La construcción de una cultura democrática
I. La herencia de un siglo
En los albores del siglo XXI, México se enfrenta a una realidad nueva que poco a poco modifica la vida diaria de un pueblo, acostumbrado a ciertos esquemas de comportamiento político y social y que poco a poco pareciera empezar a cobrar conciencia de las dimensiones de ese cambio que implica el tránsito hacia la vida democrática.
Este paso, que podría traducirse en el de un régimen autoritario a uno democrático, ha implicado enormes cambios graduales, gestados y preparados desde las ideas y la lucha política que abanderó al Partido Acción Nacional desde 1939 y, más tarde, en 1988, al Partido de la Revolución Democrática, que sólo en ese año, y merced de la unión de distintas fuerzas políticas de izquierda y centro izquierda en torno de una figura única, logró aparecer ante el electorado como una auténtica opción política.
Entre estos cambios gestados a lo largo del siglo XX destaca la lucha cívica, entregada, responsable y comprometida con el bien superior de la nación que desempeñó Acción Nacional desde su fundación, partido que supo oponerse con valor y determinación cuando fue necesario pero también negociar y llegar a acuerdos en las mesas que se iban tendiendo para el diálogo; sólo de ese modo, sin la prisa de lo inmediato y con la templanza de quien sabe que su labor no puede ser instantánea ni súbita, sino meditada y reflexiva para no sacrificar el ideal por la praxis, sólo de ese modo fue posible alcanzar, ya a finales del siglo pasado, las condiciones mínimas para un entorno que pudiera empezar a llamarse democrático.
Empero, el pasado inmediato apunta hacia una cultura construida en torno de una época –la del siglo XX– gobernado por un solo partido; una cultura acostumbrada a un sistema que en su disfuncionalidad acabó por tergiversar los valores que son necesarios para la convivencia bajo las reglas de la democracia: la corrupción, los márgenes de ilegalidad que operan afuera del Estado de derecho y privilegian o premian la “mordida“ o la mala astucia, e inclusive un lenguaje para costumbres que se traducen en esas frases de dominio popular como el que no transa no avanza, año de Hidalgo, etcétera.
Estas “costumbres" sociales enumeradas reflejan una actitud y un comportamiento ante el Estado que se opone al correcto funcionamiento de la democracia porque vulneran a priori sus instituciones, pues dan por sentado que la ley podrá ser manejada al gusto del mejor postor, porque afirman que, por principio, el gobierno se basa en la fuerza del autoritarismo, que es la del más fuerte, contra un sistema –el democrático– que busca en la suma de ciudadanos –y no en el individualismo de uno– el modo de constituirse como un solo país (he ahí la paradoja democrática, la pluralidad por resolver).
II. Aciertos y pendientes
Las nuevas instituciones electorales han sido la piedra angular de ese tránsito que va de una cultura autoritaria a una democrática. Los cambios vividos en los años noventa –en lo que refiere a las llamadas reformas estructurales que permitieron el pleno respeto a la voluntad ciudadana, el voto–, son hoy por hoy impensables sin la participación del Instituto Federal Electoral, sin la apertura que gozó por entonces la prensa, sin un espíritu de transformación y modernización que empujó la victoria, en el año 2000, de Vicente Fox Quesada, símbolo de ese cambio que régimen que, tras años turbulentos y en ocasiones impredecibles, logró suscitarse en paz, sin necesidad de pagar el precio de la prisa o de lo mal hecho, que usualmente se paga con crisis sociales o económicas.
El 2 de julio de aquel año fue una fiesta de júbilo ciudadano, la fiesta de un comienzo que, no obstante, llenó de expectativas infinitas un cúmulo limitado de posibilidades. La arquitectura en ruinas de un viejo régimen y la inexperiencia en el quehacer gubernamental poco a poco fueron devolviendo a la opinión pública lo posible de lo esperado, la razón dentro de la fantasía: ni todo es inmediato, ni es posible continuar esa labor de sumar pluralidades cuando las reglas están hechas para el gobierno de unos cuantos; en el establecimiento de las nuevas reglas para el nuevo juego democrático, un primer y gran paso fue la creación de la Ley de Transparencia a la Información Pública y Gubernamental, y es importante señalar que así como la clase política ha debido aprender –muchas veces a regañadientes– a operar bajo los nuevos esquemas tanto del IFE como del IFAI, esta cultura de la libertad, del respeto a la decisión de las mayorías y de la transparencia debe permear de igual manera en toda la sociedad.
El cambio que vive hoy México es de orden cultural, y a menos que sea asumido así por las diversas instituciones y actores políticos nacionales, seguirá dando trompicones que en alguna medida obedecen a una sociedad acostumbrada a vivir y a desenvolverse aún bajo los cánones autoritarios del pasado. No se trata de una ruptura sino de que los distintos ámbitos de la vida pública –sindicatos, partidos, estados, etcétera– asuman de manera responsable su papel de cara a una cultura democrática renovada.
Entre los grandes pendientes que todavía conviven con las nuevas instituciones de la democracia se encuentra buena parte del sindicalismo nacional, espacio donde esa democracia, esa transparencia y esa rendición de cuentas aún no logran regir ni reglamentar la vida interna de muchos de sus grupos, herederos en su mayoría del régimen posrevolucionario, el de un solo partido; el poder que de un tiempo a la fecha han demostrado algunos sindicatos en México, sobre todo en cuanto a una perceptible influencia en el voto de sus agremiados, refleja cómo éstos han sido incapaces de adoptar plenamente lo que bien podría empezar a llamarse “convencionalismo democrático", esto es, la adaptación, implementación y práctica de un nuevo mecanismo institucional.
En resumen, no es posible que el juego sea en igualdad de condiciones cuando un solo grupo puede influir en el resultado de una elección, máxime cuando éste opera más allá del marco legal que rige ya a los partidos políticos, al gobierno federal y algunos gobiernos estatales que operan de acuerdo con una todavía precaria pero ya funcional estructura democrática.
III. Construir una nueva cultura democrática
Como todo cambio gradual, el tránsito hacia la democracia mexicana es un proceso que requiere ajustes ante nuevas problemáticas que son producto de nuevas realidades. No hay modelos ni ejemplos exactos a seguir; mucho se ha hablado de los casos español y chileno como paradigmas, aunque las coyunturas económicas, políticas y sociales que vivieron ambas naciones son sustancialmente distintas a las que hoy día acaecen en México.
De este modo, y como todo proceso, los ajustes lentos pero impostergables, los cambios de costumbres –como los señalados párrafos arriba– que más tarde serán cambios de hábitos, exigen una visión que desde el corto plazo apunte hacia el mediano y el largo, cambio que en fin de cuentas sólo será posible a partir de una educación en lo que podría denominarse una renovada cultura política nacional, que se sustente en valores –honestidad, rendición de cuentas, respeto irrestricto a la ley– distintivos y necesarios para la vida en democracia.
Cabe señalar que la complejidad de lo gradual estriba en que es relativamente sencillo perder horizontes o metas específicas, que en no pocas ocasiones son sacrificadas, de manera voluntaria o por omisión, en aras de una coyuntura que exige inmediatez y pragmatismo, dos condiciones al parecer inconciliables con la visión de futuro que se requieren para construir una auténtica nación.
Por ello, todo esfuerzo que se lleve a cabo en aras de la educación y promoción de los valores democráticos será una forma de asegurar un futuro en el que poco a poco se vayan desechando las prácticas antidemocráticas que todavía coexisten con el nuevo régimen, para dar lugar no a una imposición sino a la convicción, arraigada por la educación, de que bajo las nuevas reglas se habita en una sociedad más justa y equitativa.
Esto, por supuesto, presenta también el reto de que la democracia sea funcional, es decir, que en el camino hacia la consolidación de las nuevas reglas, costumbres y hábitos no se postergue por demasiado tiempo la mejoría sustancial de las condiciones de vida de aquellos mexicanos han depositado por más de medio siglo su confianza en un cambio que aún no logra del todo ser traducido en beneficios tangibles de la vida diaria.
El fortalecimiento de las instituciones, la promoción y enseñanza de las reglas y valores de la democracia, así como el justo medio aristotélico –la virtud– entre la celeridad y la planeación responsable son indispensables en este proceso de transición, que exigirá en los años inmediatos y en los futuros de un gran cúmulo de talento, imaginación y capacidad por parte de la clase política nacional.
Si la democracia no se arraiga en el pensamiento y en las costumbres del pueblo mexicano (la llamada “victoria cultural del Partido Acción Nacional), el esfuerzo será inútil, pues la fortaleza institucional estará sustentada no en convicciones auténticas sino en posicionamientos efímeros, que pueden ceder con facilidad ante el encanto del caudillo o el líder polémico que ostente la bandera del desencanto que produce una democracia disfuncional.
Al respecto, el caso de Venezuela es ejemplar, pues sólo mediante el desencanto, la decepción y la falta de valores democráticos es que un personaje como Hugo Chávez puede triunfar en un sistema que en un momento pareció llegar a una estabilidad institucional, pero que demostró sus carencias y, por medio de las urnas, dio el poder a quien a todas luces se exhibió desde el principio como una antidemócrata.
Asimismo, el caso actual de Polonia, donde más de la mitad de la población elegiría de nuevo un régimen autoritario con tal de que sean solucionados sus problemas económicos, resulta ejemplar para demostrar que el cambio de régimen no es solamente un cambio de gobierno o de partido, sino más bien una auténtica transformación en la que un pueblo asume la vida democrática.
El modelo gradualista de fortalecimiento democrático que ha distinguido el hacer político de Acción Nacional, que es quizá un factor determinante en la victoria de las pasadas elecciones federales, ha demostrado ser el camino idóneo para conducir una auténtica transición a la democracia.
Sin embargo, es fundamental que esa “victoria cultural" no se duerma en sus laureles sino que siga dando pasos firmes, que continúe bajo la convicción de que el hacer político responsable y comprometido con el presente y con el futuro de la democracia y del pueblo mexicano es el único camino para seguir adelante en esa lucha que, además de la victoria en las urnas, debe enfocarse en el buen apuntalamiento de una renovada cultura política y social en México y en cualquier democracia que quiera seguir siéndolo.
Ese es el dilema. Toca a los políticos demostrar su capacidad y talento para enfrentarlo.
Texto publicado en noviembre de 2007, en la revista Bien Común.
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