Para Esperanza, a la espera de que pueda
disfrutar con salud plena estos recuerdos.
Sin papeles ni
contratos, sin títulos legales ni notarios de por medio, recibí como única
herencia material de mi padre su biblioteca: varios miles de tomos que en 1997
reunimos –por primera vez, contaba él con orgullo– bajo un mismo techo, en un
acervo que fue ampliando y cargando a lo largo de años, ciudades y países, y
cuya clasificación bajo las normas de la biblioteconomía quedó trunca tras su
muerte, en el año 2000.
Por ese tiempo, el acervo constaba de unos 5
mil ejemplares, que abarcaban todas las categorías: consulta, diccionarios,
enciclopedias, filosofía, religión, ciencias sociales, lenguas, ciencia,
tecnología, arte, literatura, guías de viajes, publicaciones periódicas,
informes, anuarios, almanaques, en los idiomas que dominaba –español, inglés,
francés e italiano–, en esa voracidad intelectual que distinguió durante su
vida a Carlos Castillo Peraza.
El origen de los libros era diverso, y partía de la biblioteca que
acompañó su infancia en la Mérida de los años cincuenta, perteneciente a Pedro
Montalvo –cariñosamente llamado “papá Pedro”–, hasta llegar a compras
realizadas por catálogo a editoriales extranjeras, representadas por un
visitante que cada mes llevaba a la oficina, ubicada frente a los Viveros de
Coyoacán –donde se instaló el despacho Humanismo, Desarrollo y Democracia, SC–,
en el tiempo en que internet aún no contaba con la confianza de hoy para hacer
encargos internacionales.
De entonces a la fecha, y siguiendo un poco ese ejemplo de trashumancia y
mudanzas, cargué con buena parte de esa biblioteca en cuatro cambios de casa. Pero
familiarizarse con los contenidos de un acervo de ese tamaño es una labor que
roza el hedonismo y la contemplación detenida, casi obsesiva, de lomos a los
que poco a poco la vista se acostumbra hasta construir una memoria que sin ser
precisa, sí es capaz de rastrear y encontrar hasta las exigencias más
complejas.
El ejercicio era cotidiano y consistía más o menos en una llamada diaria
(si Castillo Peraza se encontraba redactando algún ensayo o texto, podían ser
una decena en una hora), a la que seguía, religiosamente, la frase “Estoy
buscando un libro que…”, y a continuación podía venir o una descripción precisa
que detallaba título, autor, color del tomo y hasta forma de la tipografía de
lomo, o una tan vaga como un “no me acuerdo del nombre ni del autor, pero es de
pasta dura con letras azules”. Esta práctica detectivesca termina tarde o
temprano por generar un vínculo especial con los libros, y sin duda denotaba la
larga y entrañable relación que mi padre guardaba con los suyos.
La intención de este texto
es lejana a lo académico, a los análisis sesudos de la ciencia política y de la
filosofía, y mucho más cercana a rescatar una serie de vivencias que a raíz de
los libros tuve el gusto de compartir con Carlos Castillo Peraza. La idea de
hacerlo me la dio Juan Molinar en su oficina de la Fundación Rafael Preciado
Hernández. Las páginas que siguen son su consecuencia.
Instalar la biblioteca
Fue en 1997
cuando llegaron varias decenas de cajas a un estudio ubicado en la colonia del
Valle, adaptado para fungir como biblioteca central, y que se sumaba a otra secundaria,
ubicada en el despacho de Carlos Castillo Peraza, donde conservaba los libros
que utilizaba con mayor frecuencia. El olor era intenso y denotaba el tiempo
que los volúmenes llevaban encerrados. Comenzó así un proceso que tomó varias
semanas, con el primer y fundamental paso, que fue distribuir temáticamente el
acervo. Lo realizamos entre mi padre y yo, en tardes largas y noches gratas que
robaba a sus actividades profesionales para dar forma a un sueño acariciado por
décadas.
El sistema era sencillo pero tardado: él
separaba los libros por temas y yo los cargaba hacia el sitio elegido por común
acuerdo. No tardamos mucho en entender que la organización del trabajo tomaría
más tiempo del previsto, por lo que poco más adelante se sumaron a la labor de
clasificación, ya de manera precisa y científica, dos expertas en las artes de
bibliotecas, cuyos nombres se me pierden en los recuerdos. La experiencia, no
obstante, era la de constatar cómo un hombre se abre paso por entre los
resabios de su pasado para irlos expurgando, acercándolos y renovándolos como
sólo los objetos de la memoria son capaces de lograr.
Aparecían poco a poco obras de tiempos remotos.
La veintena de tomos de la Enciclopedia Yucatanense, por ejemplo, ante los que
Castillo Peraza sentenciaba orgulloso de su origen: “Yucatán fue el primero de
los estados, y es de los pocos, en contar con su propia enciclopedia”; también llegaban
libros antiquísimos que sufrían las inclemencias del tiempo y que quedaban
separados y destinados a una reparación dedicada y cuidadosa, manchados por la
humedad que ondula las páginas y las ensucia con una marca negrusca que poco a
poco se extiende hasta devorar los contenidos. “Hay que ponerlos al sol”,
dictaba con un gesto de molestia y decepción, como quien da el diagnóstico de
un familiar enfermo que hay que someter a tratamiento médico.
La sorpresa mía fue mayor la
ocasión en que las cajas de cartón arrojaron varios cientos de libros
relacionados con Marx y sus acólitos tanto teóricos como propagandísticos:
Engels, Lenin, Trotsky, Mao, una enciclopedia de siete u ocho tomos con la
historia del socialismo, Gramsci, Castro, Marcuse, Galeano, y una lista que de
primera impresión me pareció fuera de lugar. La pregunta era obligada: “¿Por
qué tantos libros de marxismo si tú siempre has sido de otras ideas? Su
respuesta, contundente: “porque la diferencia entre ellos y nosotros fue que
para ellos, nosotros no valíamos la pena de ser leídos; en cambio, nosotros los
estudiamos a ellos, y por eso les ganamos”. La lección era cara y reflejaba en
buena medida el pluralismo, la apertura, la sed intelectual, la voluntad de
comprender para luego poder ser un detractor consciente de lo que se dice porque
antes ya entendió a qué se enfrenta, todas estas características que se
reflejan en los diversos textos que Castillo Peraza entregó a la prensa durante
su vida.
Con los días pasados en ese ordenamiento me fui envolviendo de las
distintas etapas de estudio de mi padre, que conformaban un mapa de
exquisiteces académicas y que parecía no hallar límites geográficos. Aprendí
que las bibliotecas son asimismo cartografías de la humanidad que rompen
cualquier división política o ideológica, y que su conformación es también la
biografía del hombre que las construye y, al mismo tiempo, un microcosmos de la
historia de la humanidad. Así, los griegos de sus primeros años en la Facultad
de Filosofía de la UNAM se volcaban como una presencia abrumadora: ediciones bilingües
impresas por la llamada “máxima casa de estudios”, antologías discretas que
miraba con la expresión de quien entiende que el saber no se conforma con
extractos sino al contrario, con el estudio profundo de obras completas. La Introducción a la historia de la filosofía,
de Ramón Xirau, fue tal vez el libro que más veces se repetía, en cada una de
sus ediciones (por entonces iban más de veinte), así como el Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel
Zaid.
Otra joya que le iluminó el rostro y los recuerdos es en ese proceso de
acomodo fueron los Clásicos de JUS: Homero, Virgilio, Horacio, Luciano de
Samosata, de la época dorada de esa editorial. Asimismo, reliquias del panismo
clásico como el Humanismo Político de
González Luna, que abrió voraz en la primera página para leer en voz alta la
dedicatoria que escribiera Manuel González Hinojosa; los primeros tomos de la
revista Palabra ilustrados por
Gonzalo Tassier; los folletos modestos pero de gran valía que se editaban para
promover los discursos y las conferencias de Efraín González Morfín, el primer
borrador empastado de Manuel Gómez Morin.
Constructor de instituciones, que editó el Fondo de Cultura Económica en
los ochenta y que representó para mi padre la primera ocasión en que un panista
era publicado por una editorial de Estado. Lo mismo ocurrió con la colección de
The Great Ideas de Británica, su
Enciclopedia y sus compilaciones de clásicos: un monumental esfuerzo que
contiene prácticamente todo el saber de la humanidad en un sistema de
clasificación amable, práctico y que requeriría una vida abarcar.
Caso contrario al gusto que generaban estos hallazgos fue el de las cajas
que contenían informes presidenciales que los gobernantes en turno distribuían
entre todo aquel que, interesado o no, consideraran digno de “engalanar” con
sendas ediciones que afeaban cualquier biblioteca: “Ponlos en los estantes más
bajos”, fue la indicación, seguida de un: “esas son mentiras que no interesan
a nadie”. No obstante, nada se desechaba. Cada libro era un fragmento inevitable
de un orden superior, donde, por el contrario, los autores franceses tenían un
lugar predilecto: primeras ediciones de El
hombre rebelde, El mito de Sísifo
y La caída, de Camus, publicados por
la argentina Losada en los años sesenta y fechados por los ex libris a principios de los setenta; viejas ediciones de
Maritain empastadas para evitar el deterioro; bellos tomos, también entre los
predilectos, de los místicos españoles Juan de la Cruz y Teresa de Ávila; los Comentarios al Apocalipsis del Beato de
Liébana bellamente ilustrado y una soberbia colección de autores y estudiosos
de la filosofía de la Edad Media: desde la edición BAC de la Summa contra los gentiles de Santo Tomás
hasta la inmensa Historia de la filosofía
medieval de Gilson, predilectos entre aquellos miles de libros que con los
días iban tomando la forma de biblioteca.
Varios meses después el trabajo nuestro estuvo terminado (no el de las
biblioteconomistas, que apenas comenzó). Instaló en el mismo estudio una
pequeña oficina en la que yo pasaba las mañanas dedicado a satisfacer sus
peticiones, a realizar las búsquedas y a leer bajo un específico programa con
el que mi padre sustituyó, por acuerdo común, mi enseñanza universitaria. “Ser
autodidacta no lleva títulos, pero te da cosas que no hallarás en ninguna
universidad”, me dijo con el guiño cómplice de quien se asume maestro y guía
por esos laberintos de los libros y el conocimiento que tanto apasionaron a
Borges y donde el argentino, ciego pero con los ojos puesto en el absoluto, halló
el infinito y la eternidad. Añadió: “todo lo que yo he hecho en la vida lo
aprendí en la primaria: leer y escribir”.
Las ciudades, el cargamento libresco
Las bibliotecas
son entes móviles y vivos que terminan por devorar a su dueño. Hay un cuento de
Julio Cortázar llamado “Casa tomada”, en el que el autor reseña cómo una pareja
va cerrando tras de sí cuartos de una mansión que, tras escuchar voces y
movimientos, considera ocupados por personajes que jamás aparecen pero que van
llevando a sus habitantes hacia fuera, hasta tener que abandonar el hogar. Del
mismo modo, las bibliotecas terminan por expulsar a sus propietarios si éstos
no aprenden a mantenerlas en un lugar preciso y asignado, y esa labor es
teóricamente infinita.
Los libros de Carlos Castillo Peraza aumentaban
exponencialmente tras cada viaje al extranjero, en particular, aquellos que
realizaba a Europa. Y el arte de viajar de mi padre era extenuante y complejo,
muy distante al descanso y el esparcimiento y más bien cercano al estudio, al agotamiento
físico y mental y a la reflexión. En suma, un placer que también compartimos en
varias ocasiones que recorrimos Italia, Alemania, España y Francia, a razón de
un mes por país, entre 1997 y el año 2000. Su conocimiento del Viejo continente
venía de los años que pasó allá, uno en Italia, cuatro en Suiza, estudiando
Filosofía. De allí venía una parte importante de la biblioteca, que transportó
de regreso a México a su vuelta, en 1976. En la última página de varios libros,
y sumando así ciudades, pueden leerse las direcciones anotadas en la esquina
superior derecha, domicilios siempre cambiantes donde calle se escribe via o strasse, dependiendo de si el volumen fue leído en Roma o en
Friburgo; de este modo, al Río Lerma o Río Nazas de la ciudad de México, y aun
antes, a las denominaciones numéricas de la Colonia García Ginerés, en Mérida,
se añadían nuevas vistas, nuevas letras, lenguas nuevas y un saber que se
construyó siempre con los libros a cuestas.
Cuando hubo ocasión de volver a Europa, los recorridos
a lado de Carlos Castillo Peraza fueron siempre un auténtico sumergirse en cada
cultura que escudriñaba con un saber acumulado y siempre dispuesto a compartir.
El primero de esos viajes fue a Alemania, durante un mes, en 1996; el disfraz
de la intención: aprender alemán; la realidad: recorrer el suelo germano y
realizar una escapada fugaz a París. Para lo primero nos armamos con manuales
del idioma, con guías Michellin y con algunos libros en castellano para pasar
las largas horas del verano en esas latitudes. Para lo segundo, decidimos
robarnos un fin de semana de curso y visitar aquella ciudad, donde además de
los atractivos de rigor, contar con su compañía era el goce de recibir un curso
entero de arte, de historia, de literatura y filosofía, no de esos que imparte
un guía turístico sino de quien es capaz de hilar una suma de saberes en un
discurso universal. “El conocimiento”, me dijo al concluir ese viaje, “no es
tener mucha información sino saberla incorporar, integrar y entender como parte
de una cultura”.
La intención de aprender alemán fracasó, pero
era impresionante verlo en la clase asociar las construcciones gramaticales del
idioma con las del latín y destacar la similitud de la pronunciación con el
maya, que si bien no conocía a profundidad, sí era capaz de entender con cierta
facilidad. El bagaje libresco del viaje contó, además de los textos de
aprendizaje de alemán, con los tomos adquiridos en Francia, en una librería del
Barrio Latino donde nos hicimos con las últimas novedades de Gallimard y dos
volúmenes de La Plèiade: las obras
completas de Marguerite Yourcenar y la edición de los ensayos de Camus, que se
sumaban a esa selecta colección de clásicos que sólo un país con la tradición
literaria de Francia edita a precios estratosféricos.
Al año siguiente, Italia fue el destino elegido
para pasar un mes, bajo un calor insoportable y con el gozo de los largos
recorridos en tren que nos llevaron del centro al sur de la península, a través
de la Roma imperial y de las grandes urbes del Renacimiento, mochila al hombro,
sin bibliografía física pero con el acervo intelectual de Castillo Peraza
fresco en la memoria y presto para compartir. Para mí, todo nuevo; para él, un
regreso sobre pasos de una juventud que exploró y se dejó cautivar por Leonardo,
su pintura y sus artefactos, por la magnificencia del arte de Giotto y de
Cimabue, por la mística franciscana y su regreso a la naturaleza, por la
escolástica y su capacidad de abarcarlo todo en una catedral o en un texto;
pero también por la capacidad de utilizar todo ese saber para analizar de
manera meticulosa el presente.
Así, caminando por alguna ciudad de la Toscana,
de pronto nos deteníamos en una plaza donde una placa, en la pared, recordaba
al regimiento que de ahí había partido durante la segunda guerra para dedicarse
a desactivar minas personales, y cuyos esfuerzos permitieron “a los campos
florecer otra vez”. La lección de mi padre era “Europa gusta de evocar estas
cosas porque es un continente con memoria”; o tras subir una asfaltada colina
de las que rodean Roma, nos deteníamos frente a un pórtico e invitaba a asomarse
por el ojal de la cerradura, marco perfecto que encerraba el horizonte de la
cúpula de San Pedro en una imagen que sólo era posible a esa altura y a esa
distancia; o me dejaba extasiar frente al Moisés de Miguel Ángel para, una vez
decididos a dar la vuelta y continuar el recorrido, referir que cuando el
escultor terminó la obra le dio un último golpe de cincel en la nariz y espetó
aquel “¡Habla!” donde en una palabra queda resumida la perfección sobre el
mármol blanco.
Las anécdotas superan cualquier texto y sólo
intentan ilustrar que, más allá de los libros, mi padre entendió siempre el
conocimiento adquirido de los libros como un medio para entender mejor la
realidad, para disfrutarla y enriquecerla, para dejarse embeber por el fruto de
los sentidos pero, en la más firme tradición aristotélica, aumentar ese placer
por el uso de la razón: no la preeminencia de los unos sobre la otra sino un
justo medio donde se pudiera estremecer el alma pero también enriquecer el
intelecto. No fueron muchos los libros adquiridos durante ese viaje: la
trashumancia entre ciudades, los trenes y el modo elegido para transportarnos
lo hacían imposible. Pero sí eran cientos los que provenían de otros tiempos
transcurridos en esas latitudes, de antaño y hogaño: de Campanella a Tabuchi;
de Dante y la lectura de su obra a la luz de Etiénne Gilson hasta Aldo Moro; de
Pico della Mirandola a Primo Levi y su capacidad de devolverle a la humanidad
una voz ahogada entre el exterminio de los campos de concentración, todos a
resguardo en una biblioteca que trascendía los volúmenes para conformar una
experiencia humana integral.
Caso contrario en lo que respecta al aumento
del acervo bibliográfico ocurrió un años después, en España, en un recorrido
también de un mes, pero en esa ocasión realizado en automóvil, por las
principales ciudades de la Península Ibérica. En Salamanca, textos de Vitoria y
Suárez que ayudaron a construir aquella teoría de “mundialización” versus
“globalización”; en Madrid, las grandes librerías de cinco pisos donde se
adquirían las novedades reseñadas en el suplemento cultural Babelia y que entonces tardaban varios
meses en aparecer en México; en Barcelona, una memorial tienda de plumas y
papel donde podían adquirirse hojas de color hueso, elegantes, para las cartas
que gustaba de mandar a amigos cercanos; en Santiago de Compostela, guías y
estudios acerca del Camino del apóstol, ruta que contribuyó, como lo hicieron
las grandes peregrinaciones medievales, a enriquecer la cultura europea y a
llenarla de ideas, olores y colores provenientes del Oriente; en Toledo,
biografías de la escuela de traducción, entre citas de Amin Maalouf, Avicena,
Averroes, y el gran papel de los monjes copistas que salvaron del olvido a
Aristóteles; en el Mediterráneo, bajo un sol que quemaba y una sombra que
helaba, pasajes y citas de León Felipe, de Miguel Hernández y sus Nanas de la cebolla, de García Lorca,
Quevedo y Lope, caminando por un malecón, fumando interminables cigarrillos que
lograban encenderse con un fuego que la ventisca exigía proteger y resguardar
de la extinción.
Todo era ocasión de celebrarse, de leerse, de citarse, a veces de llorarse
pero siempre de vivirse a plenitud. No el saber de los doctos e insensibles
sino, por el contrario, el de quien entra al mundo, como los marinos que
recorrieron mares siglos atrás, con la pasión de encontrar nuevas tierras, de
explorar otros aires, de saciarse con el conocimiento de los que saben otras
cosas y ofrecen nuevas vistas: generosidad en la enseñanza, apertura en el
estudio, devoción y fe en el hombre, esperanza depositada en un cielo que ora
gris tormenta, ora azul de claridad de mediodía, guarda siempre detrás una
fuerza superior capaz de armonizarlo todo y hacerlo funcionar.
Suma de ayer y
hoy: fuerza para proyectar lecturas del mañana, distancia de la política y su
cotidianidad ruin e ingrata, cercanía con una existencia que iba tomando una
forma de nuevas épocas. A partir de ese paso de año, del 98 al 99, mi padre dio
un giro a su vida con el que retomó lo que después de estudiar sus textos de
juventud, parecía una carrera entregada a la reflexión y a la escritura, con
una interrupción de 30 años que dedicó a servir a su país. Quien quiera constatar
ese inicio, ese tránsito, esa interrupción y ese regreso puede hacerlo a través
de dos obras clave editadas por la Fundación Rafael Preciado Hernández: Más allá de la política, (2010) y la
novela inconclusa Volverás, (2004),
que retratan con sus propias palabras un camino lejano al reflector de la plaza
pública y al oropel del poder, y muy próximo a una vocación que quedó trunca
con su muerte, en el año 2000.
La escritura, sí, pero primero la lectura
“La mejor forma
de aprender a escribir es leyendo”, me dijo una vez Carlos Castillo Peraza,
entre las paredes tapiadas de libros de su oficina, en Coyoacán, mientras
revisábamos un texto que mandaría a la prensa. Ese proceso de edición fue otra
de las grandes enseñanzas que recibí de mi padre, así como una pasión desmedida
por los diccionarios, por el uso correcto del idioma y por el cariño hacia el
lenguaje y la correcta expresión: “Quien escribe bien es porque piensa bien, y
el bien pensar sólo lo dan los buenos libros”.
Sentado en su escritorio, con una computadora
algo rudimentaria, escribía a dos índices páginas y páginas que luego imprimía
y nos entregaba a Bernardo Graue y a mi para revisar. Uno leía en voz alta y
todos corregíamos con tinta de color las posibles erratas que encontráramos,
para una vez concluida la lectura, hacer los cambios necesarios. Los errores
llamados “de dedo” no se consideran fallas sino más bien el fruto de una prisa
en la que las ideas superan la rapidez para expresarlas; las posibles faltas
semánticas o sintácticas que creíamos encontrar eran fácilmente refutadas con
teorías sobre lingüística que podían encontrarse en cualquier manual o con el
simple hecho de decir: “vuelve a leer, siente la música del idioma…” Y es que
la lectura dota al escritor de ese ritmo, de esos sonidos, de esa armonía que
el músico percibe en cuanto una nota desafina y que el pintor condena cuando un
color o un trazo rompen un orden que no se aprende con el estudio.
No obstante, a su espalda, los estantes del
librero albergaban centenares de diccionarios que consultaba a veces por
distracción, otras por necesidad y en ocasiones para descubrir que un vocablo
contaba con una acepción que lo llevaba a otro diccionario, este de
etimologías, donde descubría el origen milenario de la voz buscada, lo que a su
vez conducía a otra consulta que ya poco tenía de la búsqueda original y más
bien se acercaba a palabras donde el conocimiento precario del griego y el un
poco más profundo del latín eran herramientas indispensables.
Esa herencia de
búsqueda casi obsesiva de la palabra exacta es otra herencia en la que a veces
me sorprendo, vagando del María Moliner a la Enciclopedia del idioma de Manuel Seco, pasando por alguno de los
siete tomos del Corominas y regresando al Diccionario de la Real Academia, con
los hallazgos maravillosos que esas pesquisas arrojan: papelitos que separan
una página donde una nota arroja un enigma que ya nadie podrá traducir,
anotaciones al margen donde una consulta sirvió para entender algunos de los
tropos de la poesía, referencias de palabras que hizo falta buscar pero que ahí
permanecen, a la espera que el azar de un vocablo lleve a un nuevo hallazgo. Un
puente entre tiempos y vidas que tiende esa centena de diccionarios, donde se
guarda una de las herencias más valiosas de la cultura: el habla.
Con la misma pasión, hallar un diccionario
determinado podía convertirse en una odisea de proporciones patológicas. Alguna
vez, la curiosidad de Castillo Peraza llegó al punto de obsesionarse con
encontrar un listado que incluyera todos los sonidos que emiten los animales,
por lo que a un ritual que compartíamos, y que bautizamos como “ir de libros”
–y que consistía en ir generando listas de títulos por comprar para, una vez al
mes, ir a su encuentro en las librerías de Coyoacán–, añadimos ese pendiente.
Los encargados de asistir a quienes no saben dónde buscar lo que quieren en las
librerías observaban a mi padre que, tras formular su petición, notaba con
molestia, antes de que el dependiente respondiera su negativa, cómo la ayuda
sería inútil y más bien terminaría en esa estrategia de despistar con
información que no ofrece soluciones y sí nuevos problemas (para los cuales sí
habrá un producto que ofrecer). Pasaron varios meses antes de que, en su
desesperación, decidiera consultar a quien consideró el único que podía
ayudarle: Gabriel Zaid. Fiel a su tendencia de no contestar el teléfono, lo que
el escritor regiomontano le contestó vía fax fueron los datos del Diccionario de verbos de Basulto, que
hoy conservo con esa última sección marcada y donde aparecen, en efecto, las
voces de los animales.
Eran, pues, los últimos tiempos gratos de la
librería El Parnaso, antes de que se convirtiera en un almacén de saldos de
poca calidad editorial; también los del Gandhi y el Fondo de Cultura Económica
de Miguel Ángel de Quevedo, antes de que el primero fuera remodelado y cediera
un edificio completo a textos que parecen ser parte de una bodega en desuso.
Ahí acudíamos con la máxima –aprendida tras la experiencia del diccionario
referido– de que libro que tú no encuentras es porque no lo mereces, en busca
de palomear nuestras listas respectivas. Pero el resultado era siempre mayor a
lo esperado. Yo, con mis notas en tarjetas blancas. Él, con las suyas en
tarjetas cuadriculadas, de una medida que jamás he vuelto a encontrar, que
conseguía en una papelería suiza y que eran enviadas de ese país por Jaime
Ortega, a razón de varias decenas de paquetes por entrega.
Una vez que terminaba con su lista, se acercaba a mi y ante el hallazgo
de algunas obras completas, decía “¿Ya leíste a Lucas Alamán?” Y agregaba,
antes de que llegara cualquier respuesta: “no puede entenderse la historia de
México sin leer a Lucas Alamán?” Así, mi acervo personal, y que de igual forma
se incorporaba a la biblioteca mayor, se enriqueció con las obras completas de
Borges, de Paz, de Pessoa, de Pavese, de Pellicer, entre otros tantos. Él
adquiría las suyas de igual modo, pues había que aprovechar que algún
centenario era ocasión de la reedición de una colección nueva –el del natalicio
de Borges fue en 1999–, por lo que a la postre quedaron dos ediciones iguales
de un mismo título. No importaba. Una se quedaba en la oficina y otra en la
biblioteca, con la moraleja de que un libro nunca sobra y que es preferible
tener la consulta a la mano para cuando falle la memoria.
Por supuesto, esto no fue siempre así. Carlos
Castillo Peraza pudo darse esos lujos ya casi al final de su vida, y nunca de
la manera como él hubiera querido. De este modo, la casa-estudio que albergaba
la biblioteca jamás fue propia. Las lujosas ediciones sólo fueron posibles a
partir de cierta época, como pasó con la trilingüe español-griego-latín de la Metafísica de Aristóteles, de la que
alguna vez me contó: “cuando fui estudiante en Suiza la veía en los aparadores,
y jamás la pude comprar. Ahora ya no me sirve, pero la tengo para conciliarme
conmigo… y con Aristóteles”.
Esa
casa volvió a su dueño original tras el año 2000, y la biblioteca quedó, un
poco menos vistosa, un poco más apretada, en un departamento cercano, del que
luego me fui, llevándome conmigo esa herencia de libros sin techo, de sabiduría
sin títulos académicos, de recuerdos que aguardan para sorprender entre las
páginas. Y parte de esa biblioteca es la que mi familia y yo decidimos, hace
unos meses, dar en comodato a la Fundación Rafael Preciado Hernández, para que
quien así lo desee, pueda abrevar en ella, pueda deleitarse con sus tesoros y
recorrer los gustos, las manías, las obsesiones y las pasiones de Carlos
Castillo Peraza. Ojalá que sea de provecho. Ojalá que panistas y no panistas se
acerquen a ella para disfrutar sus contenidos de la misma forma en que mi padre
y yo disfrutamos acomodándola, observándola, contemplándola, recorriendo sus
lomos y sus tomos, ahondando en cada libro que es en resumidas cuentas un
fragmento de una vida. En este caso, la vida de mi padre, que desde alguna
parte ha de observar contento cómo el fruto de su vida y de su esfuerzo queda a
disposición de quien guste consultarlo.
El legado es inmenso, no se cuantifica en dinero y va más allá de lo que
puede comprarse y venderse: es una forma de autobiografía de mil vidas que
convergen en un solo nombre y se reúnen en torno de una memoria. La de los
libros. La de todos los hombres.