(Foto:searchroulet.com)
Un cielo, varias culturas
La primera visita se dio en mi imaginación. Llegó al mismo tiempo que Borges, cuando descubrí su incomparable genialidad en un par de poemas heredados de mi padre: “La Fama” y “The Cloisters”. Empecé entonces a elaborar en mi mente las formas, la arquitectura y el silencio de una abadía que poco a poco se construía en mi mente.
Jamás se me ocurrió buscar en algún libro la forma exacta de aquel lugar. Tal vez, en el fondo, quería dejar que mis ideas la levantasen sobre los cimientos de las experiencias vividas en otros países. Mezclé lo visto en España, París, Suiza y México, así como las imágenes de la película El nombre de la Rosa, inspirada en la novela de Umberto Eco. Con esa composición de culturas y recuerdos, comenzó a convertirse aquella imagen en un paraíso. Ese edén que produce frases como la última del verso del escritor argentino:
“Siento un poco de vértigo.
No estoy acostumbrado a la eternidad”
Y, ¿cómo sería la eternidad borgiana? ¿Coincidiría con la mía o solamente sería una idea falsa que, al enfrentarse con la realidad, se desmoronaría? Lo ignoraba. Nueva York no me parecía el lugar adecuado para levantar un edificio propio del Viejo Continente. Una ciudad donde los rascacielos imperan y dominan el paisaje, donde las personas caminan indiferentes ante un ciego que intenta atravesar la calle, donde el dinero, el lujo y la plusvalía se convierten en la ley más poderosa, no podía ser la de ese vértigo.
Con esa idea llegué a The Big Apple, indiferente y a disgusto con las manías norteamericanas (hoy adoptadas por los nacionales) que me impedían fumar en cualquier lugar que no fuese la calle. Lo que se encontraba ante mis ojos reforzaba mi teoría: un sitio como el que en mi mente había creado era imposible en esa metrópoli donde lo más parecido a la Edad Media es el gris de los edificios y los vidrios que, en inútil intento de semejar a los vitrales, reflejan la luz y el calor del sol para hacer menos fríos los días de mayo, todavía envueltos en el gélido aire proveniente del Atlántico.
No cabe duda que en una ciudad donde se ha dado una mezcla tan impresionante de razas y culturas, es de esperarse cualquier cosa: desde los grandes almacenes, las costosas tiendas, las calles con vista al Central Park, los hoteles –donde los sueños no alcanzan para hospedarse–, hasta las personas de color que estafan en las calles a los turistas europeos con relojes falsos y (además) robados, los barrios donde la miseria se esconde tras la alegría de un juego de basket ball o el vendedor de hot dogs condenado por un policía de origen irlandés a pagar trescientos dólares por el terrible crimen de ubicar su carro de alimentos y bebidas dos pies más allá de donde debía.
Ese es el Nueva York que me encontré, el que recordaba y el que tal vez sea siempre el mismo… la ciudad por la que fluye el dinero de todo el mundo. Definitivamente, creía yo, Borges debió cometer un error al escribir un poema tan extraordinario inspirado en algo que no parecía encontrarse donde yo estaba. Por fortuna, la creencia en pocas horas se desvaneció ante el coloso de piedra que, traído de Europa (Francia para ser más exactos), fue erigido por órdenes del magnate John D. Rockefeller en 1938.
Tras abordar el metro, bajar en la estación de la calle 190 y recorrer los jardines del Fort Tyron Park llegué a The Cloisters, museo que forma parte del Metropolitan Museum of Art dedicado a la Europa medieval. Ahí se expone una colección permanente de fragmentos arquitectónicos incorporados a la estructura del edificio, así como obras de arte instaladas, quizá, del modo en que estuvieron en alguna época del medievo.
Las obras de arte fueron compradas
por el millonario Rockefeller al coleccionista George Grey Barnard,
escultor
norteamericano que adquirió las piezas escultóricas y arquitectónicas
realizadas por artesanos franceses; Barnard, por su parte, compró tales piezas
a algunos individuos que habían incorporado en sus propiedades obras de arte
abandonadas al socaire de las secuelas de la Revolución Francesa; así logró
agregar a su colección objetos de cerámica, orfebrería, metalurgia, vitrales,
tapices y otros.
Exacto, el poema de Borges comienza:
“De un lugar del reino de Francia
trajeron los cristales y la piedra
para construir en la isla de Manhattan
estos cóncavos claustros.
No son apócrifos.
Son fieles monumentos de una nostalgia”
(Foto: nytix.com)
The Cloisters (Los Claustros) se encuentra al norte de la isla de Manhattan, a orillas del río Hudson, en un sitio llamado Fort Tyron Park. Vale la pena mencionar que en primavera y verano los jardines del parque se visten de colores gracias a la inmensa cantidad de flores que sobre sus prados brotan. Aun en verano (que es la temporada alta de turismo), el lugar cuenta con escasos visitantes entre los cuales se pueden observar ancianos jubilados, padres que llevan a sus niños a divertirse un rato. Arriban también algunos autobuses escolares repletos de adolescentes que, lejos de mostrar interés alguno en la esplendidez del museo, se dedican a romper la paz y el silencio que ahí reinan la mayor parte del tiempo.
En el interior, el primer impacto lo produce una escalera ascendente que conduce al “Salón de recepción” donde, en palabras de Borges:
“Una voz americana
nos dice que paguemos lo que queramos,
porque toda esta fábrica es ilusoria
y el dinero que deja nuestra mano
se convertirá en zequíes o en humo”
Ahí comienza el recorrido por este magnífico museo. La “Sala Románica” es la segunda escala. La enmarcan cuatro pórticos de iglesias francesas del siglo XII, frescos ibéricos del siglo XIII tallados en madera y provenientes de Francia que datan de los siglos XII y XIII. De aquí se pasa a la “Capilla Fuentidueña”, proveniente de Segovia (España), particularmente de la Iglesia de San Martín de Fuentidueña. Se muestra allí una cantidad considerable de esculturas italianas, austríacas y españolas, entre otros elementos.
De esta capilla, el visitante se traslada al “Claustro de Saint-Guilhem”, formado por piezas arquitectónicas provenientes, la mayoría, del monasterio francés Saint Guilhem-le-Désert. Enseguida, “La Capilla de Langón” y la “Sala Capitular de Notre Dame de Pontaut”, sitio donde es posible tomar asiento y disfrutar del paisaje encerrado en el jardín del “Claustro de Cuxa”, cuyas partes son originarias de un claustro del siglo XII, ubicado antaño en el monasterio benedictino de Saint Michel de Cuxa, viejo oasis de los Pirineos franceses.
“Esta abadía es más terrible
que la Pirámide de Ghizeh
o que el laberinto de Knossos,
porque es también un sueño”
(Foto: flickr.com)
Borges, no obstante su ceguera, pudo percibir la fantasía que organiza el alma de quien recorre The Cloisters, esa enorme fusión de culturas y representaciones de muchos países europeos que, al igual que la variedad de razas humanas congregadas en Nueva York, encontraron en esta ciudad la forma de convivir bajo un mismo cielo.
Entre la variedad de estilos arquitectónicos y escultóricos que en la abadía podemos encontrar, está el gótico: lo hallamos representado en “La sala del Gótico Primitivo” (con esculturas francesas de los siglos XIII y XIV), en la “Capilla Gótica” (con efigies sepulcrales francesas y españolas del siglo XIII y un ciclo de vitrales austríacos del siglo XIV), y en la “Sala del Gótico Tardío” (con esculturas originarias de Francia, Alemania, Italia y Francia).
Al igual que el “Claustro de Cuxa”, el de Bonnefont es recinto de un jardín instalado al estilo medieval, con más de 250 especies de plantas curativas y de cocina. En este sitio, el visitante puede sentarse con el río Hudson a sus espaldas y disfrutar del hermoso paisaje que le rodea. Enseguida, el “Claustro de Trie”, en su jardín, alberga elementos del convento de las carmelitas en Trie-en-Bigorre, y de otras fundaciones religiosas de la Francia sudoccidental. Estos tres claustros son agradables estancias en las que fuentes y pozos parecen aislar al turista del mundanal balbuceo de la vida civilizada.
“Oímos el rumor de la fuente,
pero esa fuente está frente al patio de los Naranjos
o el cantar Der Asra.
Oímos claras voces latinas,
pero esas voces resonaron en Aquitania
cuando estaba cerca el Islam”.
En la “Sala Boppard” se puede admirar una gran cantidad de vitrales que datan del siglo XV, provenientes de Alemania y el norte de España; también los hay en la “Galería de la Vidrieras”, sólo que en esta parte, además, se encuentran esculturas de Tilman Riemenschneider, del siglo XVI. Por otra parte, en la “Sala Campin” es admirable la impresión que provoca la obra pintada en 1425 por Roberto Campin, llamada Tríptico de la Anunciación, así como la gran cantidad de muebles domésticos que datan de la Edad Media tardía. Algunos, se dice, eran parte de la habitación que ocupó Francisco I de Francia cuando fue prisionero del emperador Carlos V, entre 1525 y 1526.
Un aspecto importante de The Cloisters son las dos salas cuyas paredes se encuentran cubiertas por tapices. Estas son “Los Nueve Héroes” y la de “Los Tapices del Unicornio”. En la primera, se encuentran colgadas algunas piezas de este arte que muestran a nueve héroes fabulosos de la historia antigua, hebrea y cristiana: son Julio César, el rey David y Carlomagno, entre otros. Son atribuidos a Nicolás Bataille. En la siguiente sala pueden verse algunos diseños con representaciones de la captura de aquel animal mitológico; fueron tejidos en Bélgica alrededor del año 1500. Estas dos galeras son la parte fantástica de este lugar: los tejidos, a pesar de su antigüedad, son todavía brillantes y conservan gran parte de los colores originales.
“Vemos en los tapices
la resurrección y la muerte
porque el tiempo en este lugar
no obedece un orden”.
(Foto: madamepickwickartblog.com)
Una de las últimas posibles escalas (dependiendo del sentido en que se realice el recorrido) es la “Sala del Tesoro”. En ésta se pueden admirar obras realizadas para liturgias o por devoción. Los temas son los del catolicismo. Los materiales, de gran variedad: madera, nácar, mármol, tela, metales y algunos más. La mayor parte de la colección de entre los siglos IX y XI. Asimismo, son destacables los manuscritos adornados con hermosos diseños; algunos de éstos tuvieron como función ser los “libros de horas” o devocionarios de Jeanne d’Evreux, reina de Francia, y de Jean, duque de Berry. Como punto de partida y punto final, está la tienda de recuerdos en la que se pueden adquirir libros interesantes acerca de la Edad Media, así como reproducciones de algunas de las piezas del museo.
El recorrido por The Cloisters es largo pero satisfactorio. Adentro, el tiempo parece estar detenido para que los pocos visitantes se deleiten sin preocupación por el mundo exterior. Los muros, las puertas y cada rincón de este lugar son un gozo continuo que parece no tener fin. Esta es una gran obra de los norteamericanos que, al carecer de historia antigua propia o, habiéndola destruido, se regalan con lo que el dinero de uno de los grandes millonarios de la historia pudo comprar. No hay allí nada hecho en el vecino país del norte. En ocasiones, ni siquiera es posible toparse allá con habitantes de Nueva York o de aquel país: al parecer, pocos conocen de la existencia de este sitio.
Sin embargo, Jorge Luis Borges me entregó en su poema una descripción hermosa, con un ritmo inquebrantable y una belleza sin igual. El verso, al igual que los pasillos y salas de The Cloisters, se recorre con el deseo de que no tenga término, con la voluntad de ir y volver entre sus palabras para descubrir en ellas algo nuevo cada vez…
“Los laureles que toco florecerán
cuando Leif Ericsson divise las arenas de América.
Siento un poco de vértigo.
No estoy acostumbrado a la eternidad”.
(Foto: flickr.com)
Referencias:
· A walk trough The Cloistres, Bonnie Young, The Metropolitan Museum of Art, 1997.
· Jorge Luis Borges, Obras Completas, Volumen Tres, Emecé Editores, 1989.
Es conocido por poca gente realmente e digno de verse cuando se va a NY
ResponderEliminarEs conocido por poca gente realmente e digno de verse cuando se va a NY
ResponderEliminarEs magnífico. Me llevó a conocerlo una tía americana que decía: No me es muy simpático Rockefeller, pero tengo que agradecerle esta maravilla que nos ha dejado. Rockefeller compró la margen opuesta del Hudson para que nadie pudiera poner un cartel de propaganda frente a los claustros.
ResponderEliminarSin duda: un remanso y hasta un refugio, a salvo, hasta hoy. Saludos!
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