(Foto: melibro.com)
Basta asomarse a los sucesos descritos a diario en
cualquier noticiero o periódico para caer en la cuenta de que, en ocasiones, la
ficción –lo irreal, lo imaginario– alcanza a lo cotidiano y se transforma en el
día a día. Aparece entonces el absurdo, el sarcasmo, la obviedad negra, el pesimismo vuelto acontecer que retrata un
impreciso pero abundante número de planas y coberturas. Pesimismo: encontrar en el universo toda la imperfección posible y,
tratándose de filosofía, creer que en una parte (o en la totalidad) del mundo
sucede esa imperfección. Pero de pronto ocurre que el constante “podría ser
peor” deja de ser opción para instalarse en la certeza, en lo habitual,
haciendo a un lado la posibilidad de empeoramiento o mejoría y negando al mismo
tiempo cualquier intento de solución.
Esa exhibición de realidad, a
veces cruel y a veces desbordada –obviada– imprime un sello especial a la obra
del colombiano Fernando Vallejo: quitar el velo que esconde algunas cimas o rincones para
toparse con un retrato social que descalifica buena parte del hacer humano,
crítica de un mundo habituado a cierta dosis diaria de absurdo e irracionalidad
que tarde o temprano deviene costumbre a fuerza de repetición.
No hace falta
ser observador obcecado ni meticuloso, solamente mirar hasta convencerse de que
la excepción, la posible respuesta, se encuentra en un lugar tal vez ajeno a la
especie, o muy en el fondo, en otra parte;
el choque de frente con esta premisa es suficiente para denostar buena parte de
los aspectos, instituciones o personas que resaltan en las pantallas o en las
ocho columnas. No escapa nadie: iglesias, filosofías, partidos políticos,
organizaciones, la naturaleza y, en fin de cuentas, todo aquello que confirma y
conforman el entorno de una narrativa donde el pasado –en particular la
infancia– aparece como un tiempo ideal, y el presente apunta a una marcha necia
hacia la propia extinción, un suicidio posible que hace cincuenta años Albert
Camus negaba por vía del Hombre rebelde
(que se opone a la muerte individual, aunque pareciera inevitable) y que el
autor colombiano concluye remedio único, la existencia sucediendo en el
escenario de la muerte sin redención alguna, como quien se asoma al silencio y
no llega nunca a la música: “Vivo de verdad no está nadie... Día a día nos
estamos muriendo todos de a poquito. Vivir es morirse. Y morirse, en mi modesta
opinión, no es más que acabarse de morir”.
La obra de
Fernando Vallejo es vasta y va de la dirección cinematográfica a la biología,
para detenerse en la saga autobiográfica Los
ríos del tiempo (cinco novelas escritas entre 1986 y 1992) que concluye con
los tres títulos que le han dado renombre en Hispanoamérica: La Virgen de los Sicarios, El desbarrancadero y La Rambla paralela. El primero, llevado
al cine en el año 2000 por el director Barbet Schroeder, retrata la vida de los
asesinos a sueldo en Colombia, que cumplen su labor con maestría profesional y
esconden tras un velo rostros de niños, narcotráfico, la muerte inmersa en lo
cotidiano y la máxima que abandera un asunto de descomposición social: “Para
morir nacimos”, el resto es sobrevivir. El texto apunta –sin caer en la
falsedad pero sí rondando en la injuria– a los credos y religiones como
pantalla de una realidad que vista a plenitud nos resultaría atroz; a la
infancia y la natalidad desmedida traducida en más niños y mayor pobreza; al
futbol como distracción y esparcimiento anterior y posterior a la cópula, o al establishment urbano anhelado desde los
barrios marginados como si se tratara de un paraíso perdido donde, más allá del
sueño, todo es cuestionable, incierto.
El
desbarrancadero (galardonada con el premio Rómulo Gallegos) incorpora igual
a la familia, a la vejez y al crecimiento desmedido de las ciudades entre
aquello digno de señalar, de obviar hasta extremos nihilistas que reducen a lo
absurdo cualquier explicación o argumentación posible. La novela describe la
vuelta del protagonista a Colombia, después de años de ausencia, para asistir
en sus últimos días a un hermano moribundo; este regreso es aprovechado para
hacer una comparación entre las sociedades mexicana y colombiana, sus
corruptelas y sus gobernantes, de la que puede concluirse que el problema
actual del hombre sólo tendría solución mediante el aniquilamiento de “la
especie más cruel de la naturaleza”, que sucede de igual forma poco a poco,
“esperando a que el horror de la Muerte viniera a librarla del horror de la
vida”. Muerte con mayúscula, que otros emplearían para justificar alguna salvación
divina, cada vez más lejana y ajena al orden habitual de las cosas como para
ser depositaria de cualquier esperanza.
La crítica de
Vallejo también va dirigida a toda suerte de estereotipos, fórmulas o modelos
que podrían resultar un asidero ante la nada que acaba por rodear al lector,
hacerlo caer en la cuenta de que detrás de ese asalto continuo de imágenes,
frases y señalamientos que exhiben la realidad desnuda no hay mentira sino
verdad –honestidad brutal–, y toda
forma de consuelo ostenta su lado peor, se toma a partir de lo más para llegar
a lo menos y de ahí hasta lo peor. Así, Darwin es rebatido por El origen de las especies, que escribió
antes de ser descubierta la fecundación (La
tautología darwinista), Balzac y Flaubert, como representantes de la novela
escrita en tercera persona, son tachados de “comadres” que escriben “prosa
cocinera”, al igual que la poesía: “Los versos son sonsonete. Quiero decir los
de antes, los que tenían ritmo y rima; en cuanto a los de hoy, son pedacería de
frases”.[1]
Queda entonces el vacío, la negación de los sustentos mínimos de la sociedad en
conjunto, por una parte, y del hombre en particular, que coinciden con la
máxima sartiana el infierno son los otros;
el monólogo –la primera persona– y la certeza individual desencantada ante una
realidad que está a la vuelta de la esquina, en la diaria supervivencia que se
confirma llegada la noche y vuelve a ser incertidumbre al siguiente amanecer.
La Rambla paralela,
por su parte, es una voz muerta que habla desde la nada, que juzga, señala y se
burla de la apariencia de lo verdadero, existencia vaciada y vacía, la soledad
del diálogo sin interlocutor, mudos y sordos todos, añorando una posibilidad
distante, tanto como para afirmar que no hay ficción más horrenda y degradante
que la vida y sus sueños; distancia insalvable, un paraíso imposible desde la
perspectiva social actual... Muerte con mayúscula, esperanza que desespera,
anhelo que de frente a lo real se vuelve ingenuo, ceguera del futuro. Al
consumarse el pesimismo sólo quedan tumbas, y luego imaginar lo que vendrá,
algo que ronde la razón hasta flanquear sus límites de sentido común. El paso
de la humanidad por el mundo se encuentra plagado de tiempos y situaciones que
escapan a imaginarse algo peor y, sin embargo, algo peor sucederá, pareciera
afirmar Vallejo, cuando alguien imagine y al otro lado alguien más ya viva, ya
habite el día a día de esa ficción. También buscar toda la imperfección puede
agotar dónde encontrarla, también a fuerza de ver demasiado se acaba por rozar
la desesperanza para afirmar que sólo resta perderse en el ayer o en el mañana
para abstraerse del presente, desaparecer ante lo que a la luz de una crítica
puntillosa y sin objeto más allá de destruir pierde oportunidad de prosperar,
siquiera de cambiar lo mínimo tolerable.
[1] Entrevista a Fernando Vallejo publicada en el suplemento “Babelia”,
del periódico español El País
(5/01/02).
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