viernes, 19 de octubre de 2012

Manuel Álvarez Bravo: voces complementarias




La narrativa se vive, se calza. El poema es sentir puro. En la novela habitamos el transcurrir de las páginas, entramos por una puerta y salimos por otra que si bien no siempre es la salida, sí conduce hasta ésta, tarde o temprano. El poema se calza y es vida, espejo del sentir, de la experiencia humana más íntima. La poesía, más que verse entre horizontes, es mirada pura, asomarse al paisaje que el fotógrafo veía, que nunca dejará de ver, donde un detalle llamó la atención y entonces fue detenerse, aprobar, buscar el ángulo preciso o hallarlo exacto al primer voltear, asomarse a la lente con su círculo cuadrado, imagen, disparo y obturador: pasos frágiles para dejar un instante de tiempo en suspenso, detenido. 

Julio Cortázar afirma que “la realidad, sea cual fuese, sólo se revela poéticamente”[1], premisa que resulta en particular atinada para la fotografía: si la realidad aparece ante los ojos como poema es porque el género lírico –a diferencia del cuento y la novela, que son invención– resulta experiencia pura, no narración ni fantasía, más bien un golpe seco donde la experiencia del sentir traduce la emoción en letra, verso, ritmo en fin de cuentas (En el principio fue el ritmo…). La fotografía se asemeja entonces a la poesía por su retrato íntimo de la realidad individual, del sentir ajeno que logra aprehenderse hasta identificarse con el propio, el hacer humano libre de descripciones complementarias que modifiquen su significación. En este sentido, las múltiples lecturas que ofrece cada verso del poema son comparables con las lecturas que pueden existir de una imagen; no obstante, para evitar la dispersión de significaciones existe la unidad poética, que sólo se obtiene al concluir la lectura del poema, cuando los hilos dispersos de las ideas se hacen un nudo preciso y acorde con la intención original del poeta, que puede o no anticiparse en el título. El fotógrafo, por su parte, no goza del beneficio de la palabra para atar los posibles significados implícitos en su obra, y aunque la fotografía es en sí misma unidad de imagen, la traducción de esas formas puede dispersarse en múltiples interpretaciones. 


Retrato póstumo
Para evitar esa posible confusión, la lectura incierta, el fotógrafo puede recurrir a diversos medios, ya sea evitar el exceso de distractores o centrar la toma en un punto preciso que hablé por sí mismo. De igual modo, el empleo de la palabra puede resultar un complemento que esclarezca aquello que se intenta destacar. Manuel Álvarez Bravo, quizá el fotógrafo mexicano de mayor renombre, hace uso de la palabra para no privar a la imagen de todos los componentes que pueda albergar, y logra con cada frase una armonía impresa, casi palpable en cada toma, motivos y temas que rara vez se detienen en lo que la imagen enseña y encuentran en frases cortas y precisas el puente a una realidad que existe más allá de la imagen, logrando incluso volcar la atención a otro sitio que en ocasiones se distancia de la intención que pareciera original hasta el punto de obtener significados totalmente opuestos a la impresión primera: así, el retrato tétrico de una momia que posa su cabeza sobre la mano extendida, y toda esa imagen que pareciera surgir de una penumbra bajo el título “Retrato póstumo”[2], ante lo que no queda sino decir pues sí, con una dosis de humor negro que hace burla de la muerte, la enfrenta, le da la vuelta para esbozar una sonrisa desde este lado, el de la vida. 


Tumba florecida
Esta modificación de la impresión original ante la fotografía suele repetirse a lo largo de la obra de Álvarez Bravo, y quizá obedezca no sólo a la conjunción de fotografía y frase sino a la propia realidad que se intenta retratar; fue André Breton quien señaló que las fotografías del mexicano han puesto al alcance de la mano la poética del paisaje mexicano, su ambivalencia: la cruz de un sepulcro se yergue sobre la tierra entre hojas y una extensión de flores al frente; corona de verde en blanco y negro –porque en esos tonos la realidad es más real– que se repite en su sombra, coronando también el suelo y los muertos que guarda. Al pie: “Tumba florecida”, y de nuevo con Breton: magia cotidiana, y esa es la vista del mundo que busca la lente, la de todos los días, habitada por mujeres, hombres, niños, vida y muerte. Vistas y situaciones que están a la vuelta de cualquier mirada, mundos que suceden en el acontecer diario, en lo sublime que oculta el día a día pero en donde el fotógrafo –y ahí reside el talento– se detiene el tiempo suficiente para encontrar el ángulo exacto, el que comunica con ese otro lado que a su vez se detalla en cada frase, por si alguna duda quedaba; es decir, el fotógrafo que hace un alto reflexivo ahí donde los demás pasarían de largo. 

La lente de Álvarez Bravo posee otra atributo destacable: el testimonio temporal. El fotógrafo fue testigo de prácticamente la totalidad del siglo XX, tanto en México como en los epicentros del arte mundial –París, Nueva York–, lo que de alguna forma convierte su trabajo en una crónica, testimonio vivo que observa pasible desde su marco. Así es la fotografía, un lenguaje de pasado, de instantes retenidos que abren un paréntesis: quien nos mira desde ese espacio lo hace desafiando la movilidad del tiempo, desde una vida acaecida o un respiro congelado, quien mira desde una foto estuvo vivo en el pasado y lo sigue estando en el presente, desde la pared que detiene el retrato amarillento hasta algún libro de imágenes en sepia de la Revolución: situaciones, personajes, acontecimientos ya no del hoy sino del ayer, atrapados en un enramado que los años decoloran y arrugan, pero no extinguen.

¿Cuántas historias puede haber detenidas en ese siglo?, ¿cuánta vista albergada en acontecimientos, fragmentos del paso de los hombres que salen del anonimato para volver ahí pero ya de manera distinta, con un título debajo, con un entorno plasmado que los sitúa más allá de lo temporal? Asimismo, a lado de Henri Cartier-Bresson, Álvarez Bravo fue protagonista de una suerte de renacimiento de la fotografía, en una época cuando este arte[3] perdió su solemnidad y ganó un dinamismo que antes de enfocarse en los personajes o los paisajes aborda la realidad de la calle, escenas que pueden suceder en cualquier sitio, anuncios callejeros, vitrinas, pies y manos suspendidos como cuelgan de la realidad los retratados, un maguey tajado y sangrante, un ojo que mira desde el anuncio de una óptica y es otro ojo superpuesto en el reflejo de un cristal. 

El día a día se revela a quien lo mira a través de lentes cóncavos y convexos, reflejos de sombras y luz pero también la sorpresa de lo casual, que pierde su máscara cotidiana y toma la del asombro, la de las cosas que en las manos del artista resisten el paso de los años, el carácter atemporal del arte, el verdadero arte trascendiendo la frontera más ardua y rígida de los hombres, de lo vivo: el tiempo. No obstante, Álvarez Bravo entrega la explicación más atinada para su obra, que recoge el poeta Aurelio Asiain: ante todo lo dicho, quizá él sólo asiente despacio la cabeza y diga ¡ah, qué interesante!, o te mire a los ojos como diciendo que no hace falta, que basta con mirar, observar, y concluya: No le dé vueltas: vea




[1] Cortázar, Julio, Obra crítica/2, Alfaguara, 1994, “Notas sobre la novela contemporánea”. 
[2] Las fotografías referidas en este texto fueron consultadas en el libro Manuel Álvarez Bravo, con prólogo de Susan Kismaric, The Museum of Modern Art, Nueva York, 1997. 
[3] Sobre los parámetros para aseverar que la fotografía se inserta en el campo de las artes, ver Paz, Octavio, México en la obra de Octavio Paz, FCE, 1987; en particular el ensayo “Instante y revelación”.

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