domingo, 10 de abril de 2011

"Aquí estamos raza: Caifanes a tus pies"

(Foto: Notimex)

Tendría 13 o 14 años cuando escuché por primera vez al grupo: canciones como "Viento", "La célula que explota", "Será por eso", "No dejes que" o " Los dioses ocultos" fueron el soundtrack de mi adolescencia, y la imagen de Saúl Hernández (en lo personal, junto a la de Jim Morrison) la preferida para el estampado de playeras, de esas largas que se acompañaban de una camisa de franela amarrada a la cintura y botas negras.

Comenzó un peregrinaje para seguir al grupo en algunas de sus presentaciones, desde el primer concierto Nuestro rock hasta los foros de cines abandonados o explanadas en la ciudad de México, una de ellas causal de que, tras un desmán masivo, se cancelaran por varios años los conciertos al aire libre en esta urbe.

Siempre me asombró el poder chamánico de Saúl, y por chamán me refiero a lo que veía el propio Morrison en esa figura: un agente de la catarsis colectiva que lleva a quienes se reúnen en torno a él a un estado semi extático, de trance, para sanar con ello los males que aquejan a la tribu. Escuchando y viendo al líder de la banda entendí que el poder de la música es enorme y que el suyo en particular genera una conexión especial que pocas veces he vuelto a sentir.

Durante la época en que me tocó escucharlos, Caifanes se convirtió en un símbolo, quizá el más alto de los exponentes del rock es español; ahí estaban también Café Tacuba, que a la postre se mantuvo en el tiempo; Maná, quizá la banda mexicana que más lejos ha llegado; o la Maldita Vecindad, que reunía en torno suyo a masas ansiosas de ska y slam. Pero ninguno contaba con esa intensidad propia de Saúl y su grupo que hacía vibrar a sus seguidores y lograba con sus canciones lo que me atrevo a llamar "himnos generacionales".

En 1994 Caifanes, con sólo tres de sus integrantes originales, sacó a la venta el que sería su último disco: "El nervio del volcán", en una época en que el Popocatépetl comenzó a exhalar fumarolas que al principio asustaron a muchos pero que poco a poco se han convertido en parte del paisaje del Valle del Anáhuac. Por última vez, el grupo (lo que quedaba de él) emprendía una gira que a la postre sería la última: dos años después desaparecerían tras un altercado entre sus miembros por motivos que iban del dinero a la salud, pasando por la autoría de las canciones, el protagonismo, las regalías y un largo etcétera que al final no importaba... Se iba Caifanes y con él los años de la adolescencia. Quedaba en su lugar Jaguares, el nuevo proyecto de Saúl en el que el aura de estrella de rock del músico se mantenía intacta a pesar de numerosas operaciones en la garganta o rehabilitaciones.

El poder de comunión entre Saúl y su público proseguía y llenaba escenarios con canciones nuevas de las que ya escuché pocas. Recuerdo bien una producción en vivo en la que el bajista Sabo Romo se sumó a la banda para interpretar algunas piezas viejas y otras nuevas, entre las que destacaba una, "Las ratas no tienen alas", con un solo de bajo acompañado por la batería de Alfonso André que denotaba la calidad y la experiencia en los escenarios de la dupla.

Hacia el final de la canción, la voz fuera de la letra original comienza lo que a mi parecer es una prueba de esa fuerza de Saúl ante la multitud; con la música de fondo, recita "Acuérdate del racismo". Calla y el público arroja una ovación. Continúa con un "Acuérdate de la discriminación". "Acuérdate del 68". "Acuérdate de los niños que se mueren de hambre y de frío"; la ovación aumenta, se distingue claramente en la grabación, y la música sigue para concluir "Acuérdate que tú, raza tienes alas, y eres libre". La explosión del público es inmensa y concluye el ritual chamánico, la labor de quien se levanta frente al grupo y conjuga energía para recibirla y hacerla proyectar.

Quedaban atrás los viejos casetes pirata conseguidos en el tianguis del Chopo. Se popularizaban los CD y la memoria buscaba sanar la ausencia de Caifanes en los escenarios con la exploración de cada material. Así me topé con "Piedra", "Vamos a hacer un silencio", La llorona" y un tema que hasta el día de hoy disfruto como pocos: "Amárrate a una escoba y vuela lejos".

Es verdad que uno encuentra, a la sombra del tiempo transcurrido, nuevo sentidos en aquellas canciones que escuchaba, nuevos significados, figuras que evocan el pasado pero también otras que develan sentidos no hallados entonces. El goce de la música se renueva de ese modo y al menos en lo personal pasa que encuentro motivos para retomar los discos y escucharlos de vez en cuando para no olvidar lo que fuimos, lo que somos ni lo que alguna vez soñamos ser.

Esta primavera de 2011, Caifanes se reunió con todos sus integrantes en el Festival Vive Latino. Ya no estuve ahí para dar fe pero la transmisión en vivo por internet me permitió cantar alguna canción, escuchar los solos de guitarra de Marcovich, los acoplamientos de Alfonso y Sabo, el sonido complementario de Diego Herrera en el teclado y reafirmar con una frase la magia escénica de Saúl. Al comenzar la segunda pieza, "Mátenme porque me muero", el vocalista menciona: "Aquí estamos raza. Caifanes a tus pies". Setenta mil voces se unieron entonces a la ovación y yo, con un hermano de aquella época, me estremecí como lo hice hace años, convencido de que la música, de que el rock está vivo y hace vibrar como nadie más me ha hecho vibrar.

(La sensación alcanzó para despertar en domingo, a las 4am, con el ansia de escribir estas líneas y comprobar que hay cosas adentro que se mueven y revolucionan, agitadas por una fuerza que las trasciende y que cada vez quiere callar menos y hablar más).

(Foto: Reforma)


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