, los caminos creativos que toma aquello que por hacer frente a lo monumental requiere de una concepción privilegiada del espacio, una vista capaz de postrarse ante los grandes vacíos y traducirlos en lienzos.
Aparecen también, en los apartados dedicados estrictamente al muralismo, diversas fotografías de los edificios que resguardan las obras –la Escuela Nacional Preparatoria, el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, la biblioteca de la New School for Social Research, en Nueva York; el Palacio de Gobierno de Jalisco, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la Escuela Nacional de Maestros–, en las que se intenta recrear las dimensiones, los detalles más significativos, la temática salpicada de ideologías que, a la luz del siglo XXI, quedaron en los resabios de la historia, pero son testimonio de cómo el imaginario colectivo se construye, adopta la épica de los vencedores y los vencidos, la “cultura del mural”, que escribiera alguna vez Carlos Castillo Peraza.
Lejos de las batallas ideológicas, y a la luz de los doscientos años de la independencia de México, Pintura y verdad, de José Clemente Orozco, abre una vista de la que pueden rescatarse el trabajo dedicado y entregado, el manejo privilegiado de una técnica, de la mano de un pincel que eligió los motivos del arte pero quedó atrapado en la temática repetitiva –y por ello incapaz de trascenderse– de un mundo que llegaría con “nuevas alamedas” y sólo alcanzó para narra una historia poco objetiva, para construir una cultura aún incapaz de sacudirse las viejas leyendas con las que se levantó, a todas luces de manera incompleta, la identidad de una nación.
Publicado en La Nación 2342

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