Un par de días después y aún llegan a la memoria, como olas, acordes, imágenes, frases, todo revuelto, incapaz la razón de poner cada cosa en su sitio y entender que sí, que entre los 50 mil asistentes al espectáculo de Roger Waters, estuvo la voz propia sumándose a los coros, al estremecimiento, a la sensación de atestiguar un espectáculo mítico y fundacional de la música del mundo.
Desde su estreno, a finales de los setenta, el montaje demuestra cómo la tecnología es una herramienta que, en manos expertas y duchas, puede transportar los sentidos hasta regiones indescriptibles, en una época en la que es complejo impresionarse porque todo parece haberse escrito, dicho y visto con antelación; son muchos los medios en que The Wall ha aparecido ya: vhs, cd, dvd, blue ray, y pocos los ojos y los oídos que no conocen al menos el "main soundtrack": Another brick in the wall, parte segunda.
No obstante, todo parecía recién hecho, innovador, soprendente incluso para quienes concíamos y coleccionamos las diversas versiones, la de Londres, la de Berlín en 1990 y otras tantas apócrifas que nos regalan aficionados que con cámara amateur a escondidas registran algún fragmento. No creí que el show de este año fuese muy distinto a cualquiera de los anteriores, pero así como un estúpdio nunca decepciona, porque siempre puede ser más estúpido, un artista tampoco lo hará, pues siempre puede aportar otro rasgo de talento a lo que ya de por sí parecía insuperable.
El escenario aparecía como ya se había visto, pero las proporciones son imperceptibles en la pantalla. Malo para el cálculo como soy, debían ser unos ochenta metros de pared blanca, casi la extensión de la base del Foro Sol, telón de fondo para que la figura de Waters pareciera diminuta incluso para los asientos más próximos al escenario. Los juegos de luces y sombras daban al hombre dimensiones desproporcionadas, transformaban la silueta, las pantallas permitían apreciar el mínimo detalle, las proyecciones, algunas conocidas, otras novedosas, con la calidad de imagen que sólo alcanza una producción que sabe su sitio histórico y quiere, inconforme y ambiciosa, seguir trascendiendo en el tiempo.
Y así, entre pirotecnia de inicio, niños que sumaban sus voces a los coros y un sonido que desobedece las leyes de la acústica y es capaz de no perder un ápice de calidad incluso a cielo abierto, transcurrían las primeras piezas del disco, en el orden establecido en el original. Llegó Mother, y la dedicatoria del concierto llena de crítica a la violencia, a la muerte injusta, al dolor que no se evita y lastima tanto a quienes lo padecen y como a quienes lo atestiguan en la distancia con síntomas de indignación, coraje e impotencia.
Los tradicionales aviones que arrojaban bombas en la versión original cambiaron su mortífera carga por signos de las tres grandes religiones, logotipos de las principales marcas comerciales y otros grandes causantes de injusticia en la actualidad. Las flores que se transforman en una lucha mortífera recordaban que hay imágenes que ya habitan en la memoria colectiva de la música y así, hasta el intermedio, cuando la pared se llenó de "fichas" de desaparecidos en todo el mundo. A una recreación de la violencia que en un principio fue una crítica de la segunda guerra mundial, se sumaban las matanzas, los genocidios y los ultrajes a la vida posteriores, recientes, que parecieran dar razón a Hegel y su teoría de la guerra.
En lo personal, la segunda parte del espectáculo, en cuanto a los temas musicales, es mi favorita. Hey You, Nobody Home y Bring the Boys Back Home, que al sonido del tambor y los clarines, emulando una marcha militar, es un grito desgarrado que ya no pide ni exige sino que más bien ruega el regreso de quienes parten a matar y a ser asesinados, con una carga emotiva capaz de arrancar lágrimas donde se mezclan el coraje, la indignación y la esperanza.
El tradicional globo de un cerdo rosa que ahora es jabalí negro estampado de grafitti y signos de muerte; los acordes de Confortably Numb y su letra que busca ser consuelo ante lo inevitable; la emulación del fascismo con sus símbolos, sus poses y sus atavíos, la violencia intrínseca en la música de Run like Hell, el juicio con sus personajes, ya no globos pero sí proyecciones que impresionan por igual a una cultura mucho más "digitalizada" que la que vio The Wall por primera vez; el personaje maltrecho, apesadumbrado, relegado a un rincón, condenado por maestro, madre, esposa y sociedad... Todo acorde con lo establecido, hasta el grito estridente y que llenó el estadio, exigiendo que cayera el muro, y que termina con la explosión que hace caer los ladrillos de la zona central del escenario.
Y el añadido que llegó con los años: el tema final ya con un dejo de esperanza, de consuelo, de libertad... Ni un encore, ni una imagen más, sólo la presentación de los músicos que caminaban uno por uno, en fila, hacia una escalera por la que desaparecían, llevándose la emoción del público que sólo entonces cae en la cuenta de haber sido parte de la música que acompañó la segund amitad del siglo XX, y que hasta el día de hoy sigue reclamando su lugar, insustituible, irremplazable, porque hay música que sin decirlo nos habla desde otro tiempo y perdura porque es capaz de seguir reflejando el sentir de su época.
Y eso, al final, es The Wall, un espectáculo que perdura en el tiempo. Más sublime y soberbio de cualquiera de los que haya visto. Muy probablemente el más ambicioso que vaya a ver.
(Fotografías: Claudia Villa)
(Fotografías: Claudia Villa)
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