En junio de 2013, la novela emblemática del escritor argentino
Julio Cortázar, Rayuela, cumplirá 50
años de haber sido publicada por vez primera, un homenaje literario de esos que
mueven a explorar viejas páginas de nueva cuenta para volverse a fascinar con
la historia de La Maga y Horacio Oliveira, en un París donde la pasión, la
música, las búsquedas accidentales y los hallazgos del azar entretejen una
pieza fundamental de la narrativa latinoamericana.
La relación que cada quien guarda con aquellos libros
que marcaron alguna etapa de la vida es como un lazo que puede ocultarse,
empolvarse, esconderse tras nuevos libros pero al que siempre se vuelve, tarde
o temprano, con la certeza de que esas páginas seguirán en el anaquel que las
resguarda y, con ellas, un pasado propio para evocar y disfrutar como se hace
con las fotos viejas, en las charlas con amigos de la juventud o con los
fragmentos del ayer que recuperan por un instante su vigencia y nos devuelven a
un tiempo propio, íntimo y digno de conservarse para el deleite propio.
El caso de Rayuela
fue, en lo personal, de esos hallazgos que abren una puerta para no cerrarla
nunca más. En el plano literario representó la posibilidad lograda de romper un
molde –en este caso, el del estilo, el del idioma– para crear uno propio y
capaz de transmitir aquello que sólo mediante la ruptura podía lograrse; en el
plano de la amistad, selló para siempre un vínculo con Mérida, Yucatán, y un
nombre, Addy Góngora, con quien disfruté la lectura y una amistad literaria y
personal que, como los ciclos, nace, crece, se desarrolla y se calla para,
meses o años después, volver a empezar.
Rayuela representó también esa introducción a la obra de un autor que supo
jugar con la realidad hasta hacerla maleable, no como muchos lo hicieron
durante el boom del realismo mágico,
es decir, en los entornos remotos de aldeas, selvas o poblados, sino más bien
en emplazamientos urbanos, en un restaurante donde un comensal vomita un
conejito, en un departamento donde un hombre muere intentando ponerse un
suéter, en una carta que intenta postergar el hecho consumado de la muerte de
un ser querido, en una autopista que se convierte en una sociedad para luego
deshacerse en cuanto el tráfico permite avanzar, en un sueño que pasa de
conducir una motocicleta a un ritual del sacrificio azteca, con la plasticidad
que sólo el mundo onírico permite… Y una vez ocurrido el hallazgo de esas
historias, había que seguir sobre la pista cortazariana.
Como nunca antes y como pocas veces después, rastreé
la obra de Cortázar en busca de nuevos títulos con una sed que sólo se tiene a
los veinte años. Sin contar aún con las ventajas de internet, caminé librerías
de viejo, mercados de libros, ferias y otros lugares del detective editorial
para hacerme, poco a poco, con una obra entonces difícil de hallar, reunida en
antologías los principales tomos pero dispersos y literalmente enterrados
muchos otros que, por su extrañeza o su falta de reimpresión, existían ocultos
en manos de unos cuantos vendedores que los ofrecían por precios que
desfalcaban el bolsillo de quien, ante el título tanto tiempo buscado, no podía
ocultar su gusto y admiración, lo cual repercutía de manera directa e inmediata
en el monto que el librero solicitaba.
Un lustro después de iniciada la búsqueda, el
resultado era positivo: una o dos primeras ediciones argentinas, varias
versiones de Rayuela (la más honrosa
editada por Casa de las Américas, de Cuba, prologada por Lezama Lima), algunos
ejemplares que jamás he vuelto a ver y que constituyen, en su conjunto, una
colección con lugar especial y exclusivo en la biblioteca. Poco a poco, no
obstante, Alfaguara reeditó muchos de aquellos volúmenes extraños, reduciendo
su valor en el mercado “informal” de los libros (cuya formalidad exige un
respeto de excepción y de aplauso) y facilitando el acceso a sus contenidos.
Con la tecnología que hoy día ofrecen plataformas como
Amazon, Barnes and Noble o la FNAC, mi sorpresa y mi frustración se mezclaron
de súbito el pasado diciembre, cuando buscando algunas canciones en iTunes me
topé con la sección “Libros”, donde bajo el título Biblioteca Julio Cortázar
aparecían, para descargarse a un precio módico y hasta risorio, aquellas joyas
que conservo y de las que me vanagloriaba como limitado y muy exclusivo
poseedor. Es decir, no sólo aparecían las que por su difusión y fama era obvio
hallar sino también los títulos que sólo el bibliógrafo y conocedor podían
enumerar.
A este hecho se sumó, por esos días de diciembre, la noticia
de que el semanario Newsweek dejaría
de aparecer, en su edición Global, en formato impreso, y se limitaría a generar
sus contenidos en versión electrónica, con lo que la modernidad le asestaba
otro golpe a quienes tendemos a acumular ejemplares impresos de todo aquello
que, al gusto muy personal del acumulador, cumpla con las condiciones
requeridas, siempre volátiles y cambiantes.
Es una realidad innegable cómo las herramientas
tecnológicas poco a poco demuestran su utilidad y su funcionalidad en temas
editoriales, e incluso llega a preocupar el momento en que la primera aparición
de un libro se festeje no por el libro como objeto sino por su versión
electrónica. Justo hace unos meses, Armando Reyes Vigueras, Director de la
revista Bien Común, escribía en esa
publicación acerca del modo en que la descarga de libros electrónicos en el
portal de la Fundación Rafael Preciado Hernández ha superado la venta de
ejemplares impresos, y si bien este dato es digno de celebrarse, genera entre
quienes hemos hecho del libro-objeto una forma de vida ese sentimiento de cómo
el mundo cambia con una prisa que, al parecer, tarde o temprano alcanzará al
papel para, si no reemplazarlo, sí poco a poco desplazarlo y relegarlo al sitio
de lo artesanal.
Falta sin duda mucho para eso. Mientras tanto, siempre
quedará espacio para un libro más.