martes, 6 de julio de 2010

Lecciones políticas para la izquierda



Rincón Gallardo: una agenda demócrata

En la construcción del México democrático se han dado cita, a lo largo de tres décadas, numerosos nombres e ideas, muchas caídas en el olvido o desdeñadas por la prisa que exige la labor de gobernar, por sólo hablar de la época más reciente. 

Antes de ello, las teorías liberales importadas de Europa y Estados Unidos en el siglo XIX, en ocasiones ni siquiera adaptadas a la realidad social nacional, fueron el abrevadero del que surgieron los primeros andamios republicanos, minados pronto por la Revolución mexicana, de la que surgió una clase política que conservaría el poder durante siete décadas. 

En el camino que va de principios del siglo pasado al año 2000 se construyó, en la realidad diaria y en el imaginario colectivo, una cultura política que hizo del amiguismo, de la prebenda, de la acción al margen de la ley, entre otros vicios nacionales, la ruta más sencilla y factible no sólo de hacerse del poder sino, además, de conservarlo y heredarlo a los amigos elegidos.

Por fortuna, esta cultura política contó, desde 1939, con la conciencia libre, republicana y demócrata de un grupo de mujeres y hombres, encabezados por Manuel Gómez Morin, que desde las filas del Partido Acción Nacional opusieron por la vía pacífica e institucional resistencia al régimen que sofocaba las mínimas libertades políticas. 

De ese esfuerzo surgió la transición y la alternancia del poder en México. Sin embargo, a esta lucha hay que añadir el esfuerzo de quienes desde otras fuerzas políticas promovieron un agenda que, sin coincidir plenamente con el ideario panista, apuntaba a ampliar las libertades en el país para así garantizar que quienes llegaran al poder fuese en verdad aquellos que se habían visto favorecidos por la voluntad popular, surgida de elecciones libres, en igualdad de condiciones y con un marco normativo que garantizara la legalidad de los procesos electorales. Así, organismos como el IFE, el Trife, la Comisión de Derechos Humanos, el IFAI y otros tantos son fruto de una transformación profunda de la que aún quedan muchos pendientes por alcanzar.

Una suma de voluntad demócrata y apuesta por el cambio pacífico fue, empero, la que hizo posible derrocar al antiguo régimen sin derramamientos de sangre, al amparo de instituciones que poco a poco refuerzan la vida pública y garantizan que ni todo está en manos y decisión del gobierno –sea cual sea su signo político– y que, de igual forma, la pluralidad de ideas, de opiniones y puntos de vista es el pilar del que han de surgir los cambios que perduren y reúnan las ideas más brillantes y generosas para con el país en su conjunto.

Un ejemplo de este esfuerzo de pensar la política, de reflexionar sobre lo hecho y lo que aún queda por hacer, es el libro post mortem de Gilberto Rincón Gallardo, Entre el pasado definitivo y el futuro posible, que reúne artículos, ensayos y conferencias presentados por su autor en vida y que reunió, afinando detalles, buscando hilos conductores y depurando tesis, para conformar este volumen editado en 2008 por el Fondo de Cultura Económica. No hay, sin duda, desperdicio en las poco más de 200 páginas que Rincón Gallardo nos regala como un observador juicioso, crítico y en ocasiones severo de la realidad nacional.

Actor y testigo del cambio democrático de nuestro país en los último treinta años, consciente de que lo hecho no sustituye lo que aún queda por hacer, el autor traza una ruta de temas por la que transita del fortalecimiento del Estado de derecho, de la mano de la defensa de las garantías ciudadanas, hacia temas como discriminación, laicismo, medios de información, calidad de vida o, incluso, la reforma energética, cada uno un capítulo que hoy más que nunca aporta las ideas de un pensamiento que pone por encima de cualquier consideración la dignidad de quienes viven bajo el régimen democrático, lo sustentan y la dan su vigor más fuerte. 

Sin allanar el camino de lo expuesto con citas, teorías o ese abuso de academicismo que más que clarificar dispersan la atención de los asuntos torales, Rincón Gallardo plantea la importancia de que los ciudadanos, más allá de los partidos y tal como lo quisieron lo primeros panistas en los documentos centrales de Acción Nacional, se empoderen y hagan uso de la política para fortalecer sus demandas desde la llamada sociedad civil organizada. 

El factor organizativo es, sin duda, fundamental en este tema, como lo es, en este y muchos otros casos –por no decir todos–, la educación, que evitará que estos probables movimientos terminen en carne de cañón para elecciones o facciones que tergiversen su sentido social para convertirlos en masas anónimas que apoyen al caudillo en turno. La organización de la sociedad y la educación son, qué duda cabe, dos de esos pendientes que más urgencia siguen teniendo hasta el día de hoy.

En este sentido, y dada la crisis constante en la que ha vivido la izquierda política mexicana, Rincón Gallardo, quien militó en diversos partidos de ese signo pero siempre desde la vía pacífica, propone “Trece tesis para la conformación de una agenda socialdemócrata”, consciente, hasta el momento de su muerte, de esa gran fuerza social e ideológica que por falta de organización mínima ha quedado casi siempre al margen de los grandes cambios del México moderno, refugiada en la academia e incapaz de convertir su ideario en acciones políticas de largo aliento y cambio sustancial. 

Y es esta quizá la lección más valiosa de Entre el pasado definitivo y el futuro posible: México no puede dejar de lado esa agenda de justicia social y abatimiento real de la pobreza que la izquierda promueve, secuestrada como está hoy por grupos que aún dudan entre el camino democrático o seguir en la ruta de una cultura política gestada en setenta años de autoritarismo. Es decir, México está esperando que esa izquierda salga de los libros o de la anarquía interna para sumar ideas y dar a la riqueza de nuestra pluralidad un factor nuevo y renovado.

Será, sin duda, a partir de esfuerzos como el de Rincón Gallardo que, tarde o temprano, las ideas llegarán al poder. En democracia debe haber espacio para la inconformidad, para la protesta, para disentir y proponer, siempre bajo el signo del pensamiento y la reflexión, siempre en el margen institucional, nunca fuera de las reglas y las leyes que los propios mexicanos hemos construido. Como el propio autor señala en la presentación del libro –titulada “Pensar la política”–: "Pensar debería ser una tarea central del político, y no una mera parafernalia para exhibir en casos de protocolo. Aun el sentido más acusado de la acción política nos exige, una y otra vez, que seamos capaces de justificar hasta el último detalle de nuestros juicios y acciones. Aprender a dar cuenta de lo que hacemos y creemos es una obligación del político democrático, y no una concesión de cara al ciudadano”. 

Concluye, en el Epílogo, afirmando: “Durante mucho tiempo en este país se ha creído que es políticamente más valiosa la estrategia del enfrentamiento o la ruptura que la del consenso, pues se piensa que el consenso es subordinación… Yo considero al consenso más bien como una forma incluyente de práctica democrática, es decir, como una forma de construir espacios comunes con respeto a las diferencias y con reconocimiento de los límites propios”.

Sin duda, una gran lección para la izquierda de hoy.






La ilusión y la decepción: José Woldenberg

El camino que han seguido las distintas fuerzas políticas del México moderno es, desde el punto de vista histórico, breve y cercano, iniciado con la Revolución de 1910 y sólo concretado hasta finales del siglo XX, una historia reciente cuyos protagonistas se han visto enfrentados a situaciones complejas y urgentes, de cara a un país que nacía bajo el signo de la democracia pero no lograba hacer de la participación plural en la vida pública una práctica, e incluso la impedía. 

Las ideas de las revoluciones europeas y norteamericana inspiraban y conducían, pero no alcanzaban a concretarse. El régimen heredero de aquella gesta bélica elegía, los primeros años, el gobierno militar y hegemónico, para construir después un partido que remplazó a la tropa pero conservó el poder absoluto. Al margen, la participación ciudadana no fue acallada y requirió un esfuerzo superior para enfrentar al régimen, organizarse, sumarse a la vida pública y comenzar por levantar los primeros peldaños del andamiaje institucional del país.

Entre aquellos que sumaron su esfuerzo en el ámbito del sistema de partidos, la izquierda mexicana ha jugado un papel del que mucho se ha escrito desde la teoría política, desde la cátedra o desde la prensa, en el intento de describir una participación casi siempre tibia, al margen, atada a figuras y no a razones superiores, que aun a principios del siglo XXI no logra establecerse como actor serio y constructivo de un México que crece necesitado de una izquierda responsable.
 


Esa historia es, para Manuel, protagonista de El desencanto (José Woldenberg, Cal y arena, 2009), la decepción que se esconde tras la grandeza del ideal, la posibilidad de haber sido parte activa de los cambios que sin prisa ni revoluciones de por medio establecieron los primeros pasos que hicieron posible la llegada de la democracia mexicana, y haber elegido en cambio la ruta del choque, del conflicto o el enfrentamiento, donde el diálogo no es esgrima de argumentos sino descalificación de todo aquello ajeno, contrario al dictado oficial, del signo que sea (en este sentido la izquierda, como toda la política nacional, se encuentra cercana a ese pasado, a esa historia reciente desde la que acecha la tentación autoritaria.

Siempre, sin duda, será más sencillo proceder de manera unilateral: negar la pluralidad simplifica, pero niega al mismo tiempo la riqueza que existe en la diversidad).
Así, la novela toma esa historia reciente, desde la pluma de quien fuera testigo y a su vez protagonista, quizá también desencantado, para dar cauce a una trama que relata la vida de un hombre que cree en la importancia del trabajo político, que asume la relevancia del tiempo que vive pero comprueba con impotencia cómo ese ideario social de la izquierda no encuentra eco en el sindicato, en la universidad, en las masas, supeditado a intereses parciales, tergiversados, lejanos al ideal libertario y demócrata que sólo sobrevive en lo individual, sin trascender al grupo.

La decepción ronda cada capítulo, cada nuevo intento de hacer valer una voz minoritaria, que no encuentra cabida ni forma de incidir y que irónicamente lo que propone es que al interior del partido se viva de acuerdo con la propia democracia. Al mismo tiempo, se presenta, intercalado en cada capítulo, un recuento de las lecturas de Manuel que son a su vez reflejo de las distintas “decepciones” que la izquierda sufre en el ámbito mundial, a partir de la revelación de los crímenes del régimen estalinista, cuando en el sitio del máximo jefe se instaló el partido como única autoridad, de dictados incuestionables, incapaz de incluir de manera activa y participativa a quienes en él concurren.


La experiencia de Arthur Koestler o de André Gide, entre otros tantos, se suman a la novela para ilustrar las razones profundas, las que invaden a Manuel al contemplar cómo se tergiversa una buena idea, una buena intención, cómo el autoritarismo sigue latente y es complejo sacudirlo, mientras asiste a cómo en otros sitios del mundo la izquierda puede sumarse de manera efectiva a la vida democrática, salir del desencanto para poner por encima del ideario propio el bienestar general y no la idea propia de bienestar.

(Ambos textos, publicados en la revista La Nación)

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