La modernidad, distinguida por la industrialización de los
procesos de producción, hizo que la literatura alcanzara una difusión que,
aunada a la mayor alfabetización, llevó a que tanto el público como los autores
se multiplicaran y, por ende, llegaran incluso a masificarse a través de los
distintos medios que aquélla utilizó para expandirse: desde los periódicos, a
través de la novela por entregas, hasta los tirajes que aprovecharon el
potencial de imprentas, rotativas y todo un sistema que dio origen a la llamada
“industria del libro”.
Así, una
práctica que durante siglos fue considerada como elitista, reservada sólo para
algunos iniciados, debió entonces adaptarse para ser más accesible a través de
nuevos argumentos, de historias que retrataban la cotidianidad, la vida de las
ciudades, ya no los grandes salones donde se discutían temas filosóficos y sí,
por el contrario, las andanzas de la calle, de lo que podríamos llamar gente
común. De este cambio dan fe autores como Honoré de Balzac, Gustave Flaubert,
Fiodor Dostoievski y, en el extremo más
radical, Charles Baudelaire.
Esa
tendencia que arrancó y proliferó entre el siglo XVIII y el XIX llevó a que en
el XX surgieran una enorme cantidad de obras que, sin participar propiamente de
lo que es llamado Literatura (en mayúscula, por ser una de las bellas artes),
le compitieran a ésta en cuanto a públicos, fama y popularidad, hasta el punto
de confundirse qué es y qué no es literatura. Es decir, una obra como, digamos,
El código Da Vinci, de Dan Brown, o
como Cincuenta sombras de Grey, de
E.L. James, ¿caben en la definición de una bella arte?, o, por el contrario,
¿forman parte de un género distinto, literario, sí, pero con características
diferentes?
Es
importante, por principio, señalar pues esas diferencias entre uno y otro
géneros, porque, en efecto, no son propiamente lo mismo. La razón: una novela
breve de Fuentes como Aura goza de
mayores atributos que, digamos, una de Paulo Coelho, por el simple echo del
planteamiento del problema literario, es decir, por la estructura narrativa que
el autor va tejiendo y por el modo en que los personajes aparecen en la
historia. La estructura lineal, descriptiva, que nos ilustra un paisaje que
podemos a su vez recrear con la imaginación, es sin duda inferior a aquella que
a través de pinceladas sutiles, de claves que es necesario descifrar, de
elementos dispersos que requieren un esfuerzo adicional del lector para unirse
y dar vida a la obra, van componiendo una narración que, al final, o en medio,
o incluso desde el principio, nos lleva a un conflicto que linda con lo
universal, esto es, que es común a todos los seres humanos, que en su planteamiento
y en su propia enunciación encierra, proyecta o devela un fragmento de la
existencia del ser.
Esa
característica es sin lugar a dudas la gran diferencia entre una y otra
narración. La convivencia de ambos estilos se ha desarrollado desde,
precisamente, el siglo XIX, y cabe incluir en el que llamaríamos “menor” a autores
tan geniales como Julio Verne o Emilio Salgari, de entonces, y de nuestro
tiempo, a otros como Arturo Pérez Reverte o a Ildefonso Falcones. Se insiste,
no son libros malos, su objetivo es otro que el de, por decirlo de algún modo,
provocar un choque existencial al lector, como podrían hacerlo un Albert Camus
o un Michel Houellebecq, esto es, sacudir una certeza, destruir un prejuicio,
sembrar una duda que asalta por la noche y lleva a poner en duda todo aquello
que se daba por sentado. Se insiste, no es una superior a la otra; cumplen
misiones distintas como lo hacen, por citar un ejemplo, el cine de Hollywood y
el apodado “cine de arte”: ambos son cine, pero en uno la historia transcurre
amena, sin otra intención que entretener o mostrar, y el otro exige un
participación mucho más activa que la de mero espectador.
Kafka decía,
palabras más, palabras menos, que la novela que él buscaba era aquella que
destruía como un mazo en el hielo las certezas de la vida, y eso es válido,
necesario para quien así lo considere, tan válido como no querer destruirse las
certezas de la vida y simplemente sumergirse en una historia que nos arranque
de la insoportable incomodidad de sólo tener una vida que vivir, para
mostrarnos otros mundos y otras vidas posibles, parafraseando a Vargas Llosa;
la diferencia entre ambos es importante pero, de todos modos, en un país como
México, donde en promedio se lee medio libro al año “per cápita”, tanto una
como otra son bienvenidas, necesarias, urgentes.
Siguiendo
con las citas truqueadas, y modificando una del fotógrafo Manuel Álvarez Bravo:
“no le de vueltas”, solamente lea.