El mercado del arte es en la actualidad un reducto donde confluyen
la aristocracia de los grandes capitales, los coleccionistas extravagantes de
las potencias viejas y emergentes, así como especialistas que más allá de la
calidad de la obra, determinan lo que merece considerarse de calidad o no, y
que a la postre podrían ser quienes, incluso más allá de la crítica, aseguren
la posteridad o la caducidad de un artista.
La llamada sociedad de consumo, cuyas consecuencias vaticinara ya
desde hace décadas Gilles Lipovetsky (en títulos como El imperio de lo efímero y La
era del vacío), terminó por devorar a la creación y marcar la pauta de sus
patrocinios, de su fracaso o de su éxito, reservando la fama a quienes puedan
adaptar la imaginación a la exigencias del consumidor.
Y es esta travesía comercial y económica del siglo XXI la que el
escritor francés Michel Houellebecq traza en su más reciente novela, El mapa y el territorio (Anagrama,
2011), una historia donde, además, y con la crudeza que ha distinguido al autor
en su trabajo anterior, se hace un recorrido por los grandes conflictos humanos
que determinan nuestro tiempo, como la eutanasia, el crimen como indignación de
unos y placer de otros, el lugar de las generaciones anteriores en la vida
diaria, el ambientalismo en boga y la oposición de la existencia rural y la
urbana que persiste en la Francia de la actualidad.
La trama relata los
avatares de un artista que, de la marginalidad y el anonimato, pasa a través de
la fotografía de mapas al prestigio de los grandes salones, de las galerías
repletas de mercaderes posmodernos y de los patrocinios de las empresas trasnacionales,
que a través de internet promueven y ofrecen su trabajo al postor capaz de
cubrir sumas que poco a poco van en aumento hasta llegar a las centenas de
miles de euros. Luego de una etapa de ausentismo, y tras el éxito de las
grandes revistas y los reportajes en la prensa especializada, el creador vuelve
a encumbrarse con retratos en lienzo de aquellos “oficios” o paisajes que
considera representativos del siglo XX.
No escapan a su pincel Bill Gates o Steve Jobs, por mencionar a
los más renombrados, así como, en un giro soberbio del texto, el propio autor
de la novela, Michel Houellebecq, que abre las puertas de su estudio y de su
biblioteca para mostrar cómo una vida mitificada por extravagante puede estar
en realidad sumida en un letargo donde conviven la rutina, la banalidad, la
soledad y el tedio. Este autorretrato logrado a través de las visitas del
pintor al estudio del escritor es una de las cimas de El mapa y el territorio, y a su vez desencadena el conflicto
principal de la novela: su propio asesinato a manos de un personaje oscuro,
coleccionista de insectos tropicales que termina en el sótano de un laboratorio
donde se realizan experimentos que mezclan lo humano con lo animal.
Y es el propio protagonista quien, tras meses de pesquisas infructuosas
de las autoridades, otorga las pistas necesarias para resolver un caso que
considera una atrocidad mayúscula y del que, con crudeza contagiosa por su
indignación y realismo, señala: “El mundo es mediocre… Y el que ha cometido
este crimen ha aumentado la mediocridad del mundo”. Sólo el dinero y el amor
propician masacres como la que ocasionó la muerte ficticia de Houellebecq,
afirma el decano de la policía asignado al caso, sentencia que queda reafirmada
tras revelarse el móvil del criminal.
La vida, sin embargo, prosigue. El retiro del pintor a la paz de
la campiña francesa, ya con los frutos millonarios de sus trabajos anteriores,
lo llevan de vuelta a una especie de “origen natural” que capta en imágenes de
video, postrada la cámara durante días en un mismo punto y que son su obra
final. En esa vuelta a la naturaleza es donde termina la existencia de Jed
Martin, aislado, rutinario, enfermo y convencido de que la vida humana es sólo
ese camino que conduce de regreso a la tierra primigenia, donde todo se mezcla,
de la que sólo sobrevive un puñado de cenizas y el propio arte, la obra
condenada a pesar de sí misma a ser posteridad pero elevada al punto de ser el
único espacio para la propia salvación.
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