Fue la directora del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), Consuelo Sáizar, quien durante el homenaje de cuerpo presente en el Palacio de Bellas Artes, señaló que “difícilmente podríamos entendernos sin Carlos Fuentes; sus libros forman parte del paisaje cultural de México, el centro de sus inquietudes literarias e intelectuales. El afinó nuestra mirada y nos enseñó a deletrear a la nación”.
Palabras atinadas, y sentidas; expresión que como pocas describe la obra de Carlos Fuentes. Basta asomarse no sólo a su literatura sino también a sus conferencias, a sus declaraciones, entrevistas o artículos periodísticos para comprobar cómo México estuvo presente y fue protagonista innegable de su obra.
Desde muy temprana época, el paisaje nacional germinó en aquellas primeras páginas de Aura, donde la relación de nuestro país con la muerte, con sus misterios, su festejo y sus rituales traspasaban la realidad para instalarse en una historia donde la fantasía –“la mentira de la literatura” que diría Vargas Llosa– busca continuar una tradición encumbrada por Rulfo y que halló en Fuentes a un continuador excepcional.
Eran los primeros años sesenta y México se alejaba del paisaje rural de Pedro Páramo para erigir a la ciudad como escenario de nuevas historias, de una visión más cosmopolita, menos regionalista y más universal. Ya no era el Llano en llamas sino La región más transparente, con sus familias nostálgicas de otros tiempos, con sus cloacas inmundas y sus grandes recepciones de lujo, todo lo que la ciudad encierra como un microcosmos donde se dan cita, se mezclan y se entrelazan estratos sociales, credos, traiciones y hazañas.
Hay un pasado revolucionario o prehispánico, hay un ayer que no obstante late y permanece, toma por asalto y se manifiesta en piedras milenarias como el Chac Mol que cobra vida o en generales que miran su propia historia y saben que el olvido llegará con el paso el tiempo infame, que a nadie respeta, que todo se lleva y es selectivo y caprichoso con la permanencia.
Los primeros libros de Carlos Fuente son voraces en el intento de conciliar lo acaecido con lo que ocurre, buscan abrevar en los ríos subterráneos y en el sacrificio para demostrar que esa ofrenda y esa sangre siguen presentándose ante dioses nuevos, quizá con más apetito de muerte que los anteriores.
Más adelante, Los años con Laura Díaz podrían ser la cima de ese esfuerzo de síntesis, que con idéntica ambición recorre el siglo XX para explorar su intimidad, lo que ocurre detrás de las bambalinas de la opulencia pero también de la miseria que sigue reproduciéndose en los dominios de la noche, donde ni la ley ni el pudor o las “buenas costumbres” alcanzan para explicar o justificar las razones que han generado la exclusión, tan cercanas a los motivos que generan la prosperidad, extremos donde Todas las familias felices se reflejan en el espejo de los que aún esperan un México mejor.
Hay también un faceta de Carlos Fuentes que traspasa fronteras y busca capturar el mundo para traducirlo a nuestro idioma, a nuestro argot y nuestros modismos. De Salzburgo, en Austria, con El instinto de Inés a Diana o la cazadora solitaria, que retrata el mundillo artístico y cultural del México de los años setenta, hasta el terror de una Inquieta compañía, donde uno de los sentimientos humanos más universales –el terror– habita en situaciones cotidianas que podrían aparecer y transformarlo todo a la vuelta de la esquina.
Conocí a Carlos Fuentes en el año 2000, en Mérida, Yucatán, cuando acudió a inaugurar el ciclo de conferencias que celebraba la nominación de esa ciudad como Capital Americana de la Cultura. Con un texto de Ángeles Mastretta en la cabeza, lo primero que hice fue fijarme en lo meñiques, deformados por la máquina de escribir que requería la fuerza que nos ha ahorrado el teclado dócil de la computadora.
En esos huesos torcidos estaba su obra reunida, como marca en el cuerpo de una vida dedicada a la escritura, a poblar los bajos fondos y las bellas cumbres con personajes que transitan de uno a otro polo con la certeza de que el azar trastoca hasta lo más estable para convertirlo en incertidumbre. No recuerdo mucho más de aquella ocasión, que fue aliciente para acercarme a sus libros con el ánimo de quien busca mundos nuevos en los propios pasos.
Su muerte, el pasado 15 de mayo, cierra ese Tiempo mexicano que sólo él supo describir y nombrar para llenarnos con un lenguaje nuevo, para contagiarnos su voracidad, para aturdirnos con los límites frágiles entre la fantasía y la realidad. Llegó una nueva época; ojalá también llegue pronto quien, como Fuentes con sus propios años, la sepa describir, explicar o al menos nos la enseñe a deletrear.
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