El juego de palabras que bautiza a Los Living (Anagrama, 2012), de Martín
Caparrós, es también un reflejo claro del tono en que esta novela narra la
vida, desde antes de nacer, de un joven que, como coincidencia, llega al mundo
el día de la muerte de Juan Domingo Perón, en julio de 1974.
Sarcasmo, humor negro,
la tendencia a hacer de la propia existencia un retrato que, desde la
naturalidad de quien va tejiendo el relato, no pretende ni intenta generar
sensación alguna sino, por el contrario, matiza con lo que en ocasiones cae en
el tedio las andanzas particulares de Nito, huérfano desde pequeño, existencia
estrangulada por una madre que busca compañía frente al televisor, en medio de
un país que se convulsiona, se sacude y mira exaltado cómo sus gobernantes
saquean, maladministran y huyen, reflejo idóneo de la propia sociedad.
El juego narrativo que
utiliza Caparrós entremezcla el recorrido de una vida con la escena que será el
clímax de la novela: la planeación de un montaje artístico con el que un
creador desquiciado busca alcanzar fama, y que consiste en provocar que los
muertos dejen de ser escondidos en tumbas o cremados para convertirlos en
presencias constantes, embalsamados, protagonistas más allá de la vida entre
sus propias familias, instalados en la sala de cada hogar; es aquí donde sale a
relucir, precisamente el juego que nombra a la novela. Living, nombre común que en Argentina se usa para la estancia, y
vocablo inglés que significa algo así como vivientes.
Nito será el cauce para
develar el misterio que envuelve a un pueblo. La aparición durante varias
semanas de cadáveres elegantemente ataviados en plazas y sitios públicos pasa
de ser excepción a convertirse en cotilleo social. Las preguntas de quiénes
son, quién los puso ahí, cuál es la intención del autor de tan macabra idea se
formulan y no adquieren respuesta hasta que, en un evento al que son invitados
los miembros más ilustres de la vida pública, aparece el muchacho que es ya una
figura pública de la marginalidad.
Su fama se construye de una manera más aterradora aún. La influencia de un pastor de iglesia moderna lo lleva a convertirse en la figura más destacada de una comunidad de fieles, urdida y construida sobre el miedo a la muerte que fomentan Nito y su mentor. La estrategia consiste es enviar una misiva a la “víctima” describiendo el escenario de su agonía y su final, sembrar la duda existencial ante vidas acomodadas y complacientes, mover el suelo de quienes pareciera han decidido dormirse en la molicie de la rutina; meses después, el muchacho aparece ofreciendo la solución de la iglesia, el consuelo protector de encomendarse al Creador, la posibilidad no de revertir el destino sino, más bien, de congraciarse con lo divino para hacer del tránsito una experiencia para la que ya hay una preparación previa.
Como estrella de esa feligresía, Nito supera a su maestro y comienza a aparecer en televisión, a ser un rostro conocido y respetado, a gozar de las dádivas de su comunidad que le permiten llevar una vida que si bien debe ser discreta para guardar apariencias, está acompañada de un protagonismo que enciende las alertas de la Iglesia católica, preocupada por la pérdida de creyentes y el auge de la nueva fe. Tras un incidente trágico en el templo, Nito conoce a aquel artista que lo esconderá, lo aislará de la sociedad mientras realiza los preparativos para su vuelta, lo que a su vez será un troque de las concepciones y convencionalismos de la muerte y la vida, con esos cadáveres que comienzan a habitar los hogares a los que pertenecieron, que llevan a la quiebra a las empresas funerarias y que anuncian un tiempo nuevo para el hombre y su existencia.
La influencia de Cortázar es clara en Los Living, donde el absurdo se extiende hasta convertirse en cotidianidad, siempre anclado en la realidad pero dispuesto a extender sus límites hasta donde sólo llega la literatura. Hay también ecos de Rodrigo Fresán, de la música argentina de los años setenta y ochenta, y de esos laberintos que Borges exploró y habitó con maestría pero sin capacidad de regreso. Caparrós logra esa vuelta afortunada: el argumento fantástico se instala de manera natural, sin forzarse y como si cada detalle de la vida de sus personajes fuese un paso encaminado hacia el derrumbe de los esquemas preconcebidos, sin buscarlo ni desearlo aquéllos, pero siempre con ese aire de que el cambio, en cualquier momento, llegará.