1) Deshacerse de los
estereotipos, arquetipos y demás figuras que encierren a los oficios, al
aprendizaje y a la educación en términos como licenciado, maestro, doctor y
otras denominaciones análogas…
Ese es el primer paso para
entender que un filósofo pueda deleitar el oído con música que diste de
casillas igual de estrechas: de común, hay quien cree que todo aquel dedicado a
los libros mira al mundo con desdén, desde un pilar marmóreo al que sólo
acceden el saber sublime, elevado y apto para pocos del señor Kant, del erudito
Heidegger, del sabio Aquinate, a los que el acompañamiento de Bach,
Beethoven o Wagner honrarían con sinfonías, conciertos y piezas de índole
similar.
Por supuesto, hay grandeza en
esos representantes máximos del Barroco y del Romanticismo musical,
respectivamente. La hay porque llevaron el arte a cimas insospechadas pero hay
que recordar, ante todo, que esa hazaña es posible por esa osadía de romper con
lo establecido y dar un paso adelante.
2) La lección más importante de
su labor es precisamente la capacidad de renunciar a lo aprendido –“el
desaprendizaje”– para empezar de cero, que no es lo mismo que de la nada,
porque desde que Aristóteles enumerara las leyes de la termodinámica, quedó
claro que del vacío no puede producirse algo.
3) Los últimos coletazos de la
vanguardia lo entendieron: Dadá dejó seco el molde y el surrealismo abrevó en
el inconsciente para llenarlo de ese absurdo que surge de mezclar máquinas de
coser y paraguas en una mesa de disección; de ahí, la improvisación tardaría
aún algunos años en transformarse en jazz, que la usó como nadie antes. Luego
el blues, que simplificó la música en escalas para dar paso al rock n’roll.
Pero no es correcto que un
filósofo hable de rock si no es para enclaustrarlo en críticas a la modernidad
del estilo Lipovetsky, o para extraer de su sociología las causas de la
perdición del mundo.
4) Podría sin duda ser más
sencillo, pero no le diga usted a un “pensador” que la cosa es simple, porque
atentaría contra la inversión de tiempo y dinero que implica toda educación. Y
eso pocos lo perdonan.
Hagamos el ejercicio de mezclar
disciplinas: para Borges, la filosofía y la teología son dos ramas de la
Literatura fantástica (alguna vez lo comenté a una maestra y guardó un silencio
de esos que pueden traducirse como “no sabe usted lo que está diciendo”). Para
Cortázar, el diccionario es “el gran cementerio”. Si sumamos ambas premisas,
las humanidades pasan a ser parte de la muy digna, sublime y noble tradición de
la imaginación.
5) Con estas armas frente a la
solemnidad del filósofo-académico-intelectual tan petulante como inoperante en
la sociedad contemporánea, intentaríamos dar un giro y acuñar máximas,
aforismos o sentencias propias de la más alta escuela de nuestro días: la de la
vida.
Es de sobra conocida la imagen
del profesionista frustrado y dedicado a hacer negocios o política porque no
fue capaz de triunfar en su especialidad. Y es que cada vez nos empeñamos más
en reducir al mundo y estudiarlo en sus ínfimos detalles que al antiguo
botánico o biólogo se impone el ingeniero en pistilos del manzano, para quien
los autores alevosos preparan ediciones del tipo “La Cultura. Todo lo que hay
que saber”.
Se busca compensar la ignorancia
con volúmenes que le aseguran sabiduría en todo lo que el tema general del
título incluya, que puede ser infinito; pero las páginas del libro no lo son, y
hay que poner límites.
6) Entonces, los representantes
de “la ciencia de todas las cosas”, que es por definición la Filosofía, se
convierten en sabios empolvados poco aptos para sobrevivir, a menos que
consigan un contrato para uno de aquellos volúmenes o una cátedra mal pagada en
este mundo en desarrollo que es el Continente americano del Río Bravo hacia
abajo.
La segunda lección sería entonces
ni especializarse en lo ínfimo ni ser tan soberbio como para pretender
abarcarlo todo.
7) Desde esta modesta posición,
el nuevo filósofo cambia el sabio cognac por cerveza, la conversación elevada y
pletórica de palabras como axiología o hermenéutica por sus comentarios sobre
el mal arbitraje del partido anterior o la errónea decisión del técnico de convocar
a tal y no a cual jugador; para el caso que nos atañe, la música llamada
clásica por la nueva trova cubana, el rock de los sesenta y setenta o, ya en
peligro de traicionar lo poco que le queda de dignidad intelectual, por el pop
en cualquiera de sus manifestaciones.
8) El primer paso para hacerlo es
perder el miedo a la falta de solemnidad. No, por supuesto, a la convicción de
que leer a Nietzsche mientras se escucha a Kiss es imposible, o que escribir un
ensayo sobre la trascendencia del alma entre los griegos del siglo VI aC amenizando el espacio de estudio con Greatful Dead puede llevar a profundidades
por las que nadie se interesa, pero sí dejar a un lado aquello de que por
escuchar a tal o cual músico hay riesgo de bajar un peldaño en la escala cognoscitivo-evolutiva.
9) La música de fondo puede amenizar
el silencio para quienes por culpa de la voracidad urbana no soportan la noche
silenciosa y despoblada; si se me permite una recomendación, siempre será mejor
prescindir de melodías que lleven la letra de una canción, pero si se considera
que la trompeta de Miles Davis arroja al subconsciente muchas más palabras que
los fragmentos de Heráclito –muy fragmentarios para entenderse sin la ayuda de
una interpretación del tipo Rodolfo Mondolfo–, entonces mejor elegir algún
Mozart, Brahms o Shostakovich, selectos, porque también ellos tuvieron sus
creaciones que hablan como tarabillas.
10) Al finalizar, y para asentar
los pies en la tierra, el grito de Help
de Lennon es idóneo para regresar del limbo mental y entender que los sentidos
siguen siendo nuestra forma de percibir y estar en contacto con el mundo
exterior.
Si nada de esto fue suficiente y
usted prefiere continuar solemne, elevado, como ausente y considerarse indigno
de pláticas o textos baladíes, hágalo, está muy bien, porque el mundo plural y
diverso de nuestros días requiere de usted para ser ejemplo del mal o del bien,
no importa porque en la modernidad todo es relativo, y todo pasa y se olvida
con mucha rapidez.
11) Para caminos alternos, se
sugiere encontrar la bibliografía adecuada, hacerse de los libros y leer con
voracidad, intentando, cual George Perec en su novela-instructivo para la vida,
armar el puzzle de una vida a ritmo
de bebop (lo cual siempre será más
gratificante que cualquier camino académico pero nunca suficiente para hacerse
de diploma o título –para mayor referencia, remitirse al punto número 5 de este
peculiar tractatus–).
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