Un abrazo, una despedida. El principio de toda correspondencia escrita es la distancia, a la que precede el último gesto de adiós: una mano que dice hasta luego, un brazo que se agita y unos ojos que llaman a volver. Dos cuerpos entrelazados pueden ser también ese gesto, y de este modo comienza el libro Se está haciendo cada vez más tarde, novela epistolar del autor italiano Antonio Tabucchi: a partir un abrazo que en la portada representa el preludio de algún viaje, partir hacia un recorrido de cartas sin destinatario, botellas lanzadas al mar con la esperanza de tener destino en una isla, en una mano, en unos ojos...
Una tras otra, cartas que son de nostalgia y ausencia, de esperanza por un regreso que a veces pareciera remitir a otro tiempo, a una distancia tan lejana que sólo en otros planos de vida podría acortarse y llegar a buen puerto. No obstante, el silencio, la insistencia de un remitente que no cesa su labor, que hace gala de recuentos de memorias antiguas, comunes a un alguien desconocido que cambia de traje en cada título y deja a su vez visos de ser la misma persona, el mismo destinatario que calla, que tal vez no lea, que lee y prefiere guardar silencio, que quizá en alguna parte resuelva una duda que el tiempo no pudo contestar.
Lugares comunes para exaltar, pasado con quien compartir y la palabra que lo nombra y lo hace real; un ayer guardado en alguna frese de Jacques Brel o de Nicola di Bari; recreaciones de algún pueblo sin mapa para ubicarlo, de las urbes y las plazas, de rincones que se hacen exclusivos, propios de cada quien; los grandes espacios de bosques y alguna cabaña perdida que aún se mantiene viva al contacto con la vista; orillas que son de mirar al horizonte entre el suspiro de quien se resigna y la certeza de quien evoca; vacíos y alturas: acantilados para pensar que el vuelo es posible y que sólo bastaría contemplar un sitio de ayer compartido para hacer presente a ese alguien ausente de nuevo; mitología que es metáfora y símil: hallar en Virgilio, en Homero o en Epicteto el reflejo propio, el espejo de fábulas que poco a poco se adaptan a todos los hombres, a todos los nombres.
Cada carta de Tabucchi anuncia un poco ese tiempo pasado, lo acerca en intentos por refrescar recuerdos que duermen y al parecer no logran despertar, lo nombra para hacerlo presente y quedar al final con el eco, única certeza de que hubo un paso, de que alguien volvió a llamar. La primera persona de cada texto en busca de una comunión con quien se extraña, con aquélla o aquél entrevistos en ocasiones, o vueltos imagen en seguida, a la primera línea que describe una forma de andar, de amar, un modo para cada hacer y todos esos vacíos que la ausencia refuerza, eleva por encima del presente para transportarnos al ayer, a un tiempo que amenaza el gris de la espera, la sequía de la añoranza, la luz que se vislumbra mientras quede algún después.
La ventaja de la primera persona epistolar (no ocurre lo mismo en la narrativa) es ésa: no da pie a esconder lo que se quiere decir, no hay enramado que disfrace lo que viene; cada sentir, cada pensar o cada desear se vislumbran claro, a la vuelta del párrafo que lanza un reproche, algo compartido o una recomendación; la voz del yo hacia el tú sin terceros es una comunicación directa, un cualquiera que se imagina leyendo, evocando lo evocado en líneas, un destinatario que puede incluso ser el lector mismo, porque la literatura se hace propia cuando responde nuestras preguntas, cuando ayuda a desenredar el hilo de cada cual, cuando es reflejo y espejo o cuando en un espacio en blanco de nombre cabe el propio y el de nuestros demás.
Se hace cada vez más tarde es el mensaje inicial. Se acorta el tiempo y nada en el buzón de vuelta, otra epístola y ninguna señal de respuesta; entonces las horas se viven en cuenta regresiva, como si aquella tardanza anunciada fuese un llamado, un grito al silencio de la noche que no responde sino anuncio de sueño y amanecer: una carta circular –como Borges imaginó todos los libros– que lleve a cualquier parte, incluida la nada o quien calla al otro lado, el silencio que es la muerte a los ojos del teatro heleno, la misiva que no llega y parecería entregada a la espera, a un lejano quizá.
El pasado alcanza, el presente habla y el futuro desea. El lenguaje arroja su mano hacia delante y hacia atrás, emplea la palabra para afianzar, para constatar la presencia del ser en aquellos actos que nos devuelven vivos, más plenos: mirar la tumba de Kazantzakis perdida en algún poblado olvidado y constatar aquel epitafio “No creo en nada. No espero nada. Soy libre”. Quizá Tabucchi no lo sea, quizá su esperanza sea la de una botella bogando entre olas hasta el puerto que la marea decida.
Se está haciendo cada vez más tarde no es una novela epistolar tradicional, es decir, no es un diálogo entre dos interlocutores que refieren su vida o su experiencia: es un monólogo, tal vez un llamado desesperado que el título confirma casi como una amenaza. El autor afirma haber escrito voces, voces de ausencia femenina, del vacío que no logra saciarse y la impresión de aquélla que está como mero recuerdo, mera memoria para evocar desde el silencio de la tinta y el papel. La carta abre los oídos, se hace voz a través de los ojos y canta presencia, la exige, la evoca, la encierra en un punto final, la despedida, que es de algún modo otra forma del principio.
Citas en francés, en alemán, en inglés o portugués, todo refiere una impotencia, un intento por reconstruir el presente dejando de lado el ayer, a sabiendas de lo imposible del esfuerzo, un lugar único e insustituible en busca de nuevos nombres y nuevos rostros... una constante que se repite y no llega sino a otro mensaje, otra confesión hacia ninguna parte.
Al final, una aparente voz de mujer responde al compendio entero, y concluye: Estoy aquí, la brisa acaricia mis cabellos y yo voy a tientas en la noche, porque he perdido mi hilo, ese que te di a ti. Cabe señalar que un capítulo extra, "Post-scriptum", señala las condiciones de las principales misivas, y añade que esa frase, esa carta que cierra la correspondencia es la única que Tabucchi tomó de su vida propia, la única que de verdad es la voz del autor, su deseo; es también la respuesta, solitaria "Carta al viento "que espera enramarse en la brisa y llegar al destinatario, al lector, o la mujer que se vislumbra, que se intuye detrás del epistolario, a la que se cuenta una vida para hacer más fácil su comprensión, entender lo que sucede a fuerza de explicarlo, de convencerse por sí mismo, de decirlo una y otra vez en ese truco que hace de la repetición una forma de aprendizaje.
No obstante, el capítulo titulado "¿Para qué sirve un arpa con una cuerda sola?" podría interpretarse como el puerto de llegada, la playa donde reposa alguna respuesta que bien sería un consuelo, la razón de tanto gritar a la nada en espera de al menos un eco de calma: Sin embargo, puede ocurrir que el sentido de la vida de alguien sea el, insensato, de buscar voces desaparecidas, y acaso un día creer encontrarlas, un día cuando ya no se lo esperaba, una noche en la que está cansado, y viejo, y toca bajo la luna, y recoge todas las voces que provienen de la arena... Y sólo por ella has vivido tu vida y te parece que eso confiere un sentido a la insensatez, ¿no crees?
La esperanza se renueva y es móvil para continuar. Ese aguardar un algo que a veces por esperar no llega, o lo hace en circunstancias tan imprevistas como cualquier mensaje que arriba a destiempo, que llega para acabar de poner todo en su sitio exacto, en el umbral del hogar. Cada carta es un poco eso: esperanza, deseo, siempre a futuro porque el presente es la palabra, la voz y los ojos que interactúan, que se dan cita bajo el signo de lo que podría ser; el ayer es el mármol de la estatua y encima descansa la historia, el pasado que se cuenta, se narra, se emplea con alevosía para mover un sentir ajeno y hacer caer en la cuenta, dar a entender que el tiempo se acaba y tú todavía no estás, que esa tercera orilla aún no se navega ni se divisa, que hace falta otro viento –otro tiempo– para alcanzar el puerto que se añora, el que por ahora pertenece a la esperanza, al quizá, a la incertidumbre de bogar un poco en manos de las olas y la brisa, que son los hilos del azar.
(Publicado en La Revista Peninsular, en 2003)
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