El conflicto magisterial que asoló la ciudad de Oaxaca a mediados
del año 2006 guarda en sus entrañas historias particulares: nombres, rostros y
anécdotas de quienes, desde la primera línea de choque, desde las barricadas
instaladas en el centro histórico de aquella ciudad o desde la vecindad que el
azar reduce a tener domicilio fijo en la calle donde se desencadenó una
trifulca, fueron testigos, afectados, protagonistas o simples paseantes a los
que tocó en turno presenciar el desarrollo y desenlace de aquellas fechas.
Mucho fue lo que en ese entonces se documentó en la
prensa nacional acerca del paro de maestros, de la toma de calles, de las
manifestaciones, los actos de vandalismo o del uso de la fuerza pública; sin
embargo, es mucho más lo que aconteció en el plano de lo individual y que los
medios son incapaces de reportar. Y es justo ahí, en ese intersticio donde la
nota del reportero ya no llega, que la literatura encuentra un espacio para
instalar sus historias, con ese telón de fondo que construye la propia realidad
y que la fantasía complementa a su antojo.
La novela Teoría
de las catástrofes (Alfaguara, 2012) del escritor mexicano Tryno Maldonado,
abreva en ese escenario del que los noticieros y los periódicos dieron nota
para instalar un relato en el que una joven pareja de maestros –no
sindicalizados y que comparten sin conocimiento profundo la indignación y las
causas del magisterio agremiado– se ve involucrada y arrastrada hasta quedar
superada por una trama que los aplasta y los devora, como la violencia hace con
aquellos que la intentan tocar desde sus lindes y terminan sepultados por una
fuerza voraz que arrasa con todo a su paso.
Una estructura que abarca los meses del conflicto a
manera de capítulos del libro va dando cuenta de esa inmersión casi
inconsciente, incluso curiosa y bien intencionada, para de pronto caer en una
espiral donde una decisión cuasi inocente lleva a la complicidad, a compartir
los ataques contra comercios, arrojar bombas molotov y empuñar las causas del
movimiento como quien busca llenar un vacío con algo, lo que sea, reflejo
íntimo y crudo de una generación que, en palabras del propio Maldonado,
“equivaldría a un conglomerado multitudinario de genes holgazanes a los que
nada ni nadie perturba ni saca de su siesta”…
Y prosigue el autor: “A pesar de ser la generación más
sana y mejor preparada en la historia del país, no representaba una fuerza
laboral significativa. Ni económica. Ni política. Ni creativa. Porque fuerza
era justo lo que les hacía falta. La forma del mundo les era incómoda. Incómoda
y hostil. Pero poco hacía por modificarla. Vivían en la convicción permanente
de que sus vidas estaban encarriladas hacia un desastre horroroso y definitivo
igual que un descarrilamiento de trenes
toda marcha. Aunque ese desastre jamás llegaba”.
Para el protagonista, Anselmo, desempleado y ocioso,
esa incomodidad citada encuentra un medio de rectificación, que es el
participar en el activismo y el pandillerismo de un grupo anarquista de los
muchos que se reunían bajo las banderas del paro magisterial; para su pareja,
Mariana, encargada del sustento del hogar común, esa incomodidad se oculta bajo
el exceso de trabajo y su lucha personal contra la diabetes. El punto de
inflexión, es decir, el choque, surge precisamente del conflicto social en las
calles, para él, como parte de una cuadrilla de activistas, para ella, como una
sombra que lo sigue entre calles tomadas, “cuadrillas de la muerte”, atentados
con explosivos, con el saldo de la propia vida, pago por la fidelidad a una
inercia que se precipita hacia la ausencia de luz.
Sombra sobre sombra de la oscuridad plena y absoluta,
tortura, represión, autoridad más allá de lo legal y la muerte como último
reducto para comprobar que en medio de la nada y del vacío hay la certeza del
sobreviviente: esa culpa sin culpa fruto del azar, de una casualidad que se
ensaña con quienes no son aptos para burlarla o esquivarla y que escoge, ciega,
insensible, a sus elegidos para morir o para vivir.
Teoría de las
catástrofes recuerda a esa narrativa que retoma los
años setenta, plasmada, por ejemplo, en Un
soplo en el río, de Héctor Aguilar Camín, época cuando los reductos
idealistas de un marxismo ya decrépito inflamaban los corazones jóvenes para
conducirlos al abismo de las utopías, que casi siempre terminaba en el
sacrifico anónimo y silente de sueños y quimeras disueltos en un mundo que
avanza voraz y consume en su andar ilusiones y anhelos, para sumirlo todo en un
presente que, entonces y ahora, cumple con su condición esencial: ser fugaz.
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