miércoles, 16 de abril de 2025

Vargas Llosa: habitar la literatura

 


Debió ser en 1999 cuando comencé a publicar reseñas, de libros, de discos, de exposiciones de arte; entre las primeras, La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, apareció al año siguiente, si mal no recuerdo, en el suplemento “Galaxia Gutenberg” de la revista Este País.

La muerte de Vargas Llosa me trajo esa memoria, junto a la nostalgia que asalta cuando alguien con quien crecimos, y que parecía siempre iba a estar ahí, deja de estarlo y queda en su sitio un vacío lejano pero latente, latiendo.

Repasé sus novelas, las que recordaba haber leído: Historia de Mayta, Paraíso en la otra esquina (la genialidad de entrelazar a Flora Tristán y a Paul Gauguin); los ensayos lúcidos y precisos de La civilización del espectáculo y El llamado de la tribu y, sobre todo, los textos sobre literatura incluidos en La verdad de las mentiras, del que conservo esa consigna, casi con devoción, de que hacemos y leemos literatura porque solo podemos habitar una vida, y aquélla nos permite habitar existencias, andar en ellas, enredarse en vericuetos, crisis o abismos que a otros aquejan como si fueran propios: habitar la vida del otro, ser en otras vidas.

Faltará por mencionar alguno, pero no muchos más.

Frente al boom, y por esos años, me refugiaba en Julio Cortázar o en Carlos Fuentes, a quienes en cambio leía con voracidad y urgencia; tanto García Márquez como Vargas Llosa me parecieron, entonces y hoy, más propios de otra categoría de literatura, más política e histórica, menos empeñada en lo mágico fantástico y más cercana al retrato social y cultural de la región latinoamericana (las vetas abiertas por Juan Rulfo y Juan José Arreola –realidad y ficción– debatiéndose, debatiendo y dialogando).

Caudillos, generales, dictadores y revolucionarios son diseccionados, vueltos a la vida y detallados en sus miserias, sus absurdos, sus contradicciones; el destino de pueblos que se resignan a los caprichos de algún envalentonado, la tragedia de quienes se oponen, las fracturas de naciones que parecieran, en efecto, condenadas a esa fascinación mesiánica que hasta hoy no ha dejado de situar en sillas presidenciales a sujetos autoritarios, corruptos o francamente criminales.

Y pasó que en esa capacidad de retratar esas realidades, esa historia que linda en ocasiones en lo absurdo o lo inverosímil –y por ello se vuelve naturalmente literaria–, tanto García Márquez como Vargas Llosa cosecharon una posteridad galardonada y premiada, mientras Fuentes y Cortázar, como dicen, “envejecieron mal”.

        (Aunque cabe señalar que los últimos aspavientos del Nobel peruano, el “fundamentalismo democrático” (Juan Luis Cebrián dixit) del apoyo a Jair Bolsonaro en Brasil, o el rechazo abierto y acrítico al lenguaje incluyente, tampoco representan una senectud del todo lúcida ni loable. 

Se agradece, en ese sentido y no obstante, el gusto por incomodar, el mismo detrás de aquella “dictadura perfecta” señalada en el momento y lugar precisos). 

No tengo conciencia de la muerte del argentino, sí de la de los otros tres grandes representantes del boom: y en cada caso, el mismo sentimiento de vacío, de ausencia, de orfandad quizá un poco porque se asume, se ejerce y se intenta al menos honrar ese legado, hacerlo vivir de nuevo –devolverle la vida– al acercarse al librero, tomar alguno de los títulos, soplar sobre su filo para sacudir un poco del polvo acumulado y abrir una página al azar para leer una marca, una idea, una cita.

Luego, con el cuidado de cualquier ceremonia o ritual, devolverlo a su sitio y recordar que en esas páginas, entre esas vidas y esas letras, alguna vez se fue feliz. Porque también en esos espacios, en esos paisajes y con esos telones de fondo, se aprendió a habitar la literatura.