Escritorio de Carlos Castillo Peraza en Humanismo, Desarrollo y Democracia. |
Hay días demasiado súbitos, repletos de cosas que ocurren de manera tan rápida que apenas pueden digerirse en el instante y hay que esperar a un remanso de calma, ese rato en el que uno puede encontrarse con sus propios pensamientos, escucharse, dejarse invadir por los sentimientos que se fueron acumulando durante la jornada y que afloran uno tras otro para poner cada cosa en su lugar.
La mañana sabía al gusto de la charla entre amigos de la noche anterior: confesiones, risas, literatura, una cátedra de cine, política y libros viejos de la biblioteca de mi padre que fueron obsequio del pintor Alberto Gironella y que guardo con el gusto que sólo percibo cuando los extraigo, recorro sus páginas y hallo esas notas anárquicas, los subrayados de colores, el sello "Esto es gallo" y el placer de mostrarlos a ojos que estén dispuestos a contemplar y acariciar las páginas con la precaución y el cariño de quien tiene en sus manos un tesoro compartido.
Siguió la prisa de oficina: galeras para revisar, correcciones, cambio de imágenes, marcas en rojo sobre el papel que debían pasar a la pantalla para luego ser papel en el futuro. Luego, visita a la Fundación Preciado Hernández, donde siempre hay caras amigas para encontrar y reencontrar: Bernardo Ávalos salió mientras yo hacía ante sala con ese porte de viejo sabio que sólo él sabe llevar con una sonrisa franca y plena. "Hablábamos de un Carlos Castillo", comentó. "Un homónimo", respondí entre saludos, abrazos y despedidas de pasillo.
La espera fue larga, suficiente para saludar a Gerardo Ceballos, a María Elena de la Rosa y a Armando Reyes, colegas y amigos de la trinchera editorial; un cigarro para consumir más minutos y de nuevo a la sala de espera del que otrora fuera CEN del PAN. Ese espacio está lleno de recuerdo y añoranza: ahí donde ahora hay un cuadro se encontraba otrora la vitrina de publicaciones del PAN; donde se erige el edificio que resguarda el archivo del Cedispan se encontraba la casa de Marcelo y Maura, él chofer, ella su esposa, encargada de preparar los bocadillos para los grandes eventos de mediados de los años noventa.
El recorrido de la memoria pasa por cada lugar: donde ahora se ubican las oficinas administrativas estuvo la sala de juntas donde conocí a Alonso Lujambio, con ocasión de algún consejo editorial de la revista Bien Común; donde es el actual salón de eventos se reunió el Consejo Nacional para elegir a mi padre como presidente del CEN en 1993; en las escaleras que llevan a la segunda planta, donde puede verse un enorme vidrio biselado con el logotipo de la Fundación, estaba una fotografía gigantesca de Francisco I. Madero; la oficina hoy invadida por la humedad era la sala de transmisión de onda corta en la época en la que no existían ni los "bippers" ni los celulares.
En ese paseo estaba cuando Jesús Garulo, bibliotecario dedicado del Cedispan, me arrancó de la silla para mostrarme el espacio del archivo que ocupa actualmente la biblioteca de mi padre, donada en resguardo por mi familia hace apenas unas semanas y a la que él ha dedicado horas largas de clasificación y acomodo. Me invitó a observar los avances y la sorpresa fue una suma de sentimientos encontrados: los libros en un orden momentáneo, algunas colecciones aún dispersas pero cada uno en su orden numérico: el 0 para la consulta, el 100 para la filosofía, el 800 para la literatura y otras taxonomías de la biblioteconomía que incluyen religión, ciencia, política, economía, arte, sociología, psicología, historia y una variedad de temas que son tan amplios como fue su curiosidad y su sed de saber.
Carlos Castillo Peraza, en Roma, 1970; al fondo, las obras de Charles Moeller. |
Garulo hablaba, señalaba los hallazgos, acentuaba la voz cuando se refería a un tomo dañado por la humedad, celebraba ediciones viejas, pero para mi era una voz de fondo, lejana, de algún modo silenciada por la vista que se centraba en los títulos. Ahí estaban los volúmenes de historia de la literatura cristiana en el siglo XX de Charles Moeller; la Enciclopedia Britannica y su veintena de tomos; la Enciclopedia Yucatanense; los tomos de las Joyas Literarias Universales de Burguera, con sus pastas imitación piel, de colores; las obras completas de Lenin y la extensa colección de libros sobre marxismo que me sorprendieron años atrás, cuando abrí con mi padre las cajas de libros para instalarlos en su biblioteca y, ante mi pregunta por aquellos libros, me respondió: "nosotros los estudiamos a ellos y ellos jamás se interesaron por nosotros; por eso nosotros ganamos".
Estaban también los dos tomos de Alianza de "Los sonámbulos", de Koestler; la "Apologética Historia Sumaria" de Bartolomé de la Casas, en edición de lujo; las novelas completas de Morris West, algunas de Noah Gordon y de John Le Carré; el Atlas Histórico de la Británica, tomos que pertenecieron a mi abuelo materno, otros tantos en francés e italiano que mi padre traía consigo en sus viajes, en los años cuando mandarlos traer del extranjero era un suplicio de correo nacional, cambio de divisas y otros escollos hoy superados por la mundialización.
Esos y otros miles de volúmenes acompañaron mi infancia y adolescencia. Cuando tuve mi primer trabajo en el despacho de análisis político Humanismo, Desarrollo y Democracia, que encabezaba mi padre, una de mis labores fue aprender a moverme entre esos libros, a identificarlos por los colores de sus lomos, a encontrarlos en cuestión de segundos cuando el teléfono sonaba y se escuchaba la voz que decía: "necesito uno de Guitton, cuyo nombre no recuerdo pero que tiene el lomo azul".
Tuve la fortuna de acompañar a mi padre en el plano laboral durante sus tres últimos años de vida, orgullo que ninguno de mis hermanos conoció por edad y por divergencia de gustos. Quizá por eso fue que, una ocasión, me dijo: "cuando muera los libros son para ti y los discos (una colección similar en número), para Julio; a Juan Pablo le he dado más viajes que a ninguno de ustedes". Y así fue. Cuando en 2007 decidí abandonar el hogar, cargué conmigo casi la totalidad de la voluminosa herencia, que pasó a ocupar el total de las paredes de un pequeño departamento de dos piezas. Dos años después, mi hermano Julio reclamó una parte de esos libros, que a regañadientes pero en el afán de mantener la concordia fraternal, accedí a entregar. Con crudeza, hoy comprobé que esa mitad reposa en el acervo del Cedispan.
Salí de la Fundación Preciado con un nudo en los recuerdos y una astilla en la risa. Caminé unas 25 cuadras bajo el inusitado sol de octubre con la mente puesta en el mismo objetivo que cuando cedí aquellos libros: no vale la pena el enojo ni el reproche. Y así fue, aunque la mente combatía el asalto de sentires que iban desde un "si fuera dinero y no libros no lo habrían entregado a nadie" hasta un "accedo a repartir mi herencia y luego la entregan a alguien más"...
El coraje desapareció, como siempre que me refiero al tema, tras charlar con Tassier y con Claudia, generosos en palabras certeras y consuelo oportuno. Y así termina el día, rodeado de los libros que guardo, con el gusto de haber conservado y llevado conmigo ese legado que tiene el valor de lo que no se tasa ni se cotiza porque puede pasar que en cualquier momento abras una página y surja una nota manuscrita, un apunte ocasional o una foto de mis padres con no más de treinta años como la que Jesús Garulo me entregó, casi borrada, a resguardo en esas páginas que nadie consultó.
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